Literatura

Clica.

miércoles, 25 de marzo de 2009

EL FRANCOTIRADOR


Cuando entro en una librería y veo esas alacenas llenas de libros hasta el techo, me entran ganas de comérmelos todos. Comérmelos, sí; pero no figuradamente (odio esa expresión algo nauseabunda de “comérmelos con los ojos”), sino realmente comérmelos crudos, con la portada y todo, sea rústica o en piel; o con nervios en los lomos.
Comerme los libros: eso quisiera cada vez que entro en una librería en condiciones. Mi amigo de la infancia Carlos Mascort, que murió hace poco de lo que parecía una meningitis fulminante, cada vez que compraba o le regalaban un libro, lo pasaba hojeando velozmente ante sus narices, lo abría por el centro y lo olía en profundidad, como el que huele el sexo de la mujer a la que ama, para dictaminar acto seguido que ese libro era bueno, que su lectura iba a proporcionar grandes placeres a quien lo enfrentara.
A mí siempre me llamó mucho la atención esa forma animal, montuna, casi carnal de presentir la bondad o la banalidad de lo que a uno le espera cuando abre un libro por la primera página. Yo siempre me lo tomé en serio; es decir: es evidente que oler un libro no puede hacerte saber si el libro es bueno o no; pero cuando un lector verdadero (y Carlos lo era) hace ese gesto animal de olisquear con las narices metidas bien dentro de un volumen, le está confiriendo ya a la lectura unas capacidades generadoras de intenso placer que responden más bien a la predisposición del lector activo que a la calidad final del autor en sí mismo. Esto es: un lector de esa talla no se para a oler cualquier cosa; sólo huele aquello que sabe que va a ser de enjundia.

Los libros me excitan; me ponen nervioso; ahí, quietos en sus estanterías, con esa carga de tensión emocional, lógica, brutal que tienen dentro. Y lo más excitante es que no parecen alardear de ello, sino que reposan inexpresivos, aparentemente neutralizada su fuerza. La rebelión de las masas, ahí, quieto, como si nada pasara, mostrando su lomo como un libro más; El Quijote, a metro y medio del Ulises, como si ambos fueran dos carmelitas descalzas; las Obras Completas de Quevedo, con esos Comentarios a Marco Bruto en su interior… Todos, durmiendo sin importarles la carga que llevan dentro.

La verdad es que he tenido suerte. Mis padres eran lectores empedernidos; cada uno de ellos tenía sus preferencias claramente marcadas y sostenidas durante años. Mi madre leía novela. Novela rusa, particularmente: Dostoievsky, Tolstoi, Chéjov eran autores a los que volvía cada pocos años, una y otra vez, como buscando la dosis; y también los Dumas, padre e hijo. Y Agatha Christie al completo; mi madre tenía toda la colección de las novelas de la autora inglesa, además de las aventuras completas de Sherlock Holmes. Ello era un problema a la hora de ver en familia cualquier película de intriga, ya que mi madre, avezada en los entresijos de la trama policial o del suspense, antes del primer tercio de la sesión ya había averiguado quién era el asesino; y lo decía, sin cortarse un pelo. Y acertaba.
Mi padre gastaba otro tipo de lectura. Ensayo, básicamente: Ortega y Gasset, Theillard de Chardin, Balmes, Platón, políticos de todo orden… Y revistas científicas especializadas, que llegaban mensualmente a casa, empaquetadas como si fueran turrones. Un verano se lo pasó leyendo tratados de álgebra. En Chipiona, bajo la sombrilla, mientras mi tío Alfonso canturreaba Volare, mi padre se bebía los logaritmos, ausente del mundo. Sus lecturas estaban más bien dentro del terreno del pensamiento, de la Filosofía, de la Ciencia o la Política. Mi padre leía poca novela (ya se la había leído, decía), pero cada cinco o siete años volvía al Quijote, lleno de júbilo antes de comenzar, como quien se encuentra con su verdadero amor, de manera festiva.

Mi hermana Adriana, catorce años mayor que yo, leía también novela, como mi madre. A nosotros, sus hermanos pequeños, nos leía las Rimas y Leyendas de Bécquer, entre las tinieblas artificiales de nuestro dormitorio (tinieblas que conseguíamos a mediodía del verano, cerrando los postiguillos de la ventana adecuadamente), o los cuentos de Poe; el caso era que nos aterrorizábamos. Yo realmente estaba sumido en el terror; mi imaginación se ponía en marcha de noche, recordando los puntos más escabrosos de aquellos cuentos románticos.
En cada sesión, nos reuníamos cuatro o cinco niños; a saber: mi hermana Aurora, mi vecina Chele y su hermano Carlos (el que murió este año de meningitis), mi íntimo amigo José Manuel el gordo, y yo. Todos éramos de la misma quinta: entre 6 y 9 años. Y la Nena (mi hermana Adriana) nos leía y nos moríamos de miedo.
En casa de Carlos –el piso de arriba- comenzamos a tener otras sesiones de lectura con público: su hermana Carmen, algo mayor que nosotros, nos leía a Jardiel Poncela. Nos moríamos de la risa! Para leer en el ascensor se convirtió en uno de los libros más importantes de mi vida. Mi sentido del humor se vio alterado y cristalizado para los restos gracias a aquel librito mínimo, encuadernado en piel y que contenía en sus páginas las ocurrencias más geniales que jamás nadie pudiera pensar.
Aquel mínimo volumen de Jardiel se convirtió para mí en el objetivo a alcanzar. Me refiero a que quería poseerlo; no quería otra copia: quería ese libro. Así que, sin pedir permiso a mi padre, le propuse a Carmen prestarle un librito de la misma colección, pequeñito y en piel, que había sido mi libro de cabecera durante dos años: La Leyenda de los Dioses y de los Héroes, que versaba sobre la mitología griega; desde Zeus para abajo, toda la familia de las deidades, sus primos hermanos los héroes y todos los avatares, asesinatos, incestos y demás burradas del Olimpo estaban allí condensadas. Pues bien: le propuse un intercambio, y Carmen aceptó. Conseguí que me prestara el libro de Jardiel a cambio del de la saga olímpica. Perdí a los Dioses, quizás incluso cometí hybris, pero el librito de Jardiel me lo quedé para los restos!

En el instituto nos obligaban a leer libros que yo, claro está, desconocía absolutamente. En ningún caso me resultó tarea penosa leer por obligación. Algunos libros de los que había que leerse me parecieron interesantes; pero hubo otros que me impresionaron vivamente: San Manuel Bueno, Mártir y Tiempo de silencio, particularmente. Y Luces de Bohemia, que me obligó a pensar en mi futuro artístico con una sombra de pavor.

En mi familia inmediata, así como en el resto de mis tías y primos hermanos, estaba clarísimo que yo iba a ser escritor: aprendí a leer y a escribir a los tres años de edad; escribía en verso desde los siete añitos; a los 9 años había escrito, entre otras pedanterías, una obra de teatro de media hora de duración, en perfecto verso; ganaba cuantos concursos hubiera de redacción (así se llamaba a la protoliteratura, adquiriendo, gracias a este término, cierta sustantividad neutra y repulsiva)… En definitiva, no había dudas al respecto: yo sería escritor. Así que me matriculé en Filología, y desperdicié cuatro años de mi vida en una carrera que jamás terminé.
Pero leí mucho mientras tomaba anís con hielo en la cafetería de la facultad. Allí leí libros interesantes también; mucha novela, eso es cierto; pero es que en la Universidad tienen asociada la Literatura a la pueril costumbre de lo inventado. Allí, alumnos y profesores creíamos que los grandes literatos eran los novelistas; peor aún: que los cuentistas, como Cortázar, eran seres superiores. A más inventiva, más calidad. Que eso lo creyéramos los alumnos, tiene un pase: nuestra ignorancia era nuestro privilegio; por ello estábamos allí, para ser desbravados. Pero que los catedráticos también presentaran la Novela como el summum de la Literatura… Eso es, sencillamente, una estafa. Allí nunca se leyó un ensayo, un tratado, un compendio, una propuesta de Estética. Los poetas a estudiar, además, parecían tener derecho de pernada. Se empezaba por Gonzalo de Berceo y, pasados los años, te encontrabas con Vicente Huidobro escupiéndote en la cara. Ninguna atención por los filósofos, por los políticos, por los tratadistas, por los ensayistas; en definitiva: ningún interés por los pensadores.

Sólo El Quijote andaba en el programa de estudios como un poco descabalgado del ambiente general. Parece mentira que me disponga a decir esto, pero lo diré: afirmo que el Ingenioso Hidalgo no cuadra como libro a estudiar en una carrera universitaria centrada en el estudio de la imaginería novelística. Y es que El Quijote no tiene interés para mí como ejercicio de Literatura. Cervantes no frivoliza con las palabras, no les saca punta a los dobles sentidos, no inunda la realidad de metáforas, no hace Literatura. Lo que me empuja a regresar cada siete u ocho años al Libro (permitidme la cursiva y la mayúscula para hablar de él) es precisamente su asombrosa capacidad de flotar por encima de la Historia: eso que todos los millones de españoles que no lo han leído -ni lo leerán jamás- conocen de oídas como su constante actualidad. Su atractivo inmenso, para mí, reside en su sobrehumana vulgaridad, su verdad sin tapujos. La crueldad manierista rabiosamente eterna de sus personajes, de las acciones de éstos. Coño! Es que parece que están aquí, ahora!
Lo maravilloso del Libro es que carece de literatura; sólo se refiere a ella para parodiarla o evaluarla –como en el donoso escrutinio del Cura y el Barbero-, llegando incluso al paroxismo en las acotaciones: desde el Prólogo hasta los sonetos finales, la forma literaria es utilizada por Cervantes como grito de realidad, de humanidad extrema.

Enfín (todo junto y acentuado, sí): no voy a hablar más del Quijote –de momento-, porque ni acabé la carrera de Filología, ni soy un estudioso del asunto, ni un intelectual, ni un erudito; ni, en definitiva, tengo conocimientos ni nivel suficiente como para andar hablando de una obra que quizás sea la que más tinta haya hecho correr jamás tras su publicación.

Lo que quiero decir con todo esto es que, a lo largo de la vida, caen en las manos de uno cientos de libros, miles de libros. Muchos de ellos son balas que te rozan pero no te dan; pero hay otros cuya lectura supone una herida profunda, un balazo en el estómago, un impacto que cambia tu vida para los restos. Te lees El Idiota con catorce años y no te enteras de nada; lo vuelves a leer con cuarenta añitos y te asombras de los matices y las sutilezas de ese ruso escribiendo entre las rugosidades del alma. Sobrevives al Ulises, pasados tus cuarenta años, y te sientes peligroso, como si tuvieras una bomba en casa a punto de explotar: tienes que comunicárselo a alguien; con una cierta urgencia inefable se lo intentas contar a tus amigos, pero no lo logras! Qué hacer con la novela de Joyce? De qué modo vas a tenerla dentro del alma sin comunicarlo? Cómo compartir una mónada, un aleph, un punto indivisible y denso del Universo?

Nadie es capaz de prever los balazos que le van a impactar, ni qué órgano va a ser interesado por la trayectoria de la bala. Cada libro es un disparo azaroso realizado por un francotirador desquiciado que se aposta sobre una azotea y que comienza a agotar un cargador tras otro, sin dejar de disparar y sin mirar a quién dispara. El Francotirador es la Literatura misma.

Así como las células que conforman el cuerpo de un hombre apostado en una azotea nada tienen que ver con él en lo que se refiere a sus decisiones antisociales o psicopáticas, así los millones de libros publicados contornean y definen la figura de este tipo peligroso que dispara indiscriminadamente contra todo el que se mueve bajo su campo de acción. Cada bala es un concepto, una faceta irrepetible de un prisma ilimitado, cuya visión induce a pensar en una esfera, a causa del tamaño cataclísmico que presenta.
Cada proyectil que pasa -rozando- es una idea propuesta, un temor desarrollado, una percepción del mundo. A veces, las balas impactan en nuestro cuerpo, lastimando brazos, piernas, ojos o el propio corazón. Nadie queda igual tras uno de esos impactos.
La vida cambia, tras recibir un balazo en pleno tórax. Uno se queda como abatido, tras cerrar uno de esos libros necesarios. Al guardarlo de nuevo en la estantería, los miembros impactados cobran un nuevo flujo sanguíneo, como si el balazo, en vez de cercenar, de amputar o invalidar, les hiciera cobrar vida nueva.

Yo estuve mucho tiempo pasando a hurtadillas por la calle del Francotirador. Me dejaba disparar, como el que no quiere la cosa. Pero desde hace unos años decidí no andarme con ambages y, directamente, tumbarme en medio de la calle que hay bajo su azotea; ponerme a tiro, descaradamente. Incluso en ocasiones me he vestido de color rojo, para que me vea con claridad y no pueda errar el tiro. Sin embargo, no depende de la propia voluntad que a uno le impacten las balas; es el Francotirador, en su aleatoria actividad, el que decide quién va a ser alcanzado, cuándo, cuántas veces y en qué parte del cuerpo.
Da igual que te vayas a La Casa del Libro y te gastes medio sueldo en quince volúmenes apetitosos (unos meses de lectura asegurada); con suerte, algunos de estos libros pueden ser interesantes verdaderamente; pero –ay!- la enorme satisfacción de recibir un balazo en plena frente… Eso está reservado sólo al capricho de la Fortuna! Yo encaré un verano confiando en la novela histórica (es decir: la novela doblemente mentirosa), y lo que me salvó del tedio que los Borgia o las sacerdotisas de Lesbos me provocaban, fue una obra que compré de saldo en un mercadillo del libro: dos volúmenes titulados El Siglo del Quijote, I y II, de Menéndez Pidal, gracias a los que me enteré de qué se cocía en España en el momento crítico de nuestra historia. Como sevillano que soy, gracias a la lectura de esas casi tres mil páginas comprendí el mal que históricamente aqueja a Sevilla. Además, absorto como estaba en su lectura, el verano pasó casi desapercibido (especialmente el mes horripilante que forzosamente tenía que pasar en Mazagón). Gracias, Menéndez Pidal! Impacto profundo en el centro de mi ser!

Pero desde hace poco se me ha metido en la cabeza que la resultante de todos estos impactos fortuítos es un vector potentísimo que, a su vez, impacta en el carácter, modificando sustantivamente la personalidad, haciendo al individuo. Es decir: eres lo que comes. Eres lo que dices y lo que haces. Los libros que uno lee, a lo largo de su vida, modifican sustancialmente aquello que uno hace, y especialmente lo que uno dice, porque (no sé si lo sabían ustedes) los libros se comen.
Radicalizando aún más la propuesta: por más que uno cene lechuga durante años, jamás podrá hablar verde; pero la lectura prolongada de libros de filosofía, ineludiblemente lleva a cualquier ser humano a plantearse, a partir de cualquier incidente nimio, todo un estudio ontológico, con propuestas y digresiones inducidas.

Durante al menos cinco años, y por mor de mi profesión, mi lectura se centró casi exclusivamente en monografías acerca de la Historia de la Música. Tengo en mis estanterías más de la mitad de los libros publicados por AM (Alianza Música) y un buen número de los de Turner (especializada en lo mismo: en Música). Las obligadas biografías de Beethoven, Mozart, Bach, etc. Cartas de Stravinsky, Schönberg, Mozart de nuevo, etc. Y volúmenes monográficos sobre la música en el Barroco, el Renacimiento (desde muchos puntos de vista), el Romanticismo; amén de minuciosos estudios realizados por investigadores eruditísimos; interesantísimos análisis de sonatas, claramente escogidas y tratadas como verdaderas disecciones del compositor y su entorno; opiniones críticas sobre la Música escritas por autores de renombre (Debussy, Falla, Wagner, Stravinsky, etc.). Todo ello, adónde va a parar?
Mi visión de la Historia, a mis treinta y pocos años, se vino abajo cósmicamente. Adiós a las fronteras claras entre las Épocas! Adiós a la línea Maginot que tan dulcemente había resguardado el devenir del Hombre de las sacudidas constantes del Caos! Empecé a ver a mis amigos -a mis propios amigos!- como si hablaran desde un proceso interno, desde su propia evolución. Todo era relativo! Pero cuando digo todo, me refiero a absolutamente todo: comprar el pan, también! La transferencia por encima del mostrador de la panadería –pan, a cambio de dinero- se me ofrecía como una ocasión límite para ponderar los desfases que coexisten entre las pretendidas Épocas.
Incluso en la playa, viendo cómo la marea subía y en su resaca dejaba grandes charcos, me obsesionaba que el reflujo del agua en éstos chocara con cada nueva ola que rompía, en dirección contraria: el Renacimiento extinguiéndose agónicamente a causa de los envites del Barroco! En medio, esa tierra de nadie (agua de nadie, en aquel caso) llamada Manierismo para que no nos pongamos nerviosos!... Menudo cuelgue!

Tuve que relajarme, pues no podía sufrir tántas emociones intelectuales, ni dejarme excitar hasta tales extremos por absurdas tesis repentinas que me asaltaban y que, irremediablemente, acababa sufriendo yo solo y en silencio, como las hemorroides.

Abracé el ensayo; redescubrí a Ortega y Gasset (me dan náuseas los que se refieren a él como Ortega, a secas, con ese prurito de confianza extraída de no se sabe qué trato personal imposible. Francisco Ayala puede permitirse el lujo, ya que lo trató personalmente y además tiene 100 años; pero los demás deberían tener un pudor mínimo: pudor y Gasset); cayó en mis manos un libro de Arthur C. Danto, Después del fin del Arte, que me llamó la atención por su portada, la verdad. Lo bello y lo siniestro, de X. Trías, me puso los vellos de punta, y poco a poco comencé a comprar compulsivamente libros de Estética: Croce, más Danto, Meyer, Tatarckiewicz, Meyer Shapiro, Dalhaus… Y luego, directamente Filosofía: Gustavo Bueno, Savater, Bertrand Russell, y unos cuantos más.

Fue entonces cuando recordé la frase de mi compañero Adolfo, del grupo Sinenómine. Permitidme que os diga que en los tiempos de la facultad se formó un grupo de música irlandesa (y bretona, y un poco cajón de sastre de toda esa arquitectura folclórica pseudocelta) en el que participamos siete estudiantes de las carreras de Filología e Historia. Adolfo era filólogo (era y es: imparte clases de inglés en San Francisco de Paula, uno de los colegios de más ringorrango que hay en Sevilla), y tocaba en el grupo la gaita y la melódica (Dios! Qué es la melódica? Alguien más que Adolfo se hubiera atrevido a tocar ese instrumento en público?), amén de cantar con su hermosa voz baritonal. Adolfo siempre fue un tipo extremadamente inteligente, de una agudeza y unas observaciones tan brillantes que, a veces, pasaban desapercibidas para la mayoría de la gente precisamente por la sutileza de las mismas. En una ocasión, me aseguró que yo era un esteta; hay que hacer notar que ambos teníamos no más de 21 años; quizás, 22. Por qué Adolfo insistía en ello? Quizás fuera por mis continuos comentarios al estilo de cada quisque que pasaba a nuestro lado, o vaya usted a saber por qué. El caso es que Adolfo siempre lo tuvo muy claro.Y 20 años después, yo me gasto el dinero que no tengo en libros de Estética. Y llevo escritos no sé cuántos artículos (no publicados, ni con demasiadas esperanzas de publicarse) acerca de asuntos estéticos.
Todo ello me lleva a preguntarme si la tesis propuesta al inicio de este ensayito (la del francotirador apostado y modificando nuestra personalidad a base de impactarnos caóticamente) no estará equivocada desde su base; si Adolfo fue capaz de vislumbrar con 20 años de antelación mi vinculación casi enfermiza al universo de la Estética, es probable que exista un cierto determinismo, una carretera sin inaugurar que, tarde o temprano, comienza a ser transitada. No sería, pues, el Francotirador el que modificaría nuestra conducta con lecturas aleatoriamente abordadas, sino que nosotros mismos elegiríamos la bala, la trayectoria y el órgano al que impactar.
Uno, pues, ¿sería un francotirador disparando hacia sí mismo?

No. Me inclino a pensar que no: no podemos elegir si no conocemos antes la mercancía. Desde la infancia, los lectores empedernidos abordamos cientos de libros; algunos de ellos los terminamos con placer, o con tristeza porque se acaban y nos han llegado al fondo del cerebro. Un buen día, casualmente, a nuestros ojos llega algo diferente a lo habitual; algo distinto a la novela (que es la lectura habitual entre el común de los mortales). Si nos interesa, volvemos a ello desde otro ángulo, y, ya mayorcitos, nos decantamos por esa veta con claridad. La lectura habitual de cada uno de nosotros, consumidores de ideas, puede diversificarse puntualmente, pero una vez llegados a cierta edad seleccionamos los alimentos con escrupuloso criterio.
Lo que resulta de masticar y deglutir durante años todo aquello que hemos leído, conforma nuestro estar en el mundo. De copas, cualquier noche, hablamos de libros: eso es ley social básica. Pero yo no me estoy refiriendo a intercambiar opiniones o sencillamente contar libros; yo hablo de una actitud general ante los acontecimientos primarios, actitud modificada por las miles de ideas, frases, emociones, aspectos, cuentos, aventuras, disquisiciones, epopeyas, batallas, adulterios, crímenes, escalofríos, sentimientos de conmiseración y de indignación que los libros que hemos leído han impreso, para los restos, en alguna región profunda y funcional de nuestro ser.

En la cadena radiofónica que escucho habitualmente, entre los anuncios constantes de productos para adelgazar milagrosamente, se recuerda al oyente que a determinada hora del día hay ciertos programas deportivos; se ilustran, los mismos, con intervenciones esporádicas de los oyentes habituales de dichos programas. Hay un espacio deportivo sevillano (nada más paradójico en sí mismo, pues casi nadie hace deporte en Sevilla) que, en realidad, versa sobre las desdichas de los dos equipos de fútbol que soportamos estoicamente en la ciudad; pues bien: su anuncio incluye tres o cuatro frases que otros tantos oyentes han dejado grabadas en el transcurso del programa. Las frases, por llamarles algo, son sonidos semiarticulados, sintácticamente despreciables, indescifrables para el que no esté en el ajo de las simplicísimas correrías futbolísticas. Y, sobre todo, parecen estar emitidos por la misma voz, aunque no es así: son tres o cuatro hombres de distintas edades, que tienen unas voces extremadamente parecidas, tremendamente vulgares, llenas de tránsitos intestinales dificultosos y con una textura entre esparto y restos manidos de polvorón abierto.
Se aprecia claramente que son hombres que no leen; seres vivos que no articulan, que saltan con dificultad por encima de la sintaxis y que necesitan ser escuchados en una enorme cuna rosa de contextualización propia para poder ser entendidos, descifrados. No han leído jamás un libro, con casi total seguridad. En sus manos cae el Marca, ese diario consagrado al negocio del fútbol cuyos titulares suelen siempre rayar en el triunfalismo prebélico del 39; como mucho, hojean el diario con dificultad, silabeando con los labios el pie de foto. Éstos, no han leído jamás. Ninguna bala les ha rozado, ni siquiera les ha pasado cerca. Ningún órgano ha sido impactado por las balas del Francotirador. Van a la tumba como salieron de la cuna: sin forma, sin criterio, sin libertad, sin dolor. Sus voces son vulgares, idénticas, prehumanas. No tienen nada que decir, nada que aportar, nada que lamentar. Pero votan cada cuatro años, y mantienen a voces, en la barra del bar, que todos somos iguales. Incluso creo que piensan que todos somos de la misma especie.

Lo siento, pero no: no somos de la misma especie. Ciertamente, el día que un cuerpo celeste del tamaño del Gólgota impacte sobre el cura de Ponferrada a la hora de su célibe desayuno, la onda expansiva será de tales proporciones que toda la especie humana se irá al más profundo de los carajos infernales, acabando de una vez por todas con la Historia, el Arte, la Ciencia, la Filosofía, la Estética y (gracias a Dios) el Fútbol.
En ese momento final, dará lo mismo si hemos convivido o no, durante milenios, dos especies distintas en el planeta: los que leemos siempre y los que no lo han hecho nunca. Todos seremos masa confusa, materia en combustión, humo, nada. Pero hasta que llegue el día del impacto, me negaré a reconocer como congéneres a estos soplagaitas.

Tengo dos amigos licenciados universitarios que, habiendo cursado una carrera, se han llegado a jactar públicamente de no haber leído jamás un libro; al menos, no un libro entero. Apuntes sí; incluso capítulos de obligada memorización para algún examen concreto. Pero ningún libro. Y mucho menos, por el gusto de leer. Asombroso, no? Cómo se puede terminar una carrera -aunque ésta sea técnica- sin haber leído jamás un libro? Cualquier carrera: digo yo que, aunque no necesiten leer a Schopenhauer, me imagino que tendrán tratados sobre su materia específica, no?
Éstos de los que hablo son gente cordial, amable; encantadora, incluso. En las caras de ambos no se podría percibir la carencia básica que marca, antes o después, una frontera entre ellos y yo: la misma que les separa de Fernando, de Jesús, de Adolfo y de todos los demás que sí leemos; algunos, como éstos últimos, compulsivamente.

A Fernando y a Jesús, el Francotirador los acribilló a balazos un buen día, dejándolos marcados para siempre. Y al margen de acumular libros leídos y guardarlos como tesoros en el corazón, dicha lectura tenía -y tiene- carácter de contraseña. Vamos por la calle, nos presentan a un desconocido, sale a colación Las aventuras de Tom Sawyer, y prácticamente se puede decir que uno ha encontrado a un amigo de la niñez. Un tío que se ha leído ese libro con la misma devoción que yo me lo leí (Dios! Cuánto llegué a amar a Becky Thatcher!), merece ser contado entre los verdaderos compañeros de la infancia, aunque te lo acaben de presentar. Un conocido reciente que de pequeño haya temblado con la sola presencia de Joe el Indio, es un compañero de guerra, alguien que ha desembarcado contigo en Normandía y que sobrevivió a la masacre triunfal.
Porque la Literatura es una guerra mundial; una confrontación a niveles masivos entre los que leemos y los que no. Los lectores somos peligrosos: machacamos con una frase de Catulo; ridiculizamos a quien se nos ponga por delante con una observación de Jardiel; podemos incendiar los corazones con una idea de Quevedo; hemos desatado revoluciones citando a Marx; y si es necesario, humedecemos las bragas de las mujeres casadas con una estrofa de Girondo.

Como Ser Incompleto que soy (y mi vida académica lo demuestra: no acabé la carrera de Filología; dejé por terminar el Grado Superior de Violoncello, y ello me hace vagar como interino por los conservatorios de Grado Medio o Elemental de la inmensa tierra andaluza, al albur de los vaivenes hormonales de las chicas de la Administración), me causan espanto y admiración aquellos que han conseguido terminar una carrera. Pero de entre todos ellos, siento una especie de temor discipular por los que, además, llevan sus estudios dentro de sí. Fernando y Jesús, mis compadres de tuna y facultad (de los que hablé, arriba), son, ambos, profesores de Literatura. Uno ejerce en la pública (y, por lo tanto, goza de la categoría de semidiós) y el otro en la privada (lo cual, automáticamente, le confiere la aureola de héroe). Ambos viven la Literatura no sólo como un medio para ganarse la vida, sino como la vida en sí misma. Adolfo, al que nombré arriba, también está transido de Literatura: literalmente, cosido a balazos.
Cualquier conversación con ellos está trufada de personajes, citas, situaciones, epopeyas vividas íntimamente. Jesús es más lírico; Adolfo, más complejo; Fernando, más conceptual. El primero mira más la melodía; el segundo, el contrapunto entre las distintas voces; el tercero, la armonía vertical. Pero lo que es evidente es que el Francotirador ha hecho con todos ellos un trabajo fino.

Recuerdo entre las brumas de cierta noche a Fernando quien, vestido de tuno, con una borrachera memorable y agarrado a las zonas más densas de una señorita, se permitió el lujo de mirarme a través de sus gafas de miope desahuciado y, sacando luces de tinieblas, me espetó: “Cuerpo de la mujer, río de oro/ donde, hundidos los brazos, recibimos/ un relámpago azul, unos racimos/ de luz, rasgada en un frondor de oro…” Y siguió recitando con embotada lengua –aunque con perfecta claridad- lo que años después reconocí como el soneto Tántalo de Blas de Otero (sobre el que compuse, por cierto, un madrigal).
Osea: le estaba metiendo mano a una señorita, en medio de la noche, y tuvo las luces suficientes para, mientras tanto, recitar a Blas de Otero! El espíritu le trajo a la memoria la obra perfecta para expresar lo que tan claramente iba a desarrollar a continuación! No es eso la Literatura? No es hermoso constatar para qué realmente sirve tánto leer?

En mi viaje de novios, que fue a Galicia, el día antes de regresar tuve la mala suerte de comer algo en malas condiciones (un molusco, algún marisco… No sé), y comencé a sentirme muy mal por la tarde. Esa noche, vomitaba constantemente y también tenía diarreas terribles. La temperatura me subió hasta 40º y comencé a delirar. Mi querida esposa recién desposada (de la cual me separé, hace algo más de un año ahora), asegura que estuve horas hablando con los merovingios, con los reyes godos, Leovigildo a la cabeza, instándolos a todos a acabar con el dragón. Qué dragón? El dragón de mis delirios, que no era otro que yo mismo vomitando como un poseso. En medio de mis alucinaciones, mis recientes lecturas sobre la Historia de España acudían en mi ayuda para derrotar la insania en la que había caído sin previo aviso!

Quevedo se equivocaba al asegurar que andaba “...en conversación con los difuntos” para referirse al diálogo interior que se establece entre el lector reflexivo y los autores. No son difuntas las ideas; ni la conversación que los libros establecen es otra cosa que pura vida. Puede que el cuerpo del propio Quevedo esté muerto y comido de gusanos, pero no su conversación con mi corazón, de tú a tú y en cada línea de sus escritos; no están muertas sus ideas. No se ríe mi hijo Eduardo con Sancho Panza cuando éste se caga encima en la Aventura de los Batanes, sino con el propio Cervantes, que podrá ser cualquier cosa menos un difunto. El Francotirador reúne en su infinito cargador la esencia última del Pensamiento, con mayúscula; los proyectiles que nos impactan a quemarropa no son producto de hombres muertos, sino de algún género de materia viva constante; materia verbal, conceptual; alguna especie de sustancia subatómica que, como el viento que no se ve, te puede empujar de improviso, lanzarte a una zanja y abrirte la cabeza; o elevarte por los aires, como a María Sarmiento, a Dorothy o al profeta Elías.
Ese vendaval no lo generan los difuntos; esa inyección de energía sólo puede ser producto de sustancias vivas. Está mucho más vivo el Marqués de Vedia (personaje que ni siquiera aparece en escena en La Venganza de Don Mendo, pero que le sirve a Muñoz Seca para hacer ripios con el juego de las siete y media) que las voces impersonales del programa radiofónico sobre el fútbol local del que hablaba arriba. Y no sólo está más vivo, sino que ha aparecido a veces en mi vida, en conversaciones emocionalmente importantes, como el mismo Don Mendo.

Es evidente: actitudes que hemos podido tomar; reacciones que hemos tenido ante alguna situación de la vida real; respuestas, gestos, ideas que han salido de nuestra boca; todo ello influye en la vida de los demás. Nuestros hijos, nuestras novias… Hasta nuestros padres han sido influídos en mayor o menor grado por la resultante que de nuestras lecturas emerge. Porque somos lo que comemos; porque somos lo que leemos, y nuestro entorno se ve modificado por nuestra actitud.

Ahí fuera sigue, apostado en su terraza intemporal, disparándonos si le apetece; conformando al azar una disposición anímica; convirtiendo a un tímido en un líder de masas; haciendo que Saulo se caiga del caballo y que al ponerse en pie se llame Pablo; empujando inexplicablemente hacia la Arquitectura; otorgando a algún hombre afortunado el don de abrir las piernas de las mujeres; repartiendo monomanías; poniéndonos la cara colorada en la intimidad.
Ahí sigue, tejiendo nuestras vidas; dotándonos de una textura impensable; disparando ideas; impactando en nuestros órganos vitales. Ahí está, riéndose como un niño etíope que jugara con un subfusil. Ahí se asoma, vertebrando la energía que nos conmueve, jugando a urdir la trama de los mil espíritus; ahí el Demonio, el Amor y la Vida; la tinta-tinta, la tinta-siempre, dispuesta a hacernos temblar.

Ahí, haciendo de las suyas, nos espera –impredecible- el Francotirador.


Eduardo Maestre.
Sevilla, Agosto de 2006.

viernes, 20 de marzo de 2009

CABRONES



Se reúnen temprano, si saben que te has acostado tarde; y logran que tu timbre resuene como una campana tibetana. Si llegan a intuir que te has levantado para esperarlos y abrirles la puerta, sencillamente no vienen. Todos tus planes quedan anulados, con la misma fuerte resolución que cuando tu padre ha muerto o han atropellado a tu primogénito: la rutina diaria queda disuelta taxativamente, sin ni siquiera plantearse que algo va a quedar por comprar o cocinar o limpiar.

Te abren la puerta de casa y la dejan abierta. Te sacan las macetas secas del balcón y las agolpan alrededor de la tele, encima de la mesa de cristal, debajo de las sillas. Entra otro cabrón que se había quedado abajo; pregunta si los resillones están mochetaos o tiene que bajar otra vez para subir el rodapié y darle con el fletá. No, esto lo mocheta Maoíto, que viene luego con el gotalé. Y Maoíto no viene nunca, ni luego ni nunca; porque Maoíto es un ente de ficción, una quimera, un Universal. Uno se pregunta si Maoíto es un resto de masonería verdadera, una contraseña de hermandad entre los cabrones. Pero luego se les mira a los ojos cuando te preguntan si les puedes llenar el cubo de agua y uno abandona la idea de que esta gente pueda recurrir a contraseñas.

El cubo de agua… Siempre tienes que llenarles un cubo con agua. Te lo acercan casi a ras de suelo, encorvando las espaldas y con la cabeza gacha. -¿Puede llenarme el cubo de agua?... -¿Entero?... -No, por la mitad, más o menos. Y uno abandona el ordenador, el teléfono, las partituras, la sístole o la diástole y coge ese cubo polícromo, acorazado de restos de yeso y lo mete bajo el grifo de la bañera; uno se hace cómplice de los cabrones; uno, con las gafas, se ha implicado en el destrozo, los golpes bestiales, las manchas de polvo, los mazacotes de mezcla indiscriminados.

-¿Usted es músico?... Ésa es otra: ven un piano, un violonchelo, una guitarra, laúdes, bandurrias, atriles, partituras; te ven sentado a un ordenador que suena una y otra vez entre martillazos y cascotes que caen como huyendo de la pared y, de repente, se paran en medio de la faena. -¿Usted es músico?... (–No: soy perista, te entran ganas de decirles.) -Sí, me dedico a la música, les contestas, como avergonzándote de ello. -Mi cuñao tiene un cojunto y se jarta de trabajá en verano... -Ya... -Y usted ¿qué toca? Eso es lo peor, porque a ver quién le dice que toco el cello. Al final me arriesgo: -Soy profesor de violoncelo. -Ah...Profesor. Me escudriña los ojos detrás de mis gafas con una expresión mezcla de conmiseración y reproche social y, girando lo que parece el rostro grita "José, súbeme mezcla!"

¿Quién puede sobrevivir con esta gente entrando y saliendo de la casa? Y, sobre todo, ¿quién puede vivir con la puerta del cuarto de baño sin picaporte, sin pestillo, con los cabrones llamando al timbre de una puerta que está abierta, metiendo mezcla y pidiendo limosna de agua en un cubo asqueroso?

Los cabrones te llenan de mezcla la cortina y les da igual. Cuando les dices que tengan un poquito de cuidado, te explican que es que la mezcla ha entrado por una rendija que quedaba abierta, como si la perogrullada causal les eximiera de la responsabilidad. Pero tú insistes en que tengan cuidado porque la puerta del balcón es nueva y la están haciendo polvo, y los cabrones te dicen que no te preocupes, que ellos limpian todo con una esponja antes de irse. -Ya; pero es que están cayendo cascotes en la ranura de desplazamiento de las puertas, y el aluminio se araña y luego... -No, pero usted no se preocupe, que nosotros le damos luego, antes de dar de mano, con la esponjita. Maldita esponja de los cabrones, con la que pretenden limpiar las diferentes formas de ver la vida que tenemos; asquerosa esponja con la que quieren borrar la línea divisoria que nuestro acento, nuestra distinta forma de mirar nos impone; esponjita cruel con la que soñarán diluir nuestro distinto timbre de voz, nuestro balanceo diferente al andar, nuestros gustos, nuestra idea de la mujer, del fútbol, de la conversación; siniestra esponja con la que querrán limpiar la vaga idea de lo que es responsabilizarse, hacerse visible, tomar conciencia y definir unos contornos que los hagan seres humanos, y no fantoches impersonales, niños eternos que lamen las pantallas de la tele para recoger las babas de los futbolistas, nopudosernopudoser-elfutbolesasí, y luego manchan las cortinas de rayas con mezcla. Mezcla de qué? Mezcla de sindicatos y chorizo, de fútbol y blasfemias, de bar de barrio y vídeosdeprimera, de impersonalidad y mala hostia. Mi casa no tiene un escudo del Betis, y lo que es peor, tampoco del Sevilla. ¿Quién coño me creo yo que soy, con las gafas? Y esa pedazo de estantería con tantos libros desordenados... Seguro que soy maricón, o si no, algo raro.

Algo raro, algo extraño. Somos ajenos, vivimos realidades diferentes. Mi gata Octavia y yo somos de una especie, y ellos de otra.

...Cabrones...





Eduardo Maestre, 1995.

jueves, 19 de marzo de 2009

MECIENDO EL CARRITO



Voy a cumplir treinta y nueve años -¿no se empieza a oír un redoble circense?-, y ya no aguanto el alcohol como cuando tenía veintitantos. Hace dos noches -tras asistir, como una reliquia, al Certamen de Tunas de Sevilla- me acosté con una considerable moña de cerveza; horas después -cinco horas y media-, me desperté hecho polvo, bajé al súper, compré carne y, como un poseso, guisé un pollo. Luego, me caí en la cama; pero Cinta y el chico también se cayeron, con lo cual no hubo descanso -tenemos un niño que parece el circo de la Ciudad de los Muchachos-; comí, me duché, me tomé un café negro y me fui a Aracena a dirigir un ensayo parcial -sólo los músicos- de la Misa de Mozart que -Dios mediante, el Coro mediante, los trombonistas mediante y el Ayuntamiento mediante- estrenaré con el Coro de Aracena y una orquesta de quince instrumentistas. Volví del ensayo de noche y...Me encuentro a Cinta, Silvia y Leo, en mi cocina, cortando un pulpo. ¿Qué decir? Tomamos pulpo, chacinas, cerveza y gintonic de Beefeater. Me acosté a las dos. Hoy me toca a mí el niño desde las siete y media de la mañana. ¿Cómo explicarlo? Los domingos veo mil dibujos animados de todas las cataduras imaginables; desde las ocho de la mañana. A eso de las once se levanta Cinta.

En definitiva: hoy estoy hecho papilla. Hacia la una del mediodía, se me ocurrió tumbarme en el sofá mientras Cinta mecía el carrito del niño para la siesta mañanera. Cinta estaba de pie, a veinte centímetros de mi derribo humano; le di la mano y ella la tomó, sin parar de mecer el carrito. Cerré los ojos y mi brazo comenzó a mecerse al mismo son que el del chico. Agradable sensación, la de ser mecido parcialmente. Pero una idea me vino a la cabeza entre los vapores del sueño mañanero: Cinta estaba meciendo al niño con la mano izquierda, y a mí con la derecha; exactamente no me mecía a mí, sino al niño; pero el resultado era que yo me estaba meciendo.

Sin embargo, la mecida del niño era algo concreto. El cuerpo de Cinta se mecía de atrás hacia delante; su brazo izquierdo extendido agarrando el carrito: eso era mecer. El movimiento que se realizaba con mi brazo -desde su mano derecha-, era derivado de la mecida, pero no una mecida buscada -aunque una mecida, al cabo. Por lo tanto, de un movimiento orgánico se extraían dos acciones similares pero diferentes. Y, a pesar de su diferenciación -y éste es el quid de la cuestión-, eran estructuralmente idénticas.

De repente, entre sueños y vigilia brumosa, favorecido por una mecida parcial derivada de una mecida completa, vi cómo una obra de arte -una sinfonía en todos sus movimientos; un tríptico gótico; una tetralogía literaria; incluso un complejo urbanístico- debe participar de la organicidad para ser considerada como tal. En una sonata, el primer movimiento puede ser la mecida concreta, buscada, racionalmente dispuesta, pero los movimientos siguientes -aun siendo diferentes en la forma- son idénticos en la sustancia que los genera; su estructura dinámica (no me refiero a lo que usualmente se entiende como dinámica en la música -forte, piano, crescendo- sino al torbellino que desencadena el movimiento creativo) es la misma: todos los movimientos parten de un impulso común. Beethoven y Bartók, en sus Cuartetos, mecen un primer movimiento -o un último, según la potencia de la idea generatriz; eso da igual- y, con otras manos, con otros brazos artísticos, mecen el resto de los movimientos que conforman cada obra.

A veces crees que has salido de una composición y te encuentras, un mes después -o más-, con que lo que estás componiendo ahora pertenece a la obra anterior, que tú ya creías haber cerrado. En ese caso, lo honrado es reconocerla como producto de la misma mecida -los sismógrafos lo llaman réplica. También te puedes encontrar con que estás a la mitad de una obra larga -un Oratorio, por ejemplo- y que, después de más de un año de asaltos esporádicos a la imaginación, descubres que estás componiendo en otro estilo, que algo ha cambiado en tu cabeza y no puedes hacer nada por remediarlo (ni quieres: no hay nada más triste que el autoplagio).

Imaginemos a un pintor que, por problemas artísticos, deja un gran lienzo a la mitad. Con toda probabilidad, tales problemas -suponiendo que sea un verdadero artista-, serán problemas estructurales: algo no le cuadra en la lava cerebral, siempre candente, siempre en ebullición. Veremos cómo el artista abandona la realización del cuadro y aborda otras obras, a las que probablemente dé fin en breves jornadas. Puede tener suerte y estructurar el cuadro abandonado temporalmente. Puede estar en un bar, con otros colegas, y ver la luz. Puede abandonar el bar urgentemente o esperar a que pasen las horas, pero en cuanto llegue al estudio, retomará la obra y, antes o después, le dará fin.

Pero puede que pase tanto tiempo que ya no sea posible concluir el cuadro sin que se sienta la mano de otro pintor. Porque es otro pintor el que le daría el cierre al cuadro. Dejar de mecer, en el plano espacio-temporal de la génesis artística, implica la alteridad del artista generador. La célebre época azul picassiana, aunque sean muchos lienzos físicamente separados, son el producto de una misma mecida; es el mismo terremoto con sus réplicas. Y todo el mundo sabe cuánto cambian las placas tectónicas cuando se produce un seísmo: aunque en la superficie no se aprecie con claridad, en el subsuelo algo se ha movido sin posibilidad de marcha atrás. El cubismo es producto de otro pintor, de otro Pablo Ruíz Picasso. Nada tienen que ver el Miles Davis que tocó bebop junto a Charlie Parker, con el Miles Davis que inventó el cool; ni el Miles Davis que creó el freejazz, con el Miles Davis funky y electrónico de la última época.

El Quijote es un extraordinario ejemplo de distintas mecidas. Cervantes publica la Primera Parte como un parto genial, con una vis cómica inaudita, destrozando para siempre jamás los libros de caballería. La primera edición se fecha en 1605. La Segunda Parte se edita en 1615, ¡diez años después! Y, además -yo creo-, quizás con cierta premura por publicar, aguijoneado Cervantes por la farragosa y apócrifa Segunda Parte de Avellaneda, editada en 1614. Bien: ¿alguien que haya leído y releído ambas partes puede dudar en algún momento que sean obras independientes? La Segunda Parte respeta escrupulosamente los hechos acaecidos en la Primera, de acuerdo; pero es otra novela. Es otro autor, otro Cervantes, a pesar de que, en el prólogo de dicha Segunda Parte, él mismo diga que "es cortada del mismo artífice y del mismo paño que la primera". ¡Nada de eso! Esa afirmación la hace Cervantes a los lectores que compraron la Primera Parte para asegurar una buena venta y desligar su nombre del autor apócrifo antes dicho, pero lo cierto es que el Don Quijote de la Primera Parte está rematado, es violento y poco reflexivo, confunde su Yo con Valdovinos o el Marqués de Mantua (depende en qué parte de su cuerpo le den los palos). Por otra parte, Sancho Panza brilla poco; las historias colaterales aparecen por doquier; y da la sensación de que, aún siendo un hallazgo genial, no hay una dirección definida.

Sin embargo, en la Segunda Parte, el Ingenioso Hidalgo las ve venir de lejos; no se empecina en demostrar que su Dulcinea es la más bella del orbe; se muestra más tolerante; las reflexiones teológico-filosóficas abundan; Sancho parece haberse iluminado, departiendo con su amo-amigo a niveles impensables en la Primera Parte; desaparecen casi por completo las historias paralelas, siendo los dos andantes -por acción o reflexión- los absolutos protagonistas. En definitiva: han pasado diez años y Cervantes es otra persona; sus personajes son más él mismo; las estructuras de la Segunda Parte son absolutamente distintas; los personajes han evolucionado. Lo que ocurre es que dicha evolución es tan auténtica, tan extraordinariamente humana, tan genial, que parece la misma novela. Pero no lo es.

Esto me lleva a reflexionar -divagar- por algunos puntos que me inquietan. Si el verdadero artista se caracteriza por evolucionar en su obra, ¿podemos afirmar que el Arte no sea más que una sucesión de cambios estéticos, una cadena de rechazos a lo anterior? El auténtico genio creador, entonces, ¿no es más que un inestable insatisfecho, un múltiple renegado de sí mismo? ¿Cuál es la verdadera esencia de Stravinsky; su juvenil Consagración de la Primavera o su otoñal vuelta al Neoclasicismo, con la Sinfonía en Do Mayor? En Beethoven, ¿es más beethoveniana la locura musical desarrollada en la Gran Fuga para cuarteto -incomprensible aún para gran parte del público medio actual- que la Tercera Sinfonía, por estar aquélla al final de una trayectoria cambiante? ¿Son los Caprichos de Goya su obra cumbre, por el hecho de ser lo último en su producción? ¿Vivaldi es, entonces, un embaucador por repetirnos cuatrocientas veces el mismo concierto con ligeras variaciones? Intentaré poner un poco de orden en todo esto.

Siempre me ha llamado mucho la atención la necesidad de evolución de los grandes artistas de todo género. Pienso que llegar a conquistar un territorio, dominar un paisaje, colonizar unas tierras, hace que los hombres de bien se asienten, se establezcan y aren los campos, se multipliquen junto a sus ganados y quieran que los entierren en el cementerio familiar. Pero los aventureros se cansan, se aburren viendo la tierra que han conquistado; piensan, fabulan, imaginan nuevos territorios, nuevos parajes agrestes y sin cultivar. Es la aventura lo que los mueve. Lo que importa es el camino, no el sitio al que se llega. El artista verdadero es un aventurero, un caminante. No quiere repetir los mismos esquemas; sus obras anteriores, pasado el tiempo, le parecen ajenas; no se reconoce en ellas; es otro el que las hizo. Piet Mondrian pinta un árbol frondoso en 1908. En 1909, pinta otro árbol al que se le sale el color de las ramas. Un año después, el árbol se deforma hasta convertirse en un monocromo lío de elipses. De ahí salta a un lienzo ovoide con un montón de cuadritos flotantes algo indefinidos. Entre 1913 y 1914, Mondrian está pintando lienzos planos, esmaltados, con cuadros perfectamente definidos de colores brillantes. Por éste extraordinario territorio último, conquistado personalísimamente, Piet Mondrian es reconocido como un artista genial. ¿No es, sin embargo, el camino recorrido -la sucesión de puntos que conforman la línea- lo verdaderamente original? ¿No valen, en sí mismos, los anteriores árboles de Mondrian? Si el pintor holandés hubiera muerto en 1912, poco antes de llegar a su estética originalísima, ¿no hubiera sido igualmente un buscador infatigable?

Si Picasso no hubiera adquirido las estatuillas africanas que dieron lugar a una explosión incontrolada en su genial cabeza, ¿habría emborronado cientos de papeles, decenas de lienzos con los estudios preliminares de Las Señoritas de Avignon? No, por cierto; pero la presión creciente acaba por abrirse paso. No hay material en el mundo que haga detenerse a las fuerzas de la naturaleza desencadenadas. Picasso habría estallado por otro sitio. Tarde o temprano habría iniciado la deconstrucción de la imagen -hoy no parece tanto, pero es la revolución- y en sus obras se reflejaría, antes o después, la búsqueda. ¿Qué decir de los dos pequeños cuadritos de Velázquez -los Paisajes de la Villa Médici creo que se llaman-? ¡Son impresionismo puro y duro! ¿Qué hace Velázquez inventando el Impresionismo en 1650? ¡Huir! Pero ¿de qué huye? ¿Escapa del mundo oscuro y rígido de la Corte? No: no necesita escapar de su entorno, sino huir de su propio mundo interior, para él ya esclerotizado desde hacía tiempo. Ya en Las Meninas y en Las Hilanderas afloja el pincel y renuncia a definir los contornos –eso, que lo hagan los estudiantes: él tiene bastante con haber introducido el aire dentro del lienzo-; lo que Velázquez quiere es caminar.

Guillaume de Machaut, a mediados del siglo XIV, compone una Misa utilizando el mismo motivo temático tanto para el Kyrie como para el Sanctus, etc. ¿Qué es esto? ¡Esto es la Revolución! Machaut introduce la idea de unidad en la diversidad. Ha dotado de un esqueleto estructural a una obra conformada por diferentes partes. Ha articulado una misma mecida. Éste es el resultado formal de la búsqueda de Machaut, pero lo sustancial es siempre lo mismo: la evolución del artista. No son las rígidas conveniencias sociales de cada época -todas las épocas las tienen- las que constriñen la creación artística. Esto es absurdo, ya que el mundo expresivo del creador no se mueve en la realidad común, sino en las galerías internas de su caletre. Por descontado que el mundo y la época influyen decisivamente en la forma, pero no en la sustancia de la obra. Por ello me mueve a risa la afirmación tajante de aquéllos juramentados del siglo XX -Leo, cortando el pulpo, entre ellos-, supuestamente abanderados de la libertad creativa, afirmando tajantemente que "nunca antes, en la Historia de la Humanidad, ha habido más libertad para expresarse artísticamente que en el siglo XX". ¡Por favor! Esto es minimizar la capacidad de búsqueda del artista, hacerlo dependiente de lo que pase a su alrededor, de las normas de convivencia sociales del momento. No es así. El artista, en un hipotético ambiente de libertad total, tiene que crearse las condiciones idóneas para levantar el campo e irse. El entorno es importante, pero no decisivo. El siglo XX, entre otras novedades, ha traído la posibilidad de despreciar al público -como ya dije en otro artículo- sin que a uno lo encierren por ello; pero las condiciones internas del genio creador siguen siendo las mismas: la insatisfacción y la búsqueda.

Pero lo que me interesa es saber si el conjunto de la obra de un gran artista es producto de diferentes mecidas -sucedidas en el tiempo-, o se podría subir un escalón y considerarlo todo como el resultado de una gran mecida total, de la cual derivarían distintos movimientos separados en nuestra percepción del tiempo. ¿Por qué no? ¿No eran diferentes los movimientos resultantes del movimiento general del cuerpo de Cinta? Si a un artilugio, fabricado al efecto, se le dotaran de quince brazos de muy distinta longitud, y al extremo de cada brazo se le ataran quince cuerpos sólidos articulados, con sólo un primer vaivén del cuerpo motor los quince cuerpos de él dependientes adquirirían movimientos diferentes y en diferentes momentos, pues la energía motriz llegaría antes a los más cercanos, y más tarde a los más alejados espacialmente. Pero esta idea me parece demasiado determinista: sería como admitir que los genios nacen ya con un destino inexorable dispuesto en plazos concretos -quince brazos a diferentes distancias-; y eso no es así, porque la obra de los grandes artistas evolutivos no sólo se diferencia por etapas formalmente diferentes, sino -y sobre todo- por períodos estructuralmente distintos.

A partir de determinada ópera, Verdi compone un continuo musical, respetando la articulación dramática. Esto es un profundo cambio estructural. Beethoven, en sus últimos cuartetos, destroza la construcción en cuatro movimientos y llega a hacer hasta siete. Joyce dinamita la estructura novelística y crea un universo mental continuo con el Ulises. Cervantes rompe la estructura clásica de la narración al centrarse en el punto de vista del protagonista, sin necesidad de trufar la historia con cuentos orientales ejemplarizantes, en la Segunda Parte del Quijote.

Éstas son auténticas, profundas rupturas estructurales. Es evidente que, aunque el artilugio de quince brazos -de un solo movimiento- obtenga quince movimientos distintos en el espacio y en el tiempo, estructuralmente los quince cuerpos articulados responden idénticamente, pues es la misma mecida. Y aquellas rupturas que he traído como ejemplo, son cortes limpios en la producción artística; son producto del auténtico rechazo a la producción propia, el resultado de una búsqueda profunda. Y lo que es más importante: no sólo son rupturas del artista con su propia obra anterior, sino con toda la producción conocida hasta el momento; éstos son cataclismos en la Historia del Arte: agujeros enormes en la pared de una habitación opresiva, abiertos por los genios para salir, imprevisiblemente; y tras los que suelen ir los demás artistas, con mayor o menor fortuna.

Un curioso caso me ha llamado siempre la atención: Arnold Schönberg. Cuando este judío vienés -¡qué gran desgracia ser vienés!- escala el pedregoso camino de la disolución tonal, creando un nuevo universo dodecafónico, ¡empieza a componer pavanas, minuetos y valses! Quizás sea una exageración lo de los valses, pero el hecho es que Schönberg tiene en su mano la ruptura brutal no sólo con lo formal, sino con lo estructural y ¿qué hace?: empieza a componer respetando más que nunca las estructuras clásico-románticas. ¿Es una ruptura real la de Schönberg? Quizás sí con su propio mundo formal; la línea melódica –si es que alguien puede reconocer en el universo dodecafónico la melodía- va a ser definitivamente distinta de todo lo anterior. Pero ¿ha cambiado Schönberg su forma de estructurar las composiciones? Sinceramente, creo que no. Si hay algo que diferencia una mecida de otra, es la configuración de las estructuras. Anton Webern, discípulo de Schönberg, revienta realmente las estructuras con sus pequeñas Bagatelas, verdadero puntillismo musical. Incluso sin adoptar religiosamente el credo dodecafónico de su maestro, Webern hubiera pasado a la Historia por su música realmente nueva. Y ha pasado a la Historia, sí; pero a la sombra hipertrofiada de Schönberg, cuya aportación al lenguaje musical puede que haya sido crucial -estamos de acuerdo-, pero sólo en un plano formal, epidérmico. Mucho más profundo ha sido el cambio aportado por Webern, con su disposición sonora equiparable a un cuadro de Miró.

Las estructuras, las estructuras, ¡las estructuras! Ésta es la clave del asunto. ¿En qué obra de arte podemos comprender mejor la influencia decisiva del cambio estructural sobre el resultado formal? Se me vienen a la cabeza las catedrales góticas. ¿Cómo construir unas bóvedas más elevadas que representen el poder omnímodo de la Iglesia y dejen estupefacto a todo aquél que entre y mire hacia arriba? ¿Cómo sostener unos muros infinitos sin que los terremotos o las ventiscas los destruyan en miles de años? Pues añadiendo unos apuntalamientos exteriores en los que descarguen el peso la parte alta de dichos muros: los arbotantes. ¿Qué decir del aspecto inconfundible de las altísimas iglesias catedralicias con esos arbotantes que les infunden un aspecto de animal en tensión, de enorme monstruo pétreo agazapado, a punto de saltar? La altura permite abrir unos ventanales mágicos inmensos que llenen de luz multicolor el recinto sagrado. En definitiva: la estructura impone la forma. Esto es un avance extraordinario en la arquitectura y, además, deja en evidencia que son las estructuras las que deben cambiar para hablar de progreso en Arte (si es que realmente el Arte progresa; que ése es otro concepto, digno de un ensayo aparte). Pero me estoy metiendo en las mecidas generales de la Historia del Arte, y mi intención era reflexionar acerca de las mecidas individuales, de las rupturas del artista con su producción anterior.

¿No es llamativo que un individuo creativo abandone su forma de expresión y se adentre en las tinieblas de lo desconocido, renunciando al territorio conquistado? ¿Podríamos seguir llamando artesano a un alfarero que renunciase a seguir vendiendo botijos y comenzara a moldear extraños recipientes de dudosa utilidad salvo para la contemplación? Si sus clientes rechazaran la nueva producción y le abandonaran viendo que se niega a hacer botijos, ¿estaríamos ante un prototipo de artista romántico? Entrar de lleno en una mecida absolutamente novedosa y continuar en ella a pesar del desprecio general, ¿convierte la producción en artística? Y, por el contrario, mantener una línea estética exitosa y no querer cambiar la producción por temor a perder la clientela, ¿transforma la que empezó siendo producción artística en artesanal? Si los Rolling Stones hubieran crecido espiritualmente y hubieran comenzado a introducir formas disonantes en estructuras nuevas, dando paso -¡por fin! ¿lo veremos algún día?- a una nueva música pop completamente creativa y artística, ¿habrían vendido algún disco más? ¿Habrían conseguido llenar de público los estadios con sus conciertos? Desgraciada/afortunadamente, creo que no. Los Rolling Stones son, como tantos otros, un grupo clientelar; su líder no es un artista, sino una multinacional discográfica, una entidad megaartesanal, impersonal, diametralmente opuesta a la noción de progresión creativa. ¿Qué empresario renunciaría a los miles de millones de dólares generados por un producto que se vende bien tal como está? Los Rolling no sólo no son artistas, ni siquiera son artesanos: son, simplemente, botijos.

¿El hastío debe ser superior al reconocimiento general para que haya un cambio? Por ello mismo, ¿el reconocimiento general hace dudosa la propia producción a ojos del artista? Para Mozart, no. Ni tampoco para Beethoven, ni Velázquez, ni Shakespeare. El reconocimiento del público general reforzaba la sensación de buena línea. La evolución, la sucesión de mecidas en su propia obra, no estaba determinada ni por el aplauso ni por el desprecio.

Es una cuestión interna; una ansiedad por vivir más de una vida. Es más de una vida la que viven los verdaderos artistas. Parecen vivir en varios territorios, con distintas caras, distintas voces; no se reconocen en sus obras anteriores; abominan de su obra anterior; en muchos casos, abominan de sí mismos. Cuando mueren, paran de mecerse.

Los sismógrafos, entonces, hacen un balance del número de seísmos, comparan el terreno que había antes de nacer el artista con el que ha quedado después de morir éste; miran si las placas tectónicas han avanzado drásticamente, si ha habido auténticos cataclismos capaces de transformar los continentes del Arte. Dibujan los nuevos mapas y los dan a la imprenta. Los niños los estudian sin enterarse y los profesores los enseñan sin conmoverse, porque el Arte es una guerra que no se puede librar en las academias. Su campo de batalla no está en los colegios, ni en los conservatorios, ni en la Universidad. El Arte es un juego brutal, cuyas luchas son hacia dentro y siempre tienen un vencedor que se derrota a sí mismo. El Arte es escupir a la cara de los amigos.

Mientras tanto, un hombre solo, aparte del mundo por un instante, se mece al calor de una mano conocida. El tiempo pasa por su recalentada cabeza. El carrito del niño cruje rítmicamente entre las buscadas tinieblas del mediodía. Las resacas son cada vez más dolorosas de soportar. Pero la mecida es reconfortante. Mecerse es vivir. Mecerse es soñar... Soñar.



EDUARDO MAESTRE.
Mayo del 2001. Sevilla.

DESPRECIAR AL PÚBLICO


Opinar por escrito puede ser equivocarse eternamente. Aún así, equivocarse es mejor que no tomar partido, nunca, por nada.

Después de devanarme los sesos gratuitamente por temas que no son, ni serán nunca, del interés general -¿hacia dónde va el Arte?- y que, además, no responden a la lógica -se puede saber cuántos meteoritos caerán en la Tierra, cuándo y dónde, pero no hacia dónde va el Arte- , he creído encontrar algunos puntos que, si bien pertenecen al siempre agitado mundo de la controversia, también ofrecen -y quizás por ello- indiscutibles aspectos de interés.

Uno de estos puntos a que me refiero es haber creído hallar cuál es la característica que distingue al Arte de la segunda mitad del siglo XX de toda la producción artística de siglos anteriores; qué núcleo común comparten las disciplinas veintistas; en qué se diferencia taxativamente de los demás siglos; en definitiva: qué es indiscutible y marca con carácter propio las manifestaciones artísticas del siglo que agoniza.

El desprecio por el público: ése es el común denominador. Así, tajantemente dicho, suena terrible; pero no se me ocurre un modo mejor para expresar con suavidad esa sensación difusa que me transmite determinada actitud -claramente defensiva- que los artistas de muy distintas disciplinas, durante la segunda mitad del siglo que acaba, han tenido y tienen. Veámoslo.

La Pintura, a finales del XIX, quizás por un prurito de sofoco, comienza a sacar los colores de los contornos, a inundar de manchas sin perfil los paisajes con figura –ahí están las obras de Gauguin, de Vuillard. En la primera década del XX, el color, hecho dueño y señor de los lienzos, oculta la forma e impide al atónito espectador -que aún sigue comprando cuadros, no lo olvidemos- reconocer de inmediato una vaca en un paisaje de Kandinsky. Al mismo tiempo, Debussy nos quita la tónica de debajo de los pies y nos abandona, flotantes, en un universo modal; Stravinsky vapulea París con su Consagración de la Primavera; Joyce deja perplejos a los lectores con el Ulises; y Gropius, a la cabeza de la Bauhaus, revoluciona el arte arquitectónico junto a Le Corbusier.

Todos estos extraordinarios artistas se emancipan del siglo XIX, sí, pero no desprecian al público; muy al contrario, lo consideran parte esencial de su actividad creativa. Son pintores, compositores, literatos y arquitectos que pintan, componen, escriben y diseñan para y por un público que empieza a conocer la megadifusión -reproducción en cuatricromía, discos de pizarra, editoras multinacionales, etc.- y acude a las exposiciones a comprar cuadros, así como a los conciertos de estreno -como siempre- para ver si les deleitan los oídos con una nueva obra. Es un público que consume Arte. Pero centrémonos en la Música.

Manuel de Falla componía para estrenar y editaba para vender, al igual que Turina, Stravinsky, Ravel y los demás. Incluso Schönberg. Pero este último, arrogándose -¡ay!- la capacidad de decidir sobre la muerte del Arte, proclama en los años veinte que la Tonalidad está agotada, que las relaciones de tensión/distensión sobre los polos tonales ya no pueden dar más de sí y crea, desde presupuestos hiperracionales, el sistema dodecafónico. Más aún: acuña el término klangfarbenmelodie -melodía de timbres-, gracias al cual se le concede un valor intrínseco al sonido en sí mismo. Extraordinaria propuesta -no exenta de razón- la de Schönberg, si se toma como una declaración de estética personal. Discutible, sin embargo, el acta de defunción de la Tonalidad.

Sin la segunda Gran Guerra -sin la consiguiente depresión europea- no sabemos qué hubiera sido del serialismo. Pero la realidad es que hubo una posguerra mundial y que, en Europa, los compositores perdieron la referencia de la aceptación de sus obras por el gran público. El respeto al aficionado fue desapareciendo rápidamente. Tras Schönberg y Webern, los creadores de música, aceptando como un dogma de fe -y de distinción- la estética dodecafónica y el serialismo integral, abandonan casi en masa los caminos abiertos por Debussy y Stravinsky y se lanzan a una orgía de formas racionales asépticas -series, matrices, fórmulas matemáticas y azar semicontrolado- cuyo resultado sonoro rompe absolutamente con lo que el público de entreguerras conocía, esto es: la Música como resultado de una síntesis emocional.

La inspiración es sustituida por la construcción. Con ello no quiero decir que la música de Brahms, Bartòk o Mozart no responda a un claro proceso constructivo. Antes al contrario, la gran característica de la música artística de todas las épocas es la intervención constante de la construcción y el orden -la composición- por parte del autor. La diferencia estriba en que tal voluntad de control y orden se aplica, antes de la 2ª Guerra Mundial, a un magma inconsciente que deviene como resultado de todas las fuerzas emocionales y educacionales puestas en juego. No olvidemos en ningún momento que el Arte no es más -ni menos- que el inefable intento del Hombre de materializar el caos de su inconsciente de una forma catártica para él y para su entorno. La forma, luego, es lo de menos. Pero los autores postschoenbergianos no aplicaron esta construcción a la entidad irracional que todos los artistas deben tener, sino a una serie matemática, a una matriz numérica, a unos dados que, por azar, sacan el número doce -o siete: da igual-, sin permitir en ningún momento la menor aportación personal, quizás como reacción a un siglo XIX demasiado adentrado en el XX.

El caso es que el público, recién salido de la mayor catástrofe bélica de la Historia, se ve obligado a refugiarse en obras comprensibles, obras emocionales, obras musicales que conmuevan sus maltrechos espíritus; piezas en las que puedan reconocerse, verse representados; música, en fin, basada en un substrato de dolor, de alegría, de pasión; no basado en una serie matricial que no ha sido bombardeada, en unos algoritmos que no han perdido a su familia. Y los habituales consumidores de estrenos vuelven mayoritariamente sus ojos -sus oídos- a obras de autores desaparecidos -obras tonales, básicamente-, interpretadas por orquestas cada vez más extraordinarias y directores cada vez más divinizados.

La segunda mitad del siglo XX, por tanto, rompe absolutamente las ligaduras orgánicas que unían al compositor con el gran público. El artista creativo comienza a dar por sentado que la masa no está preparada para comprenderle a él y, como consecuencia, comienza a componer para un selecto círculo de colegas, incomprendidos también, y para una "posteridad" que lo juzgará como se merece.

Aparecen, pues, foros -ghetos musicales- en los que estos compositores cultos presentan obras completamente ligadas a un proceso racional en el que el autor interviene como simple servidor de las leyes matemáticas, sin aportaciones personales. En este proceso, se lucha por eliminar (y se consigue) algo fundamental en todas las Artes: la plasmación orgánica del complejísimo sistema de tensiones que la vida real produce en el subconsciente del artista; y que éste -por necesidad de cariño o por pura supervivencia- convierte en algo que goza de vida propia, de organicidad; ese algo no es otra cosa que la materia constructiva que el público recibe directamente en su subconsciente, sin necesidad de análisis técnicos previos. Hasta entonces, los aficionados a la Música habían dicho simplemente "me gusta" o "no me gusta"; pero jamás "no lo entiendo".

Cuando los panaderos deciden no hacer pan, sino muebles de metacrilato, el pueblo busca pan, aunque no sea del día. La industria discográfica, en plena expansión, se desarrolla y crece espectacularmente apoyándose en dos pilares: la música ligera y la música que vulgarmente conocemos como clásica -romántica fundamentalmente. La EMI, la Deustche Gramophon, la Decca, etc., vetan radicalmente a los compositores contemporáneos -que no venden- y potencian a los clásicos -que no cobran derechos de autor-, obteniendo pingües beneficios y sumergiendo, de paso, a generaciones enteras en una vorágine tonal y estática desconocida hasta entonces.

Los compositores contemporáneos desprecian olímpicamente al público y éste -cruel, como los niños- se ríe de ellos caricaturizándolos en películas y no asistiendo a sus conciertos -por otra parte restringidos-, sino a las manidas reposiciones de la Quinta de Beethoven. Schönberg, Webern, Varèse, Cage, Xenakis, Stockhausen, Boulez, Berio, Nono, de Pablo, etc., son grandes creadores, compositores de extraordinaria calidad que, conscientemente o no, han despreciado al público, han prescindido de la masa de gente que aplaudía a Mozart, que se asombraba con Beethoven, que vitoreaba a Verdi, que suspiraba con Chopin, que idolatraba a Wagner, que discutía a Debussy o que se cabreaba con Stravinsky, pero que iba a sus estrenos... ¡Y pagando!

Con el inicio de la Guerra Fría, las potencias occidentales –la CIA y los demás servicios de espionaje norteamericanos y europeos- se preocuparon muy mucho de iniciar y llevar al límite sutiles campañas para desprestigiar todas aquellas manifestaciones culturales sospechosas de pertenecer al ámbito de la Izquierda o del Comunismo. El Cine norteamericano de los 60’ se encargó de ridiculizar, además de a los psiquiatras –que ya era un tópico-, a los artistas de la bohemia francesa o londinense, presentándolos indefectiblemente como una panda de existencialistas entre la depresión y la frivolidad. Los compositores de vanguardia, ligados intelectualmente a la izquierda previa al Mayo del 68, enquistaron su posición, radicalizándose más aún: la brecha con el público medio estaba abierta; y era insalvable.

¿Cuántas generaciones son cincuenta años? ¿Cinco, cuatro generaciones? En cualquier caso, son generaciones suficientes para que, actualmente, el despreciado público, quizás no injustamente, desprecie al compositor vivo sin saber qué música compone. El aficionado actual -sus oídos acolchados por el suave terciopelo de la cadencia perfecta- no arriesga su dinero en una entrada barata para escuchar el estreno de un compositor vivo. Prefiere hacer cola toda una noche y gastarse un dineral en una entrada para La Traviata, o abonarse todo el año a un seguro y confortable colchón decimonónico -Beethoven, Schubert, Mahler- que, de seguro, no le dará quebraderos de cabeza -salvo si es Bruckner y padece de incontinencia urinaria.

Hay una nueva disciplina estética en la Música que, como todo lo emergente, tiene los contornos indefinidos. Es lo que se ha dado en llamar Nueva Música. Partiendo del Minimalismo, ha ido englobando muy diversas tendencias; entre las más destacables, encuentro la Música Étnica, un Jazz despojado de agresividad y una tendencia más que reseñable hacia la transparencia. Lo que más me llama la atención es que surge como cualificada reacción a todo lo que se ha hecho en la segunda mitad del siglo XX. Es reconocible y, por el momento, inclasificable, lo cual le otorga plena vitalidad e interés. En este cajón de sastre se han colado de rondón algunos impostores; imitadores que, proviniendo del Jazz o del Postromanticismo más hediondo, nos quieren vender productos que no son genuinos. Algún otro hay que, componiendo organa puros y duros, directamente plagiados de Pérotin, nos lo presenta como el colmo de lo moderno; incluso compositores que por su trayectoria estética pertenecen a la escuela de Darmstadt, ahora pretenden subirse al carro de la Nueva Música. Pero no pueden engañarnos: su producción pertenece a una época caduca.

Glass, Volans, Monk, Reich, Nyman, Mertens, Lygetti, Adams: compositores de profundas diferencias estéticas; cada uno con su lenguaje propio, estructurado, profundamente personal y de alta calidad, son los compositores del final del milenio; y aunque no pertenecen plenamente al siglo XXI, indiscutiblemente lo anuncian. Con ellos se acaba el gheto voluntario. Comienza la recuperación del aficionado, el aprecio por el público. Su música puede incluir sistemas compositivos radicales conseguidos en el siglo que expira, pero éstos se engloban dentro de una estructura superior; no se utilizan como arma arrojadiza con la que masacrar a los no iniciados, ni como la bandera de una secta fanática.

El siglo XXI está ya bajo nuestros pies. Ya ha comenzado la recuperación de la confianza y el interés -poco a poco: el desprecio ha sido muy grande- del aficionado medio hacia los compositores vivos.

A finales de Marzo del 98 fui a una asamblea de músicos de plectro de toda España, celebrada en Murcia durante dos días. En una de las intervenciones que tuve, hablé de la necesidad de interpretar música original para plectro, compuesta por compositores vivos; insistí en ir abandonando paulatinamente las transcripciones y el repertorio clásico. Cuál fue mi sorpresa -gratísima, por otra parte- cuando representantes de, al menos, cuatro orquestas y cinco grupos de cámara se me acercaron en un descanso para presentarse y encargarme obras originales para plectro. ¡Los intérpretes también son público! Quieren estrenar y depositan su confianza en los que saltamos en la cama elástica de la Composición. No se les puede decepcionar. Yo no les voy a volver la espalda. Si mi música no gusta, será porque no me sale mejor, no porque no me entienden. Hay que hacer música de calidad pero pensando que el destinatario final es el público de hoy, no la posteridad. Y, aunque no se hagan concesiones, no se debe volver a despreciar al aficionado como si no entendiera nada. Ese ha sido el error de los compositores del siglo XX. Y lo estamos pagando los desconocidos del siglo XXI.


Eduardo Maestre. Septiembre del 98.

LA MELODÍA Y EL ENEMIGO



La supervivencia, pese a quien pese, es el motor que me hace hacer cosas. La posibilidad de proyectar –de manera subyacente, irracional- mis genes para la eternidad es lo que me hace enamorarme, desear a las mujeres. El hambre es lo que me hace comer. El sueño persistente es el que me obliga a contestar desairadamente a las personas que me hablan antes de que desayune; o de madrugada, cuando lo que yo quiero, realmente, es dormirme y desconectar del mundo real.
Las necesidades primarias delimitan mi vida, con precisión inapelable.

Pero no vivo aislado. A mi alrededor hay cientos de personas; miles, cientos de miles; millones, miles de millones de seres humanos a cuyo alrededor, igualmente, vivo yo. He tenido que amoldarme, adaptar la satisfacción de mis necesidades básicas en función de la de los otros. Vivo en una tribu; en una supertribu.

Mi existencia es tribal; reconozco de un vistazo a mis familiares, a mis amigos, a mis compañeros de trabajo, a mis vecinos. Todos ellos conforman una lista a la que he añadido otra de conocidos virtuales, tales como presentadoras del Telediario, periodistas famosos, cantantes de moda, futbolistas ubicuos, políticos omnipresentes, etc. Y hombres históricos, tales como Cervantes, Beethoven, Mondrian, Julio César, Monteverdi; amén de personajes de ficción que ocupan un lugar destacado en el imaginario colectivo: Don Quijote, Cyrano, Leopold Bloom, Doña Inés, José Arcadio Buendía, Hamlet, La Regenta, Don Mendo, Lázaro de Tormes…

Voy por la calle andando y no puedo evitar mirar las caras de todos y cada uno de los viandantes. En un rapidísimo escaneo, los descarto como conocidos; si me cruzo con una cara que me suena, busco en milésimas de segundo dentro de mi banco de datos y, salvo que no haya desayunado adecuadamente, le adjudico su nombre, calidad subjetiva, extracción social y un breve curriculum emocional antes de decirle “Paco! Dónde vas?”

Puede ocurrir -pero es muy extraño- que alguien se te acerque por la calle y te diga “Hola, Manolo; llevo todo el día llamándote al móvil y no lo coges, tío!”. Es muy extraño, por dos motivos: porque yo no me llamo Manolo y porque, en la distancia corta, nadie confunde a un desconocido con uno de su círculo.

Sí ocurre, en ocasiones poco frecuentes –pero ocurre-, que, tras presentarnos a una persona y hablar con ella durante unos minutos, nos queda la sensación de que la conocemos de algo; es más: solemos abrir la boquita para decir “Yo no te conozco de algo?”, a lo que la otra persona suele decir que no. Aunque a veces confiesa que tu cara le suena, y entonces comienzan los partes de corresponsal de guerra : “Tú has estudiado en la Facultad de Filología? No? En el Conservatorio? Tú haces remo? Frecuentas las exposiciones de Filatelia Maorí?”; y se da un repaso a ese tipo de círculos que son como los tarros de formol de las alacenas de la memoria. Al final, desiste uno de ubicar al recién conocido y admite -con resquemor y cierto malestar- que, sencillamente, no lo conocía de nada.

Pero son casos raros. Normalmente, uno tiene muy claro a quién conoce y a quién no. Porque la percepción visual global, inmediata, es una de las herramientas más perfectas del cerebro. Es fundamental reconocer a los de nuestro propio círculo en milésimas de segundo. Y, especialmente, percibir a los desconocidos como tales; porque no podemos abordar a todo el mundo en el tren, como si fueran nuestros primos hermanos. Los demás delimitan nuestra realidad, contornean nuestro entorno, dibujan nítidamente cuál es nuestro universo personal. Aunque esta capacidad de definir como desconocido, en una fracción de segundo, a alguien que uno se cruza por la calle, no se la debemos a las normas de cortesía, sino –creo yo- a la necesidad animal de ponerse en guardia ante posibles amenazas.
Pregunten ustedes a los gorilas si son capaces, o no, de discernir quién está subiendo la colina boscosa; interroguen a los miles de ñúes del Serengueti acerca de las intenciones de ese gato enorme que enteramente parece que no es un ñu; inquieran a los yanomami si ese tipo alto, sonrosado y con cámara Betacam al hombro forma parte de su tribu; o a los socios del Real Betis Balompié, una tarde de domingo, si son de su mismo club esos que llevan bufanda blanquiazul. Pregunten, pregunten: ya verán qué precisión a la hora de discernir entre ellos y nosotros.

Normalmente, tardo algo más de un segundo en reconocer a un amigo con el que, inesperadamente, me cruzo por la calle; pero ni una milésima en constatar que ese tipo que pasa a mi derecha con un paraguas gris es un perfecto desconocido: alguien con quien no tengo relación alguna; alguien que podría invadir mi espacio, mi sendero de desplazamiento; alguien que podría asaltarme o sencillamente fastidiarme con preguntas tales como dónde está la Avenida de la Constitución, o tiene usted hora, o dónde se coge el 33.

Reconocemos inmediatamente al posible enemigo. Tengamos en cuenta que nos hemos pasado cientos de miles de años viviendo en parajes agrestes, cercanos a un río, defendiendo posiciones envidiadas por otras tribus. Yo, hace 40.000 años, aseguraría mi existencia y la de mis compañeros de tribu gracias a la capacidad de reconocer, a cientos de metros de distancia, a alguien ajeno a mi entorno -con certeza un agresor.
No reconocer a un enemigo, no dar la voz de alarma, implica dejarte expulsar de la cueva, ceder el territorio, perder a tus seres queridos estúpidamente; morir, con toda probabilidad.

Esta facultad de sorprendente inmediatez, la de reconocer al enemigo, es la que nos permite, de dos o tres trazos genéricos, reconocer casi cualquier cosa, sean objetos o sujetos. Nuestra actitud, a partir de que reconocemos la cara de alguien, es la de relajar la actitud (a menos que sea la cara del inspector del Conservatorio de La Línea, en cuyo caso nos asaltan impulsos asesinos): no hay que dar la voz de alarma; nos podemos demorar en saber si es la señora del kiosco, que va de compras, o el camarero del bar de abajo, que viene del médico.
E integramos rápidamente los atributos que conforman a esa persona conocida. Recurrimos al inmenso banco de datos: le atribuimos el timbre de voz; el gesto habitual; la inevitable carga social llena de prejuicios (importantísimos, los prejuicios), y seguimos nuestro camino; o nos detenemos para charlar, si consideramos que debemos hacerlo.
En definitiva: singularizamos a la persona; la re-conocemos.

En el cine (iba a decir en el teatro, pero poca gente va al teatro, en comparación con los que vamos al cine o nos bajamos películas de internet, ilegalmente), cuando aparece por primera vez uno de los personajes, mantenemos una actitud expectante hasta que el personaje en cuestión se manifiesta: es el Bueno; o el Malo; o el Héroe; o el secundario gracioso. A partir de ese momento, tomamos partido, a favor o en contra; esperamos mucho de él, o no lo tenemos en cuenta para el desarrollo de la acción dramática. Pero lo reconocemos, con todos los atributos de los que le han dotado el guionista y el director de la película. Comprendemos sus evoluciones, su peripecia emocional.

Lo de los actores y el cine es cosa curiosa: hace años, fui a Barcelona para dar un concierto en la Casa Batlló, esa maravilla asombrosa del cerebro de Gaudí. Nos instalamos, los del trío Fine Plectrum, en un hotel de cuatro estrellas (el alojamiento, por supuesto, corría por cuenta de la organización del evento). Al bajar del taxi con los instrumentos y el equipaje, de la puerta del hotel salía un tipo cuya cara me era tan familiar, tan conocida, que no tuve más remedio que saludarle; es más: me alegré de verlo; lo saludé con una sonrisa, como si lo conociera de toda la vida. Era Carmelo Gómez, un actor que siempre me ha gustado. Lo había visto como cura lujurioso y atormentado en La Regenta; como secretario enamorado en El Perro del Hortelano; como padre de familia en Secretos del Corazón, y como muchos más personajes en otras tantas películas.
Carmelo Gómez siempre me ha caído bien. Es un tío convincente. No es un actor guapo, sino de carácter; su dicción y su voz se han educado -con certeza- en el teatro, por la claridad y la proyección que tiene al hablar; los personajes que ha encarnado son hombres complejos, veraces, reales. Los atributos psicológicos que tiene, para mí, son de cercanía y atracción personal. Por todo ello, me alegraba de verlo. Todo fue tan rápido, que no me di cuenta de que era Carmelo Gómez; no me dio tiempo a percatarme de que en realidad no lo conocía personalmente, y, sobre todo, de que él no me conocía a mí. Aún así, mi saludo fue tan empático que el pobre hombre no tuvo más remedio que corresponderme y, extrañado de sí mismo, me saludó también.

Dejando a un lado las anécdotas que se derivan del hipotético conocimiento de los actores, actrices y cantantes de moda -que realmente no es tal cosa, porque es un reconocimiento unívoco, unidireccional: nosotros los conocemos a ellos; ellos no saben ni que existimos-, lo cierto es que, gracias a la facultad de distinguir de un vistazo si reconocemos o no a la gente entre la que nos movemos, marchamos con ciertas garantías de supervivencia por el mundo. Y además, ahorramos energía comunicativa.

Pero este escrito aún no ha conseguido entrar en la cuestión central de la que pretendo hablar. Abordémosla sin más contemplaciones. Bien, ahí va: creo que lo que conocemos como melodía, o motivo melódico, no es otra cosa que una sublimación, una variante abstracta de esta capacidad de reconocer a las personas de nuestro entorno.

Ya lo he dicho. Defendámoslo.

Hace unos días, conduciendo por la autovía Jerez-Los Barrios en dirección a La Línea de la Concepción (en donde estoy exiliado -para dos años- por la Consejería de Educación, prestando servicios como profesor de violoncello en el conservatorio de dicha localidad, frente al Peñón de Gibraltar), me pregunté por qué sigue disfrutando del favor del público el recurso ya tan trillado de la melodía. Y de repente vi, con la claridad propia de los ensueños, que la melodía sigue funcionando óptimamente como medio expresivo por la sencilla razón de que responde a nuestra capacidad de discernir y discriminar a individuos concretos del totum revolutum cotidiano.

Sin entrar en análisis propios de la Gestalt, lo cierto es que cuando vemos una moto no vemos primero un manillar, luego dos ruedas, más tarde dos cilindros, finalmente un asiento, y por eso decimos “esto es una moto, y no un coche”, sino que, directamente, sabemos que es una moto. Hemos desarrollado la extraordinaria capacidad de reconocer el Todo sin tener que sumar las Partes que lo conforman. Incluso cuando vemos el inmenso cartel de Coca-Cola, no leemos co-ca-co-la; es más, no leemos nada: sabemos que ahí pone Coca-Cola; no en vano, los años y años de trato cotidiano con la multinacional, con las curvas sinuosas de sus ces mayúsculas, su guión central y su color rojo, nos permiten reconocer la marca sin necesidad de iniciar el proceso de lectura: es, ya, un tótem.

Al escuchar una melodía de cualquier género, la delimitamos, la dibujamos imaginariamente, la discriminamos con claridad del resto del discurso. Un oboe cantando por encima del tutti orquestal en la Pastoral de Beethoven, en el sentido físico-acústico, no es más que un sonido, un timbre añadido al runrún polimórfico que se desarrollaba anteriormente a su participación; pero la voluntad artística del compositor ha codificado y configurado de tal manera dichos sonidos, que nuestra capacidad de reconocimiento de estructuras nos permite decodificarlos y, al igual que estructuramos gestálticamente un manillar, dos ruedas y un faro, y sabemos que es una moto, reconocemos dicha sucesión de intervalos, pulsos y silencios como una melodía. Y, de la misma manera que la acera sobre la que está aparcada la moto la discriminamos de la moto en sí misma, delimitamos perfectamente, sin necesidad de conocer los rudimentos de la Música, dónde empieza y acaba la melodía que se destaca (la cual, por cierto, no se destaca, sino que nosotros destacamos).

Vayamos aclarando algunos conceptos. Un bajo continuo, al igual que un walking bass en el jazz, son, en el sentido lato del término, melodías; tanto el violonchelista de peluca gris como el contrabajista de larga coleta sitúan una nota detrás de otra: todas ellas con un punto de partida, una dirección y una serie de metas cortas y largas. Pero no están definiendo una forma cerrada; no están dibujando un fenómeno orgánico autónomo -y reconocible por el público- como aquél que conocemos como la melodía; la función del violonchelista barroco o del bajista neoyorquino consiste en iluminar el terreno armónico sobre el cual se pasean otros elementos de la escena musical; su interválica abunda en grados conjuntos, y está sujeta a una estructura vertical claramente definida; la melodía resultante de este caminar, sujeto a las armónicas cadenas tonales –tan newtonianas-, carece de personalidad distinguible.

La Melodía tiene una estructura propia, una interválica única, una articulación interna exclusiva. Las primeras cuatro celebérrimas notas del Primer Movimiento de la 5ª Sinfonía en Do menor, op. 67, de Beethoven (sol, sol, sol, mi bemol...) son, por muy manidas que estén –la responsabilidad de esto último no es de Beethoven-, un prodigio de carácter y de economía de medios. Es una célula melódica inconfundible, construida con dos miserables notas (sol –pulsada tres veces- y mi bemol) y una articulación simplicísima. Una maravilla de efectividad. El público que acudió a su estreno, limpio de espíritu en lo tocante al abuso inaudito que de esta obra se ha hecho luego, la oía por primera vez y, sin embargo (y a pesar de sufrir cuatro horas de interminable programa, íntegramente constituido por obras de Beethoven), reconoció inconscientemente este motivo como el personaje del drama que se iba a desarrollar ante sus ojos (dentro de sus cerebros, que es donde se cuece la acción musical).
A decir verdad, el público que acudió al estreno de la Quinta de Beethoven no reconoció esas cuatro notas como un personaje hasta que dicho motivo empezó a aparecer por todos lados, en todas las formas y maneras posibles: invertido, ampliado, reducido, exprimido hasta las mismísimas entrañas. La sensación del oyente, tras haber oído la famosísima introducción de la sinfonía de la que hablo, sería cercana a ésta: “Algo va a pasar con estas cuatro notas”.
Evidentemente, la peripecia estructural a la que la Bestia de Bonn sometió ese motivo melódico, colmó las expectativas de la audiencia mucho más allá de lo habitual, consiguiendo que se asociara dicha melodía –después de muchos conciertos, y de la inestimable ayuda de E.T.A. Hoffmann- a toda una suerte de figuras fantasmagóricas, tales como el Destino, la Muerte y demás chorradas.

Pero qué nos ocurre cuando acudimos al estreno de una buena película de la que aún no sabemos nada? Pues que nos mantenemos a la expectativa, intentando discriminar el papel de unos actores del de otros, configurando de alguna manera, siquiera sea provisional, un mapa emocional de aquello que estamos viendo. De cualquier modo, un personaje -cuando es de carácter- deja claro, desde su primera aparición, que va a ser el protagonista; o, al menos, parte fundamental en el desarrollo de la acción dramática.

He tomado un ejemplo extremo de caracterización cuasi psicológica de una melodía. Pero existen cientos de miles de unidades melódicas inconfundibles, todas ellas con características exclusivas. Inventar una melodía no es difícil; lo complicado es dotarla de carácter, hacerla imposible de confundir con otras. Crear un segmento melódico interesante les ha permitido a los compositores, desde el Renacimiento hasta hoy, manipular dicho segmento e impregnarlo de contenido dramático. Los préstamos, tales como La Marsellesa en la 1812, de Tchaikovsky, funcionan de igual modo: Tchaikovsky la expone, la sugiere, la retuerce, la destroza… Nos pinta el himno nacional francés de mil y una maneras, haciéndolo partícipe del desarrollo de la acción, personificándolo hasta casi poder verlo físicamente.

Las melodías bien construidas (si se me permite la expresión); las melodías que funcionan, pueden ser sometidas a vejaciones sin límite, casi sin riesgo de que se disuelvan los sutiles lazos interválico-articulatorios que la conforman. El compositor puede ampliarlas, reducirlas, octavarlas en zigzag, deformarlas hasta la caricatura sin que dejen por ello de seguir siendo reconocibles. Qué característica es ésta, común al Teatro, a la Novela o al Cine?... Pues nada menos que la posibilidad de la peripecia.

En la Novela, la Peripecia es lo que nos mantiene interesados en la lectura. La peripecia personal a la que el autor somete a los personajes, puede llevarlos hasta el límite, pero éstos siguen manteniendo las características personales que les hacen existir como entes, como individuos.
Qué va a ser del Caballero de la Triste Figura, en su soledad auto impuesta entre las peñas, dándose cabezazos contra éstas? Qué nocturno y terrorífico ruido es ése, que hace cagarse en los pantalones a Sancho? Conseguirá evitar Leopold Bloom que el Paisano con el que discute en la tasca miserable le acabe partiendo una botella en la cabeza? Cómo ha llegado José Arcadio Buendía, atado al castaño, a comunicarse exclusivamente en latín?

La peripecia personal, el avatar caprichoso del autor (del Destino, del Azar, del Vacío, de Dios) es lo que establece un paralelismo entre el personaje y el lector. El lector, el espectador, sufre las inclemencias por las que el personaje pasa. En la música melódica “artística” (entrecomillo por no dar una larguísima explicación: confío en que ustedes entiendan qué sea música artística), la personificación de la melodía se consigue a través del avatar estructural al que la somete el compositor; de simple motivo melódico, pasa a ser un personaje que se mueve en un paisaje armónico-tímbrico, viéndose sometido a presiones y distensiones sin más límite que la deformación total, momento en el cual ya dejaría de ser reconocible por el oyente, y por lo tanto, no-interesante; exactamente igual que ocurre cuando un personaje de cualquier película ha dejado de ser creíble: que nos aburrimos y nos vamos del cine.

La utilización de la melodía como personaje ha sido un recurso fundamental de la Música; a partir del siglo XIX, particularmente. Llevando al extremo este recurso, se encuentra uno con el leitmotiv, atribuido a Wagner; y digo atribuido porque encuentro leitmotiv desde Monteverdi hasta Schubert; eso sí: sin pretensiones de creación del recurso. Pero ciertamente es Wagner el que, rozando el paroxismo, da una vuelta de tuerca y convierte no ya la melodía en personaje, sino el personaje en motivo melódico, motivo que arrastra como un sambenito a lo largo de toda la obra. Wagner atribuye al personaje una melodía propia, como una característica más; como si dijera “este hombre es rubio, alto, triste; y sobre su cabeza revoloteará, constantemente, esta melodía”. En mi opinión, el teutón poseído de sí mismo dio varios pasos atrás y perdió el terreno ganado al océano de lo psicológico por Beethoven; mientras que el de Bonn dotó de personalidad y peripecia a la Melodía, Wagner la jibarizó, minimizándola a característica que acompaña al personaje. Es decir: en Beethoven, la música se personifica, sufre y se transforma mediante epifanías sucesivas; en Wagner, la Música necesita del Teatro para sustentarse psicológicamente, ya que el que sufre los avatares del Destino es el personaje, del cual el leitmotiv es sólo una característica más (a pesar de las transformaciones que sufra dicho motivo melódico, ya que éstas son en función del personaje al que acompaña como una sombra).

Lo admito: no me cae bien Wagner… No sé si será porque mi quinto apellido es Elías, o por la verborrea pangermanista del Idealismo alemán que gastaba el insigne autor de óperas. El caso es que, pese a reconocer su extremado arte (en el sentido de ars, o techné), creo que el concepto psicológico de melodía, que va asumiendo un papel orgánico y progresivo a lo largo de toda la historia de la Música, en manos de Wagner se instrumentaliza, quedando despojada de su libre albedrío. La melodía, en el ario soberbio, se me antoja no un personaje, sino una suerte de guiñol.

Los autores de teatro (o los actuales guionistas de cine, sometidos a la presión del mercado) que crean personajes inorgánicos, están abocados al fracaso. Un personaje inorgánico es aquél cuyas particularidades no son consecuentes entre sí. Es decir: el clásico detective norteamericano de los 70’, urbano y resabiado, es convincente cada vez que dispara a la cabeza de un asesino contrastado mientras le suelta una frase cínica (“Alégrame el día”, que diría Clint Eastwood; “Sayonara, baby”, en boca del gobernador de California), pero cometería lesa ficción si, acto seguido, se pusiera a reflexionar metafísicamente sobre la tropelía que acaba de cometer impunemente, sobre la bestialidad que supone tomarse la justicia por su mano, o sobre la insoportable levedad del Ser: eso no habría quien se lo tragara.

Lo que se conoce como caracterización del personaje es la serie de parámetros psicológicos y conductuales atribuidos de forma coherente, orgánica, a un personaje de ficción –cualquiera- que haya salido de la pluma de algún escritor. Si nos encontramos frente a un corpus orgánico, nos convence; si no, cerramos el libro, cambiamos de canal o, directamente, nos salimos del cine. Para construir un personaje orgánico, los novelistas de calidad han dejado siempre fluir su subconsciente; el magma inconsciente del artista ha sido siempre la fuente de la que mana lo verdadero en Arte, por muy artificioso que pueda aparecer formalmente. Cuando un personaje ha sido creado sin convicción, sin la participación directa de la summa spiritualis del novelista, siempre queda como descabalgado de la acción en la cual se desenvuelve.

Una melodía dodecafónica (sic) se construye desde presupuestos formales. Es decir, a Schönberg ya no le satisface la tonalidad, por muy arriesgada que sea en el uso de alejamientos, de pivotes tonales, de politonalidad incluso; y crea un universo paralelo: la serie dodecafónica. Esto, en la Historia de la Música, equivaldría a que a Rocco Siffredi (el mítico actor porno) ya el sexo común y corriente no le excitara, y, en vez de dedicarse al maravilloso mundo de la aberración (o directamente abrazara la Mística del siglo XVII español), dictaminara que el Sexo ha muerto –como lo conocemos desde hace miles de años-: que el coito ya no sirve, y que el verdadero sexo debemos practicarlo envueltos todos en papel aluminio de la cabeza a los pies. Si a Rocco Siffredi, o a cualquier hijo de vecino, no le satisface ya el sexo común y corriente, está en su derecho de practicar cualquier sublimación de éste (por ejemplo, escribir artículos sobre Estética), pero no puede arrogarse nunca el privilegio de dictaminar la muerte del Sexo en general.

Esto, y no otra cosa, es lo que hizo Schönberg: “como a mí no se me ocurren nuevas combinaciones sonoras capaces de conmover al público ni a mí mismo, expido el certificado de defunción de la Tonalidad, me invento otro sistema (extraído, por descontado, del sistema tonal), lo doto de normas inflexibles –nada mejor que la inflexibilidad para hacerse valer en el período de entreguerras europeo- y lo echo a andar”.
…Cuántos prejuicios! Cuánta intolerancia larvada, la del teórico vienés!

La melodía derivada de este sistema inflexible (nunca tres notas consecutivas susceptibles de ser consideradas como un acorde consonante desplegado; no repetir nunca una nota de la serie hasta que no han sonado las de la serie completa, etc.) prácticamente no participa del bullir interior del subconsciente; es una melodía resultante de una estricta normativa. En general, es una construcción sustentada en la constante negación de un sistema previo; por esta misma esencia negativa, carece de organicidad, entendiendo dicha organicidad como la capacidad de condensar y codificar impulsos internos que el oyente medio puede decodificar y traducir en emociones. La melodía dodecafónica es un personaje descabalgado, construido desde presupuestos hiperracionales. Es por ello que no podemos reconocerla como personaje al que le ocurra la peripecia; a pesar de que, si a alguna melodía le ocurren peripecias, ésa es la dodecafónica: nada más hay que analizar una pieza de Webern o del mismo Schönberg para darnos cuenta, con estupor, de la cantidad de padecimientos que soportan las series utilizadas (al margen de las retrogradaciones, inversiones, etc.), convirtiéndose el análisis de las mismas (el análisis sobre el papel, claro: el otro, durante el concierto, es casi imposible) en una suerte de cábala.

Asistir a un concierto de música dodecafónica estricta es como ir al cine a ver una película cuyos personajes se desdibujan nada más aparecer; cuya acción es indefinible, porque no está sustentada por peripecia alguna. Y no me refiero a que no sean azarosos y complejos los avatares a los que somete el cabalista/compositor a la serie que emplea; evidentemente, hay una voluntad, por parte del autor, de que ocurra algo. Pero en la música dodecafónica, a pesar de que indudablemente hay acontecimientos, no logramos saber cuáles son, ni a quién le acontece. Porque no logramos identificar al personaje central, conocido como melodía.

No ocurre lo mismo con la música atonal no dodecafónica: en ella, se dibuja el personaje con nitidez, y, si bien la peripecia a la que se le expone no entra ya en la clásica manipulación del entorno tonal, sí se reconoce al personaje melódico y la acción a la que se ve sometido. A Hindemith, a Messiaen, a Ligetti, se les sigue la peripecia interna con nitidez.

La música que se conoce como atmosférica (en realidad, la música sin melodía protagonista) es interesante porque, al carecer de personaje -y por lo tanto de peripecia-, nos permite ejercitar la capacidad de mirar sin ver: exactamente igual que cuando paramos al borde de la carretera durante un viaje para asomarnos a uno de esos balcones reforzados que los funcionarios de Medio Ambiente -o vaya usted a saber de qué otro organismo público- han decidido poner en el lugar que han considerado idóneo para ser un mirador. Desde allí, y en el silencio con el que la naturaleza suele aterrorizarnos, nos dedicamos a mirar. Miramos. Contemplamos un valle rodeado de verdes montes, con su riachuelo al fondo, salpicado de peñas lavadas por la corriente. No ocurre nada. Sólo miramos. La parálisis nos abruma. No hay nada que ver: es sólo para mirar. Enfín…

Mención aparte merece la melodía minimalista. La música compuesta por Reich, Mertens, Riley, Glass, etc., con todas sus diferencias entre ellos, presenta un personaje melódico extático. Las melodías minimalistas (las repetitivas, o las acumulativas por pequeñas células, o las algorítmicas) nos presentan un personaje embebido en su entorno, de peripecia reiterativa, encerrado en un ámbito de acción mínimo; quizás sin esperanza de acción alguna, pero sin sufrir por ello una vivencia dramática. Considero que el personaje melódico minimalista representa crudamente al ciudadano medio postmoderno, que disfruta del estado del bienestar, pero del que no se espera –porque no puede esperarse- acción heroica o dramática alguna: los funcionarios de la Administración, de la Educación o de Cultura, asistiendo compulsivamente a conciertos, a exposiciones (instalaciones o performances); la inmensa clase media, jugando al squash los fines de semana; las mujeres profesionales liberales, asistiendo al yoga o a la danza del vientre los martes y los jueves…
Occidente duerme, creyendo que no hay necesidad de revolución: para qué? ¿Para poner en riesgo este éxtasis, esta aurea mediocritas? La melodía minimalista refleja extraordinariamente esta situación del Occidente precataclísmico que tenemos.

Somos, básicamente, espectadores. El sentido de la vista sigue siendo el más importante para la supervivencia. Nuestra capacidad para reconocer organismos complejos y discriminarlos del totum revolutum es la que nos permite sobrevivir en nuestro entorno. La catarsis, desde Sófocles, sigue vigente. Nada nos interesa más que aquello que refleja de algún modo nuestro padecimiento, bien sea homeopática o alopáticamente. Reconocernos en un personaje nos conforta o nos pone nerviosos, pero no nos deja impasibles; seguir las aventuras de un héroe mítico nos conmueve, igualmente. La misma capacidad para reconocer -de lejos- a un enemigo o a un antiguo amor es la que nos sirve para construir una imagen clara de qué sea una melodía. Equiparar la peripecia que le acontece a dicha melodía, en el decurso de la música en la que se inscribe, es una forma profunda de catarsis; porque la Música no esgrime panfletos, ni ideologías, ni dogmas, sino que va directamente a la esencia de las estructuras que subyacen en el fondo de la misma acción. La Música es la apología de la acción.


Eduardo Maestre
La Línea de la Concepción (2007)- Jerez de la Frontera (2008).