Literatura

Clica.

lunes, 27 de abril de 2009

EMPRENDEDORES Y EMPRESARIOS


Sevilla es la ciudad en la que nací, y en sus calles ha transcurrido la mayor parte de mi vida; y en sus bares, en sus comercios, en sus cines; y en las casas de mis amigos. Es la ciudad que mejor conozco, y, aunque el tema del que voy a hablar creo que podría extrapolarse a otra ciudad cualquiera del mundo (salvo, quizás, los emporios del negocio), sólo de Sevilla puedo lanzar la hipótesis de este artículo, la cual es la siguiente:

en Sevilla hay empresarios, pero no emprendedores.

Dicho lo cual, procedo a desarrollar la serie de sensaciones que me hacen desembocar, una y otra vez, en dicha afirmación.

Los montañeses -cántabros, fundamentalmente- que se vinieron a Cádiz y a Sevilla a montar su negocio de ultramarinos a mediados del siglo XIX, representan eso que yo llamo empresarios, y que nada tiene que ver con el concepto que tengo de emprendedores. Ya se sabe qué es un ultramarinos, como se conoce comúnmente: una tienda oscura, regentada por uno o dos miembros de la misma familia, cuyo local, generalmente antiquísimo, está dividido en dos: un mostrador de madera o mármol, con las paredes atiborradas de latas hasta el techo; y otra parte, más hacia el interior de la cueva, en la que se despachan vinos y pequeñas tapas.
Éste es un negocio que en Sevilla siempre ha marchado bien. Y, pese a las grandes superficies tales como los Carrefour, los Hipercor y demás, aún sobrevive. Ahora se les llama desavíos; e incluso he escuchado a algún compañero de conservatorio –de otras latitudes no andaluzas- llamar a estas tiendecitas con el nada castizo nombre de seven-eleven, por muy asombroso que parezca. El caso es que estos ultramarinos, desde mi óptica personal, representan el espíritu inmóvil de los empresarios sevillanos, que montan su negocio, aseguran su clientela, llenan el buche de su familia y engordan a base de no expandirse.

Un negocio familiar sevillano (una zapatería en el centro, un bar de caracoles en un barrio de la periferia, una mercería, una tienda especializada en manualidades cercana a la Facultad de Bellas Artes, etc.) nunca comprende dentro de sí la necesidad de extralimitar su función básica -función que consiste en asegurar las ganancias y poco más. Si invierte alguna vez, es para remozar la tienda o el bar, o instalar aire acondicionado; suelen ser mejoras físicas, domésticas, pero no expansivas. Mejoras efímeras, que en nada afectan a la extensión del negocio a otras esferas.

Y es que, al igual que ocurre con el maniqueísmo que nos rodea desde que nacemos hasta que morimos, y que suele lanzarnos a los lugares comunes más insufribles (Humanidades versus Ciencias; Naturaleza versus Tecnología; Estética versus Funcionalidad; etc.), tenemos la manía de separar las especialidades en las que podemos desarrollarnos como si ya, desde nuestro nacimiento, nos tocara con su varita LOGSE un hada madrina y nos decantara hacia una vocación específica; y, peor aún, hacia una especialidad dentro de cada vocación (médico, pero cirujano; cirujano, pero cardio-vascular), cerrándonos para siempre jamás a entrometernos en otras disciplinas, como si fuera un pecado de lesa vocación.
De ahí, es tan extraño ver un compositor que realice una exposición de cuadros; o un arquitecto que gane premios de cocina; o un periodista que estrene sinfonías; o un empresario textil que funde una cadena de alimentación. El último caso no es tan raro como los anteriores; todos conocemos empresas de alimentación que han expandido sus negocios a disciplinas tan dispares como el diseño de interiores, o cualquier otra actividad en principio alejada del negocio principal. Aún así, sigue siendo anormal; el mundo empresarial, incluso los propios consumidores, esperan secretamente que fracase la tentativa de expansión para sentenciar, como si de un castigo divino se tratase: “Se lo merece: se metió donde no lo llamaban”.

Pero más raro aún es el empresario que, no contento con abrir distintas empresas, quiere expandir su radio de acción al terreno del Arte. Antiguamente, se les llamaba mecenas; hoy día, también. Es sabido que, desde siempre, a los aristócratas (entendidos éstos como pertenecientes a la aristocracia o a la nobleza del clero, da igual) les ha gustado rodearse de artistas; en primer lugar, para demostrar públicamente que han podido domesticar de alguna manera la capacidad de algunos seres humanos para lo sublime (lo cual no deja de ser una forma de dominar a Dios); y en segundo lugar –y no menos importante- para rodearse de obras de arte en exclusiva, sin olvidar retratarse para alcanzar la posteridad de la mano de alguno de estos artistas excepcionales. Y cuando digo retratarse, incluyo sonatas, cuartetos, novelas, poemas y palacios creados por grandes artistas y dedicados a sus protectores, con nombre y apellidos.

Faraones, césares, altos funcionarios de Roma, patricios; luego, obispos y papas, señores feudales, dux y dogos, príncipes, duques, condes y barones; más tarde, burgueses acaudalados, grandes hombres de negocios; y finalmente la Administración. Todos ellos no han sido más que hombres y mujeres sin la chispa divina que tiene el genio, pero con la capacidad de reconocerla entre la multitud de sirvientes y aduladores, valorarla y apoyarla.
Cuando un príncipe europeo del siglo XVI acogía en las dependencias de uno de sus palacios a un pintor con su taller, no sólo estaba haciendo una labor de benefactor del Arte: estaba invirtiendo en inmortalidad; la cuota que tenía que pagar era mínima, en comparación con el rédito que suponía acoger a un Brunelleschi o a un Monteverdi en las reuniones palaciegas. Al margen del estilo y el refinamiento que suponía tener a un artista de talento acogido casi en régimen de adopción, y sin atender a la cantidad de obras de arte que pasarán a la posteridad y en las que figurará el mecenas de alguna manera (directa o indirectamente), contar con la presencia casi familiar de un genio de la talla de Miguel Ángel en las cenas de palacio era un lujo que sólo las grandes familias podían permitirse: su originalísima visión del Mundo, de la Realidad; sus excéntricas opiniones acerca de la propia sociedad eran un plus que ofrecer a los invitados; y algo que no se podía obtener sólo con dinero o poder.

El prurito de rodearse de toreros y cupletistas que ha tenido la aristocracia española, desde siempre, sigue estando aún vigente; sólo hay que estudiar un poco por encima la vida de la Duquesa de Alba y su propia descendencia. Y quien dice toreros, dice cantantes de ópera, tenistas multimillonarios o poetas malditos. El caso es rodearse de gentes de talento.
Pero no debo confundir a aquellos aristócratas bon vivants, sin pena ni gloria personal, llegados a este mundo entre algodones y sábanas de raso, y cuya fortuna parece no tener fin (ni fines), con aquellos otros que se han ganado a pulso su situación económica, a base de arriesgar y perder, o ganar, y que son dueños de su propio destino: los emprendedores.

La de los emprendedores es una raza distinta: son gente extraída del común de los mortales, y que se distinguen por tener una especial fuerza para levantarse tras cada caída; tienen una imaginación poderosa; inventan posibilidades arriesgadas, pero no sólo para ganar dinero, sino por el inmenso placer que les produce experimentar con la sociedad que les acoge; les acompaña un encanto personal, una fuerza interior inextinguible, una lucidez extrema; no se les caen los anillos por mandar al cuerno a los demostradamente inútiles, especialmente en los casos en que tal inutilidad es derivada de una manifiesta pereza o una semioculta mezquindad.
Los emprendedores no suelen ser multimillonarios hasta rozar la cincuentena. Y no son plenamente conscientes de serlo, pese al constante balance que sus contables le hacen periódicamente. Porque no están pendientes del capital, sino del método que les ha llevado a lograrlo: es el camino lo que entusiasma a los emprendedores, no la meta.

Tienen algo de espíritu artístico, por no decir directamente que son artistas: crean ex nihil; se levantan en medio de una reunión para exclamar con júbilo que se les ha ocurrido una fórmula para convertir el plomo en oro; trabajan mucho más que los simples empleados; tienen el corazón tendido al sol de la imaginación; arriesgan, luchan y conquistan; fracasan y se levantan con más fuerza al día siguiente. No es esto temperamento artístico? Qué diferencia hay entre un Leonardo da Vinci y un emprendedor? No veo ninguna, salvo que el segundo resuelve sus triunfos con realidades crematísticas. Pero el sistema psicológico es idéntico: imaginar, trabajar, concretar, mostrar, cambiar de dirección.

Éstos son los empresarios que no hay en Sevilla. No conozco empresarios emprendedores; sólo gentecilla parapetada tras un mostrador, aunque éste sea el del restaurante más caro de la ciudad; hombres timoratos que amasan fortunas condenadas a la oscuridad de una cuenta bancaria; hombres de negocios que invierten en posesiones, en tierras, en automóviles carísimos, en mansiones para su propio disfrute y el de su familia, pero que nada comparten con el Arte, porque nada en común tienen con él.
Cuando hablo de emprendedores, me refiero a los hombres de negocios que tengan en su interior esa afinidad con el Arte que les haga salir de la esfera de la producción y que se atrevan a internarse en los túneles de la creación artística tradicional (pintores, escritores, compositores, arquitectos, intérpretes, etc.) para remozarla e insuflarle las técnicas de producción, los valores de la relación con el mundo real.

La sinergia es la clave del éxito en cualquier actividad que emprenda un individuo o un grupo humano. Las potencias del espíritu, conjugadas, confabuladas y sin darse codazos es lo que hace que el artista construya orgánicamente. Las capacidades específicas de cada individuo, puestas en juego conjuntamente con las de otros, y sin estorbarse ni caer en la patética espera de reconocimientos sobre el terreno, es la que hace que triunfen los proyectos colectivos.
No se trata de hacer bien la propia tarea para obtener una ganancia o recompensa individual inmediata, sino para crear un espacio en el que nosotros mismos podamos trabajar mejor, construir mejor, edificar corpus orgánicos mejores. La recompensa sobrevendrá por sí sola; pero no vendrá sola, sino acompañada de otras recompensas para los demás.

De esto se trata: de crear las condiciones a través de las cuales nuestros compañeros de trabajo, nuestros clientes, nuestro público, nuestras propias capacidades mejoren sustantivamente sus posibilidades de desarrollo. A la orquesta no hay que decirle cada uno de los matices, de las articulaciones, de las pequeñas metas a las que tienen que llegar, porque la orquesta está integrada por seres inteligentes. No se puede estar coartando a cada paso las iniciativas de los empleados de la planta de textiles de El Corte Inglés, porque se les está impidiendo hacerse orgánicos, y la consecuencia inmediata de esta coerción será que siempre van a depender de unas directrices ajenas (las del jefe incapaz) que ellos podrían perfectamente generar dentro de su corazón.

Creer en la actividad sinérgica es tener fe en las capacidades del Hombre; y siempre es el resultado de tener fe en las capacidades propias. Generar para consumir no es lo mismo que generar para construir un espacio en el que los demás puedan seguir generando. La segunda forma de generación incluye la magnífica y egoísta posibilidad de recompensas a largo plazo para uno mismo; pero ya no debemos hablar de egoísmo, sino de sinergia.

Los emprendedores que echo en falta en Sevilla (y en España, en general) son este tipo de personas: visionarios para los cuales hacer dinero no sea suficiente; personalidades fuertes, inaccesibles al desaliento, que contemplen a los artistas como un bien social al que hay que sostener para el propio bienestar.

Los verdaderos artistas son emprendedores que se han olvidado de sí mismos; los verdaderos empresarios son artistas que han descuidado su ego. Únanse, y saldremos ganando todos.


Eduardo Maestre. 2009.

viernes, 17 de abril de 2009

ME REPATEA TCHAIKOVSKY


Desde que mi padre consiguió que yo, su primogénito, no saliera corriendo cuando me hacía escuchar "música clásica" –tendría yo unos nueve o diez años-, he sentido especial animadversión por Tchaikovsky. Era el único compositor al que no aguantaba. El Lago de los Cisnes me ponía –y me pone- enfermo. Con la primera pieza que soporté hasta el final (Mascarada, de Katchaturian), mi padre consiguió un triunfo. Luego, la Sinfonía Fantástica, de Berlioz, hizo que diera otro paso más hacia la música culta. Una tercera pieza, de Edouard Laló, cuyo título se pierde en la bruma de mi memoria, dio el aldabonazo definitivo para hacer que un niño de diez años se interesara tímidamente por esos sonidos grandilocuentes y brutales que conforman la música sinfónica.
Beethoven apareció más tarde. Y Monteverdi. Y Bach, cuya Pasión según san Mateo me enganchó definitivamente al mundo terrible de la gran música. Antes de su muerte anunciada, mi padre me inició por el camino de Stravinsky –contaba yo diecisiete años cuando mi padre murió de cáncer en una cama del hospital en el que él mismo trabajaba de A.T.S.-; a su muerte, comencé a pedir discos al Círculo de Lectores, del que éramos socios pero al que, hasta entonces, sólo habíamos pedido libros. La Historia del Soldado, de Stravinsky, fue mi L.P. de cabecera durante meses. Descubrí a Bartók, cuya Música para cuerda, percusión y celesta, añadida a su Concierto para Orquesta, abrieron ante mí una perspectiva musical que parecía ya para siempre.

El Jazz vino luego. Y los Cuartetos de Beethoven (los Últimos cuartetos de Beethoven los robé de El Corte Inglés. Jamás olvidaré los nervios, la tensión insoportable al cruzar las enormes puertas con aire acondicionado que daban a la calle lateral del cortinglés de Nervión. No me pillaron). Y, por fin, los Cuartetos de Bartók. Y siempre Bach y Stravinsky, cómo no. Desde los veinticinco años, más o menos, comencé a comprarme discos de Schönberg, de Ligeti, de Varèse, de Cage. A Webern y a Berg los descubrí, curiosamente, más tarde. Por tocar en un grupo de música renacentista, como violagambista, durante cinco años, me empapé de autores de la época. La década de los treinta años –recién concluida- me ha deparado mucha música New Age, o Nueva Música, o minimalismo, o como diablos se quiera llamar a Steve Reich, Philipp Glass, Meredith Monk, Wim Mertens y Michael Nyman.
Mozart ha sido un descubrimiento de esta misma pasada década. Increíble, pero cierto: Mozart no me ha gustado hasta los treinta años. Igual que Brahms, al que me daba fatiga oírlo hasta hace ocho o diez años. Ambos me parecen geniales, ahora.

Pero sigo sin aguantar a Tchaikovsky.

Me repatea Tchaikovsky.

A decir verdad, este artículo se titula así por otros motivos que el puro y simple rechazo hacia la estética del ruso. Lo he mencionado en el título porque representa y condensa toda una época y toda una concepción del consumo de Arte.
Si he de ser sincero, más me repatean Wagner o Bruckner. Pero hace unos días me di cuenta de que desde hace más de un año no soporto lo que el vulgo llama “música clásica”. Ese cajón de sastre que engloba tanto a Vivaldi como a Mahler, a Beethoven y a Richard Strauss, a Händel y a Debussy. Fue, curiosamente, una pieza de Tchaikovsky la que me obligó a apagar la radio de mi coche entre juramentos y blasfemias. ¡Me sorprendí gritando ordinarieces hacia la música “culta”! ¡Tuve que apagar la radio! Mi adorada emisora Radio Clásica, de RNE –antaño, Radio 2-, quedó proscrita desde hace varias semanas. Pensé que había sido por Tchaikovsky; pero no: tampoco soporto a Ravel, ni a Haydn, ¡ni al mismísimo Beethoven!

“¿Qué me está pasando?”, me preguntaba hace unos días, pálido ante el espejo del retrovisor. “¿Acaso ya no me gusta la Música?”…No puede ser. He llegado a asomarme a la oscuridad de mi inconsciente y, cara a cara, me he preguntado: “¿Será ésta una declaración de guerra a la Música, debida sin duda a tu estremecedora sensación de fracaso por no haber obtenido aún (a los 40 años) el título superior de violoncello? He llegado, incluso, a ser más duro: “¿Tu absoluta falta de importancia en el panorama actual de la composición ha hecho que reacciones visceralmente contra las figuras más destacadas de la Historia de la Música?”
Todas estas preguntas han quedado respondidas a medias. ¿Qué puedo hacer, sino aceptar mi cruda realidad? Soy un titulado medio de violoncello, lo cual en el mundo de la enseñanza es poco más que nada. Así que durante algunos días cargué con la losa del fracaso (una vez más) como explicación al rechazo repentino a la música histórica. Averiguada, pues, la causa de la fobia, debería volver a mis filias habituales.

Pero nada de eso. No soporto la flama estruendosa de la máquina sinfónica romántica. Sólo escuchar las primeras progresiones armónicas buscando la tonalidad requerida por el compositor para elaborar sus planes hipertonales (sus desarrollos, sus reexposiciones, sus malditas codas), me causa un vértigo arcano, un aburrimiento sideral comparable al que experimento cuando oigo a una actriz joven hablar de su personaje en la película de moda.
Nada. Ni el Romanticismo (especialmente), ni el Clasicismo. A Mozart, sin embargo, lo soporto un rato; descubro en él, todavía, lo Universal en el Arte. Sus estructuras, sus frases, sus colores son pura música intemporal. Aún así, me fatiga. Y el Barroco... ¡Puag! Dos por dos, cuatro; dos por tres, seis; dos por cuatro, ocho; y ocho: dieciséis. Ese racionalismo de la Ilustración, ese olor a pelucas; ese mundo prerrousseauniano y protestante (que tánto me ha atraído siempre, por otra parte), ahora me aburre cual molusco bivalvo.
Puedo aguantar un rato con organa de Pérotin, o canciones de Machaut; sobre todo por no haber abusado anteriormente de la escucha de estos sonidos primarios y descarnados. Pero en cuanto aparece el pleno Renacimiento, con su tonalidad total recién acuñada, ya empiezan las tiranteces. ¡Con lo que me gustaba Dowland!... Dios mío...

¿Que me queda? Stravinsky, claro. Y Bartók, ¡cómo no! Algunas piezas de cámara de Brahms -¡qué cabeza!-, parte de La Canción de la Tierra de Mahler y poco más: a esto se reduce lo que aún puedo tragar de la música culta. Y Mahler ya me está sobrando en la escuetísima lista.

Incluso lo que estoy componiendo me da problemas en algún sentido. No me refiero a la música, sino a la orquesta. La utilización de la orquesta, quiero decir. Me resulta pesado tener que usar una sección de maderas, otra de metales, otra de percusión y otra de cuerdas. La combinación es siempre parecida: maderas, trompas (como nexo) y metales; cuerdas y maderas; metales solos; metales, percusión y cuerdas; y en ese plan...

No es la orquesta lo que me fastidia, pues tampoco trago los cuartetos de cuerda o cualquier otra formación camerística. Se trata de las estructuras estéticas sobre las que se plantea toda la música culta, creo. Al escuchar un primer acorde de Bruckner, ya se adivina lo que va a pasar. No cómo va a pasar, sino qué: implantación de unos temas, trabajados profusamente; discurso colorista por parte de las secciones orquestales; pathos romántico, extremadamente discursivo y apelmazante; contraposición temática, etc. Todo ello, adobado con los ropajes sinfónicos centroeuropeos.
Es como si entrara en una habitación victoriana, con las paredes forradas de cretona bermellón, las lámparas de lágrimas brillantes y los muebles tapizados como burbujas de terciopelo a punto de estallar; los marcos dorados, rococó, de los espejos y la alfombra traída de la India, en la que se hunden los zapatos sin sonido. ¡Qué angustia! ¿A quién puede gustarle una sinfonía de Tchaikovsky, de Bruckner o de Brahms?

Creo que la apreciación estética tiene mucho de inducida; es educacional, claramente. A ningún niño sano le gusta, motu propio, Beethoven. Hay que ponerle, progresivamente, a Mozart, a Vivaldi, a Boccherini... Quizás con el tiempo trague con Bach, Händel y Falla. Finalmente, puede que Beethoven. Pero es un arduo esfuerzo el que los padres deben hacer para que esta música guste a los niños.
La estética está fundamentada en la época de la que surge y para la que surge. Estoy convencido de que los niños, en la época de Mozart, escucharían con más agrado la música de un organillo callejero que las complicadas tribulaciones de un compositor de la Corte, pero aún así, al oír la música de Haydn o Salieri, la sentirían más cercana que como la sienten los niños de hoy día.

He comprobado, con asombro, que a mis alumnos de Secundaria (adolescentes, básicamente) les gusta el minimalismo. No lo conocen, pero les atrae más que cualquier otra manifestación musical culta. Están saturados de música comercial; cualquier niña que enseñe el culo mientras emite sonidos guturales se convierte en una estrella de primera magnitud para ellos; si canta mejor o peor es una cuestión secundaria; si la música es pésima o mediocre, es un asunto que no es ni siquiera secundario: simplemente da igual.
Pero, al sacarlos del universo de la imagen, saben con certeza qué música no les gusta. No les gusta nada desde el gregoriano hasta Francisco Guerrero (el que murió hace unos años). Ni Bach, ni Mozart, ni Debussy, ni nada de nada, incluido el jazz. Sin embargo, Steve Reich sí les gusta. Sí les gusta Wim Mertens. También les gusta la música irlandesa y mucho de la africana. ¿Qué tenemos aquí? Nos hallamos ante una generación que digiere perfectamente la música repetitiva y tonal. No les causa impaciencia la constante y machacona música minimalista; al contrario, la encuentran agradable y me piden los discos para copiarlos en sus grabadoras de cedés.

¿Acaso esta música -que no conocen, pero sí hacen suya inmediatamente- está más cerca de ellos? Probablemente. Cronológicamente, sí. Al fin y al cabo, el minimalismo es de mediados de la década de los 70. En los 80 y 90 ha abierto sus alas y se ha metido, de rondón, en anuncios, series de televisión y películas modernas. Es más actual que el pop, que nació en los 50 ó 60 y que, seamos sinceros, no ha evolucionado casi nada (es más: ha sufrido una involución al retomar hasta boleros y canción ligera mediocre antigua para hacer versiones).
Les gusta la marcha que tienen los irlandeses, su dulzura y su ritmo trepidante. Les atrae la música africana por los sonidos rudos y el ritmo casi de trance. También les gusta la salsa y las canciones tipo vallenato, muy rápidas. ¿Qué tienen en común todas estas manifestaciones folclóricas? Miro por arriba y por abajo y siempre encuentro lo mismo: la ausencia de desarrollo. No hay exposición, desarrollo, reexposición en ninguna de estas músicas –incluido el minimalismo, por supuesto-; sólo hay, digamos, principio-fin. Nada de nudos gordianos con los que enfrentarse: cero antítesis. Como las películas de Bruce Willis, en las que sólo hay principio-fin.

Ello me hace exprimirme la sesera y preguntarme si hemos dado paso a una sociedad de adolescentes –y adultos jóvenes- que reniega de las grandes preguntas. La forma sonata está acabada, ya lo sabíamos, pero quizás no éramos conscientes de hasta qué punto está realmente fuera de la circulación. Hace años que no veo una película actual en la que haya un giro a mitad de camino. Son producciones continuas, sin nudo central.
Por supuesto -¡cómo no!-, se estrenan aún títulos cinematográficos de calidad cuyos guiones se estructuran A, B, C (planteamiento, nudo, desenlace). Pero son minoritarios. O, directamente, versiones de antiguos filmes clásicos –remakes, que les dicen- situados en el momento actual para acercar más la trama al espectador medio.

Quiero decir con ello que no veo la clásica estructura romántica –burguesa, entiéndase- en el cine actual (nuestro Primer Arte). No hallo el punto central de conflicto en las películas de los hermanos Cohen; ni en Spike Lee; ni siquiera Woody Allen (y ya es mucho decir) opone algo a lo que enfrentarse para ser resuelto al final. Nada de nada. El cine de calidad –el cine de autor (¡qué chorrada! Como si las películas de Swarzenegger no tuvieran autor)- es un continuum de acontecimientos encadenados, a los cuales no se les concede un valor desigual, sino que todos contribuyen a la historia en sí misma.
Incluso la Literatura –influida ya para siempre por el Cine- allana el camino del lector solapando las grandes dificultades (netamente románticas) interiores del protagonista (otro elemento puesto en solfa: el protagonista, que se diluye en un universo coral indomable). Nada de nudos insalvables; nada de actos heroicos; nada, por tanto, de resoluciones.

¿Qué me lleva a pensar todo ello? En primer lugar, que ha habido un cambio esencial en el gusto por las estructuras artísticas. No deja de ser llamativo que la forma sonata ABA, extraída del teatro clásico y potenciada por la novela romántica, sea un producto para y por la burguesía. Y que ahora, a principios del siglo XXI, vivamos en una hiperdilatación de la Gran Burguesía (multinacionales que gobiernan los gobiernos aparentemente elegidos por los ciudadanos en el primer y segundo mundos).
Y me pregunto: ¿estamos ante el gran boom final del Siglo XX? ¿Se va a ir al garete, definitivamente, todo este súper tinglado comercial, liberal, postromántico y burgués? Lo cierto es que los gustos por las estructuras están cambiando a pasos agigantados. Y el Arte siempre es un piloto indicador de lo que va a pasar. Y no me cabe duda de que algo va a pasar.

Es por eso por lo que me repatea Tchaikovsky –el pobre- y toda la parafernalia romántica: porque rechazo sus estructuras. Rechazo el inmenso aparato sinfónico puesto en marcha para expresar determinados anhelos; no me dicen nada las secuencias, las pesadas modulaciones. Se me hacen muy cuesta arriba esos tutti pesantes y pomposos. Nada saco en claro escuchando esta música. Es como estar esperando que acabe la frase de una maldita vez uno de estos tipos que todos hemos conocido en alguna ocasión: esta gente que remolonea con la sintaxis, que abruma con los puntos suspensivos; esta clase de personas cuyo discurso es un lodazal pegajoso, cuyas ideas son previsibles y que, para hacernos creer que poseen algún interés, retardan el núcleo central de su exposición hasta exasperarnos.
¡No y mil veces no!

Pero, ¡ojo! No estoy negando la calidad artística de Tchaikovsky; jamás se me ocurriría intentar descalificar la obra de un autor que manejaba maravillosamente la orquestación, la composición y, en suma, sus recursos internos al servicio de la Música de su tiempo. Tchaikovsky es un extraordinario compositor del siglo XIX. Responde a la lógica de su época. Es más, transgrede y se salta a la torera la estética de su momento; es un creador nato, un artista convulso y terrible que puso en marcha todas sus potencias para crear un universo propio de calidad indiscutible. Como Berlioz; como Bruckner; como todos los grandes.
Lo que me empuja a escribir estas líneas es mi incapacidad para digerir esta estética. Me resulta difícil –si no imposible- disfrutar, emocionarme, interesarme incluso con estos sonidos grandiosos. No estoy en la onda, como diría un clásico. Mi mundo es un mundo vertiginoso, un universo veloz y entrecortado; veo la televisión diariamente; estoy dentro de mi época. La información todavía no ha acabado de llegar cuando ya es desmentida. Los discursos políticos son un fanal de lugares comunes. La sintaxis de los locutores, periodistas y contertulios es, sencillamente, deficiente. La Cultura, en manos de cualquier ministerio, sufrió hace décadas un golpe de estado que pretende manejar los hilos difusos de la creación artística.
Las programaciones de los auditorios carecen por completo de espontaneidad y viveza. Se recurre machaconamente a los clásicos. Huele a muerto de lejos. Mis alumnos de secundaria –adolescentes puros- flotan en un mundo virtual de mandos a distancia y Play Station… Nadie les hablará del Arte mientras vivan.

Mi mujer trabaja; mi hijo pasa las mejores horas del día en una guardería. Vamos acelerados. Yo trabajo en tres ciudades distintas a aquélla en la que duermo. Los amigos son, la mayor parte del tiempo, una voz al otro lado del auricular. Hace siete años, nadie tenía internet a su disposición. Yo sí. Internet ha supuesto una revolución de tal calibre que nadie parece darse cuenta de sus consecuencias. Partituras recién salidas de mi pobre cerebro han sido enviadas a la velocidad de la luz (literalmente) a su destinatario, escuchadas, comentadas y, en algún caso, corregidas y vueltas a enviar.
Para visitar una biblioteca especializada ya no hay que levantarse temprano, marchar hacia el aeropuerto, embarcar, pasar quince horas de vuelo, tomar taxis carísimos, alojarse en hoteles, pelear con porteros y conserjes. Basta con abrir la web de la biblioteca norteamericana en cuestión y bajarse lo que a uno le interese. Uno se ahorra una semana de su vida, mucho dinero, incomodidades y molestias, el jet-lag y todo lo demás.

En las rarísimas conversaciones íntimas que uno puede mantener con algún amigo, rara vez se entra en un proceso antitético. Difícilmente hay tiempo para profundizar en algún aspecto con el objetivo de desentrañar el quid de la cuestión. Y para qué hablar de los debates televisivos o radiofónicos?: por cuestiones de tiempo, se quedan siempre en conversaciones epiteliales. Parece como si hubiera un vago sentimiento general de vergüenza por profundizar en las cuestiones que se tratan, cualesquiera que éstas sean. Los políticos ofrecen titulares, pero no contenidos. Quienes conforman el pensamiento de nuestros adolescentes no son ya ni siquiera héroes de ficción, sino cantantes y actrices de moda que hablan y hablan sin nada interesante que decir; modelos inanes que se erigen efímeramente como adalides de la actitud. Gente desposeída de sintaxis. Gentecilla pueril y difusa; futbolistas con latiguillos molestos; cantantes con una rosa tatuada en el coxis que parecen perritas sin voz; actores cuya declamación y maneras harían aparecer en escena a Hamlet no como un neurótico, sino como un imbécil.

Este es nuestro fin de siécle, por el momento. Y cala hondo, ¿eh? Que nadie piense que el común de la sociedad occidental no se inmuta tras varias décadas viviendo en este ambiente. Hay que hacer un verdadero esfuerzo personal para sobrevivir sin embrutecerse. Pero es imposible que un gris tan intenso no les pase factura a los artistas creativos. Los verdaderos creadores son gente de su tiempo, dolientes espíritus que proyectan aquello que viven para poder sobrevivir. Y la Música, más que ningún otro arte (pues es pura estructura), va a reflejar esta situación.

Se acabó el tiempo de la controversia estructurada? Adiós a la forma sonata? Adiós a los desarrollos contrastantes? Adiós a la antítesis (y por lo tanto a la síntesis)?.

No es, pues, por un cambio hormonal por lo que me fatigan las estructuras románticas. No es por no haber cumplido aún mis objetivos profesionales. No es por resentimiento. Es, sencillamente, porque en estas obras sinfónicas –o camerísticas-, de indudable calidad técnica y estética, no hallo un reflejo de mi vida, de mi época, de mis aficiones, de las conversaciones con mis amigos y conocidos.
Las estructuras (siempre, las estructuras) han cambiado. Los compositores de la segunda mitad del siglo XX, adoptando un radical viraje en las formas, no supieron plasmar el verdadero y profundo cambio de la sociedad occidental en la que vivieron, pues dejaron casi intactas las estructuras decimonónicas. Es por ello –entre otras muchas razones- por lo que el gran público (el verdadero público) no los ha asumido como portavoces de su época. A la espera de la voz que hable de ellos, que hable por ellos, los consumidores de arte han seguido masticando vivaldis y tchaikovskys (mejor el chocolate auténtico que el sucedáneo, ya que ambos engordan).

Pero está cercano el día en que este odre hinchado y edematoso reviente. Por sus costuras ya está comenzando a salir una música representativa del nuevo tiempo, un sonido estructurado linealmente, sin aspavientos decimonónicos; una música extraña, pues en su seno debe contener el afán integrador y el vendaval desintegrador que caracteriza nuestra nueva época. Y todo ello sin recurrir a la dialéctica.

El Arte está entchaikovskyzado; ¿quién lo destchaikovskyzará? El buen destchaikovskyzador que lo destchaikovskyce, buen destchaikovskyzador será.

Eduardo Maestre. 2002-2003.

martes, 14 de abril de 2009

GORDO


No es lo mismo una raya que una bola. No emite el mismo mensaje una loncha de jamón cocido que un bocadillo de lomo en manteca. No da la misma impresión una señorita sílfide que una morsa del Ártico.
No es lo mismo ser gordo que no serlo. Ser gordo es arrastrar de por vida una justificación; es pedir disculpas volviendo la mirada hacia otro sitio.

De pequeño, como aún no has visto bien a los otros, no sabes qué te quieren decir cuando los niños del colegio te clavan el índice en la barriguita -aún tersa-; y tú te ríes -un poco con el entrecejo hacia arriba- y corres detrás del que te ha apuñalado digitalmente, creyendo que es un nuevo juego y… ¡tú la quedas!; corres sin malicia; corres rápidamente, incluso. Pero ya has sido objetualizado, transformado en carne de cañón, convertido en pantalla de las risas y mutado en bolita rodante perseguidora.

Los otros van de cinco en cinco; con el paso de los días, adviertes que se parecen en algo. ¿El olor? No, no es el olor. ¿El pelo lacio? No, tampoco, porque hay uno que lo tiene rizado. Ni la altura; ni la distancia entre los ojos.
De repente, un buen día, uno de los otros te dice, a bocajarro, que eres un gordo. ¡Gor-do! ¡Gor-do! ¡Gor-do! te entra por los oídos y ahora intuyes que la risa con el entrecejo hacia arriba ya no procede. No sabes muy bien por qué, pero no procede. ¿Has hecho algo mal? No, aparentemente. Entonces, ¿de qué se ríen? Algo va mal. Finalmente, comprendes que tu volumen no está dentro de lo normal, no es el volumen de los otros, el perímetro que los otros tienen. ¡Plaf! ¡Eso era! Los otros se parecen en que son más bien una raya. Tú eres más bien un huso; y no eres una bola gracias a la altura que heredaste de tu familia materna, en la que casi todos tus primos son muy altos. Pero sí eres gordo. No obeso, pero sí gordo. Definitivamente no eres una raya, como los otros.

En el instituto te percatas de que, después del verano, tus compañeros regresan más morenos, con la misma cara pero más bajos. ¿Más bajos? No pueden haber menguado en tres meses. Lo que pasa es que tú estás más alto. Más alto, sí, pero sin ser una raya. Sigues siendo un huso. Da igual: los otros son una raya, pero se están quedando bajitos. A las niñas no parece importarles que tú seas un poco un huso, porque eres ocurrente. Pero los otros siguen tocándote con la punta del índice la barriga. Ya no corres detrás de ellos con la sonrisa limpia: ¡hasta ahí podíamos llegar! De eso nada. Correr es algo que, realmente, nunca te ha pedido el cuerpo. Además, ya hace tiempo que sabes perfectamente que te tocan la barriga con el índice para crearte ese malestar, esa inseguridad inmediata que ineludiblemente consigue amedrentarte en tus actos y tus palabras.
Después de sentir que un índice se ha hundido suavemente en tu barriga, tu actitud no vuelve a ser la misma durante horas; incluso durante un día entero. Los otros lo saben, y siempre hay uno que se atreve a pulsar ese botón, ese interruptor que cortocircuita absolutamente tus lazos neuronales, descargando en tu cerebro y en tu corazón una oscuridad densa y cruel, un runrún entreverado de vergüenza y miedo. Gor-do; eres un gor-do; eres un gor-do… Un gor-do.

En la facultad, sin embargo, te va bien con las mujeres. Incluso has entrado en la tuna y parece que lo de las chicas se te sigue dando bien, a pesar de ser un huso y no una raya. Entonces va una tía y te dice, en plena contemplación del hemisferio del amor, que no le importa que estés rellenito, porque se lo pasa pipa contigo en todas partes, incluída la cama. ¡Y tú ves cómo arden en una pira de dolor y envidia todos aquellos que hundieron su índice en tu barriga! Aparecen ante tus ojos sus cuerpos, mutilados por la rutina y el fútbol en exceso; sus feas caras delgadas y sus menudos cuerpecitos de raya asténica sin nunca nada que decir que sea mínimamente inteligente, chapaleando en un mar de inconsistencia, de delgadez inerme, de dolor.

¡Oh, qué arma inconcebible la propia imaginación! ¡Qué Cyrano redivivo cuando un pavo te toca la barriga y, tras toser y carraspear con su cabecita gomosa, tan sólo acierta a decir, con la media sonrisa que tienen las rayas simples, “¡cómo nos cuidamos…!” Y entonces todo tu ser se pone en marcha; el pobre otro ha organizado sin saberlo una cruzada a Palestina. Y le dices “¿Sólo eso? ¿Para eso te atreves a rozar mi glorioso cuerpo? Eso que has tocado, querido, no es sino una prolongación de mi hemisferio izquierdo. Deberías momificar tu mano, y así tus nietos podrán decir que su abuelo tocó en vida una sucursal del Universo. Los Doce Pares de Francia vienen a postrarse ante mi basílica; agacha, pues, tu cerviz…”

No hay nada tan temible como un hombre ocurrente. Cuando, además, sus resortes saltan entre la Épica y la Lírica, los plebeyos se aterrorizan. Han sido decenas los otros vapuleados en público. Jamás vuelven por otra tunda. Y siempre me pregunto por qué lo hacen. ¿Por qué? ¿A qué responde ese ansia por poner de manifiesto lo que de por sí ya es evidente? La única respuesta posible es que los gordos damos algo de miedo; somos como osos de peluche gigantes a los que los otros niños –los otros- tienen que tocar en su centro para asegurarse de que no les vamos a atacar.

En ocasiones (pocas, pero las hay), llega El Día de La Venganza. Uno cumple los 40 años; se separa de su mujer; y, de repente, decide cuidarse. Al principio, extrañado de sus propias costumbres, empieza a cambiar sutilmente la alimentación. Un buen día, sin sospecharlo, se da cuenta de que hace meses que no come carne. Luego, se apunta a un gimnasio, y además, acude regularmente a dejarse allí los hígados. De repente, y pasado un verano larguísimo, se encuentra con algunos conocidos, con una reserva de los otros, y, sorprendentemente, nadie te clava el índice en la barriguita. Es más, te preguntan, molestos: “oye, tú has adelgazado?” “Sí: he adelgazado; pero tú no has crecido, no?. Además, mantengo todo mi rizadísimo pelo; blanco, pero intacto. Desde luego, tú no puedes decir lo mismo. Vaya calva!”

El otro permanece callado; algo triste, quizás. No tanto como puede entristecerse un niño de siete u ocho años cuando lo excluyen del grupo por una sencilla característica genética; pero se entristece, claro. Entonces, llega el momento del descabello; y, señalando el abultado buche cuarentón que le tapa sus famélicas piernecitas, añado: “Por cierto: cuando llegue el momento, que será en un par de semanas, vas a pedir que te pongan la epidural?”

Señalar la gordura de un gordo en voz alta, públicamente, es exactamente lo mismo que reírse de la cojera de un lisiado, bromear a costa de la abstinencia sexual de un divorciado o mofarse del pésimo maquillaje de una mujer maltratada. Habría que levantar una cruzada para castigar a esos miles de otros que han machacado impunemente, con el consentimiento de sus padres, sus amigos y sus profesores a los que somos o hemos sido gordos. Pero la bonhomía que los gordos tenemos nos impide hacer justicia. Además, es muy cansino. Y muy aburrido.

Dormid tranquilos, rayas; cerrad en paz esos inexpresivos ojos; dad sosiego a vuestras pequeñas almas: el oso grande es bueno; no os va a despedazar; no os comerá, por esta noche. Dormid y despertad en vuestro mundo asténico y oscuro, lleno de índices atemorizados y camisetas talla 38. El hombre grande y gordo, cuando hable cinco minutos con vuestras mujeres, hará que se pregunten en silencio de noche, a vuestro leve costado, qué vieron algún día, años atrás, en vosotros. Incluso alguna habrá que se asombre no por lo que creyó ver, sino por haber llegado a veros.


Eduardo Maestre.

domingo, 12 de abril de 2009

EL CERCO FLAMENCO


Por la calle, tras las ventanillas del excesivamente refrigerado autobús, se ven sólo esos carteles morados, atravesados de arriba abajo por la silueta blanca de un cuchillo blanco, “enésima bienal de flamenco”. Treinta y tres días continuos de espectáculo flamenco. Más de un mes de flamenco. Flamenco clásico; flamenco pop; fusión flamenca; flamenco jazz; new age flamenca; bailaoras; tocaores; cantatrices; furibundos; estrambotes; hiperplasia; astigmatismo; fla fla fla...Flamenco.
En Canal Sur –la de ellos-, flamenco en las promociones; cortes de publicidad al son de bulerías elementales, taran tan ta tán... Tarara tara, tata tara, tata tán. Los anuncios de las costas andaluzas, al son de los tangos; cualquier programa de cultura lleva su sambenito aflamencado.

“Venid a final de septiembre”, nos dijo el de la Diputación. Quizás nos diera una gira de seis conciertos mal pagados que nos permitieran grabar ese disco tras el cual llevamos dos años y medio. A final de septiembre fui a verlo y me dijo que el dinero de las giras a pequeños grupos estaba dedicado a la Feria del Flamenco (quince días seguidos de flamenco extra). “¿Más flamenco?”, me atreví a preguntar poniendo cara de Gioconda. “Sí -me respondió, arqueando las cejas, el-que-no-da-conciertos-si-no-quiere-, a mí me gusta más el jazz o la nueva música; he escuchado vuestra grabación y es muy interesante, ¿eh?; pero los que dan el dinero van a emplearlo en más flamenco”.

8 de la mañana de un domingo. No puedo dormir más de cinco horas. Mientras se tuesta el pan, pongo la tele. No hay nada interesante, salvo en Canal Sur 2 –la de ellos-, que habla de Aníbal González. De repente, mientras sale el café negro de la máquina siemprecrema, la pantalla de la tele se oscurece y enmarca un retrato de algo parecido a un homínido... ¿Es un programa sobre el hombre de Atapuerca? No. De repente, en letras enormes se recorta un nombre sobre la foto: CALAMBRITO; y otra palabra bajo el retrato del presapiens: ANDALUZ. Todo ello, adobado con sus bulerías de rigor, taran, tan ta tán... Tarara tara tata tara tata tán... ¡Dios santo!... ¿Debería hacer las maletas y marcharme con mi mujer y mi hijo a Lugo? Allí seguro que no habrá este bombardeo psicológico. O a Zamora.

Cuando se celebró el no sé cuántos aniversario de la muerte de García Lorca, todo era Lorca. Muchas bodasdesangre, muchas bernardasalba y muchas yermas. A todas horas, Lorca. Lorca en el desayuno; para comer, Lorca; en los informativos, Lorca. Lorca lorquero lorculo lorca. Y todo lo lorquiano regado profusamente con flamenquito fla fla fla. Taconeos, reveses al aire, trrrrrrrrrrrrtratatán en las guitarras. Incluso me entregaron, estando yo a pie de atril en un ensayo del Coro de Aracena, una edición de súper lujo –editada, cómo no, por la Junta de Flandalucía- de unas canciones de Lorca adaptadas para coro; el Ayuntamiento quería que el coro las cantase para asistir a no sé qué actos megalorquianos nauseabundantes. A punto estuve de perder el trabajo en el Aula, porque me negué en redondo a emplear ni un minuto de mi tiempo en tamaña majadería. “La música de Lorca no vale un duro”, dije en público; “todavía, Poeta en Nueva York tiene su cosa; pero el Romancero Gitano me toca las narices. Y lo de la Tarara lo va a cantar su padre”.

¿Acaso un hombre no tiene derecho a defenderse de lo que he dado en llamar el cerco flamenco? ¿Puede, un hombre de bien, permanecer impasible cuando el programa de más audiencia de Canal Sur (la de ellos) en la franja nocturna -el de Jesús Quintero, el loco de la colina, el perro verde, etc.- desgrana una y otra vez el mundo del hampa, del lumpen cuasi carcelario más abyecto de Andalucía, elevando a estos personajes -abandonados a sí mismos y a sus más egoístas pasiones- a modelos de vida bohemia (como si la bohemia pudiera ser exclusivamente improductiva y parasitaria) y equipararlos a los verdaderos artistas y filósofos? La mayoría de ellos pasan por ser flamencos, o aflamencados, o flamenquimorfos, o flamenquibranquios.
Lo digo claramente: amparado y alentado por las instituciones (la Junta de Andalucía a la cabeza; la administración; los poderes fácticos), se va cerrando a nuestro alrededor una culebrina taconeante, un círculo tracatrán, un como asma balbuciente tirititraun, oloroso a sudor de covacha: el cerco flamenco.

¿Tánto interés tiene esta música? Yo, por sevillano y guitarrista adolescente, en mi juventud aprendí a acompañar bulerías y tangos; alegrías, colombianas y un punto de guajiras; los tientos y las tarantas ya me quedaban más lejos. Por descontado, aprendí a tocar tanguillos y rumbas, sevillanas (que no pertenecen al flamenco), malagueñas y verdiales (que tampoco me suenan flamencas) a todo trapo. Al fandango le saqué buenos acompañamientos (por Huelva, por Alosno, por Calañas; fandangos valientes; de la mina; fandango libre, etc.). Ya de mayor, toqueteé un poco por encima el polo y la caña. Pero nunca seguiriyas, ni soleá, ni los palos grandes. Hay que tener en cuenta que a mí el flamenco me caía, digamos, un poco tangencial. Bastante trabajo tenía yo con los blues, los “punteos” –como decíamos entonces- vertiginosos, y los acordes brasileiros que aprendí a construir.
Mientras mis oídos se empapaban de Bartòk, de Stravinsky, de Monteverdi y de grupos de jazz, el flamenco seguía ahí, con su la-sol-fa-mi, con su la-sol-fa-mi. Entré en la tuna, me dieron un laúd y descubrí un repertorio rancio de boleros y bodasdeluisalonsos. Abandoné la Facultad para abrazar el estudio del violoncello y, con el tiempo, entré en una dinámica de romanticismo musical arqueológico; la música de cámara se abría ante mí como un abismo terrorífico y absorbente. Los cuartetos de Beethoven y de Bartòk me zarandearon el alma durante años. Y el flamenco seguía ahí, con su la-sol-fa-mi, con su la-sol-fa-mi.

Una noche fui a La Carbonería, un enorme bar de copas con música en directo. Esa noche tocaba un trío georgiano –rusos, vamos-; acordeón, domra y flauta de pico. Una cosa increíble, de verdad. La ejecución del flautista era lo más virtuoso que yo he visto en directo: una maravilla. Había a mi lado un gitano que golpeaba la mesa con los nudillos, destrozando cualquier patrón rítmico; carecía de compás (como la inmensa mayoría de los gitanos, si se les saca de las bulerías y los tangos) y nos obligaba a tragarnos su desprecio total por otras músicas y su absoluta ausencia de compás. Tuve la estúpida idea de mandarlo a callar y allí pudo ser Troya. Es demasiado largo y desagradable de contar lo que ocurrió, pero al final vino el vigilante jurado del local –avisado por el gitano!- para recriminarme a mí que yo le hubiera llamado la atención al arrítmico homínido. Minutos después, a la salida del bar, un amigo que lo conocía me dijo que el gitano estaba con la condicional; que era un traficante muy reputado; que cumplía condena por dos homicidios y que esa noche, sencillamente, ¡no había querido matarme!
No volví a La Carbonería. Me daba miedo. Yanquis y gitanos se repartían la barra y las mesas. No era mi ambiente. Pero algo se despertó en mi interior con respecto al flamenco: una especie de sentimiento de haber convivido desde pequeño en las laderas de una secta. Intenté recordar a alguien que se dedicara al flamenco y que estuviera abierto a otras manifestaciones musicales. Repasé mentalmente la galería de guitarristas –decenas- que conocía; todo fue inútil. Ninguno de ellos salía nunca de su círculo; siempre la-sol-fa-mi, la-sol-fa-mi.
¿Por qué el pueblo gitano se ha recluido y amurallado tras los barrotes del flamenco? ¿Por qué no probar otras cosas? Se me podrá decir que ahora tenemos el flamenco-fussion: enorme majadería que demuestra no sólo ignorancia acerca de lo que es realmente fusión (síntesis), sino desconocimiento completo de la situación real; ¿lo diré? ¿Me atreveré a decirlo?... Lo digo: el flamenco ha muerto. Ha muerto como forma orgánica de expresión. Y hace ya muchos años. Décadas, me atrevería a decir. El modo frigio (la, sol, fa, mi) ha dado de sí lo que no hay en los escritos. Las formas cerradas (bulerías, etc.) no salen de lo mismo desde hace décadas. Tan sólo cambian la letra. Para colmo, por no sé qué prurito pseudo cultural (sin duda, inyectado desde las instituciones), desde hace unos años les ha dado por colocar en sus rígidos moldes -llamados palos- la obra de poetas andaluces y suramericanos de reconocido prestigio, muchos de ellos completamente ajenos al flamenco en vida; ahora, como están muertos, nada pueden objetar.

El mundo flamenco se ha apropiado de la salsa cubana. A eso le llaman fusión. ¡De fusión, nada, señores! ¡Apropiación indebida y fraudulenta! Los Ketama cantan salsa; lo que pasa es que determinados melismas (que afectan superficialmente sólo a la melodía) recuerdan el soniquete flamenco. Pero de ahí a la síntesis va un abismo.
Ni siquiera Paco de Lucía logró –a mi juicio- una verdadera síntesis. Sí consiguió sacar a la guitarra flamenca (y al flamenco, en general) del ostracismo y la incompetencia en que se hallaba desde hacía lustros –ese sonido a lata, torpe y naïf-, llevándola a extremos de virtuosismo hoy día inalcanzados. Tuve la ocasión de oír en directo (a las cuatro de la madrugada, en la escalera de un hotel, en Palermo) a Rafael Riqueni -que no es gitano, igual que Paco-, tocando su propia fantasía. Jamás vi algo parecido. Aquello sí era síntesis; algo nuevo; algo que emergía de los cimientos flamencos pero para erigirse como un nuevo edificio sonoro. Algo inaudito, literalmente. Nada he vuelto a saber de él, salvo que los efectos de las drogas lo llevaron a una mala situación.
Ahora hay un compositor, Dorantes, que sintetiza el flamenco con la New Age. Esto sí parece fusión. Pero no deja de ser invasiva. Con ello quiero decir que el flamenco intenta respirar fuera de su restringidísimo círculo; el flamenco se ha convertido en un no-sferatu, un vampiro artístico que debe nutrirse urgentemente de la sangre de los demás estilos.

¿Cómo puede alguien beber siempre la-sol-fa-mi, la-sol-fa-mi y no morir de sed artística? Cada vez que lo pienso, me entra un vértigo existencial insondable; pensar que los compositores de talento siempre huyen de las formas establecidas –aún haciendo incursiones fugaces en dichos moldes- me lleva a plantarles el sello de poco talentosos a los compositores que se ciñen a los modelos tradicionales (el rock, el blues, la balada, el pop comercial, las sevillanas, la música disco, el serialismo, etc.). En el mejor de los casos, dichos compositores digamos que no son buscadores de su propia expresión; o, más bondadosamente aún, que su propia expresión pasa por servir a su tribu (hacer búcaros con rayitas azules; diseñar corbatas con motivos taurinos); vale. Pero, entonces, ¿qué decir de aquéllos que no sólo no buscan su propio lenguaje, sino que ni siquiera inventan sobre la forma preestablecida; aquéllos que, una y otra vez, repiten la fórmula tradicional (la-sol-fa-mi, la-sol-fa-mi)? ¿Es esto una forma de Arte? Es más: ¿acaso se asemeja a la artesanía? Sinceramente, creo que ni siquiera eso.

En un artículo que ya escribí hace tiempo, dije que los Rolling Stones vendían búcaros. Eso sí: búcaros con un cierto estilo; búcaros con el sello del artesano cotizado. Pero es que estos guitarristas y cantaores flamencos venden siempre el mismo búcaro. Es como si, después de vendérselo al incauto cliente, se lo robaran en la primera esquina y se lo volvieran a vender a otro. Y vuelta a lo mismo.
¿Por qué se les llama artistas a esta gente repetidora y circularmente viciosa? ¿Son, acaso en algún sentido, creadores de algo?
Imaginaré que a mí me gusta ver la danza de la lluvia... Preciosa, la danza de la lluvia. ¿Iría a verla de nuevo?...Mmmm... Sí. ¿Pagaría por ello? Vale. ¿Hasta cuándo estoy dispuesto a seguir pagando por ver la misma danza de la lluvia con algunas variantes? Incluso gratuitamente, ¿hasta cuándo puedo aguantar, sin hastiarme, viendo la misma danza de la lluvia incluso con muchas variantes (el color de la ropa del hechicero; los cantantes; la luz)? Supongo que llegaría un día en que mandaría a paseo al hechicero y a sus viejos trucos.
Sin embargo, hay muchísima gente a la que le gusta realmente oír siempre lo mismo; mientras menos innovaciones haya, más tranquilos se sienten. Cualquier alteración en la estructura o en la superficie de lo que ya comprenden, les pondrá al borde del ataque de nervios. Enfín: están en su derecho; lo de la búsqueda artística, en el fondo, no es más que una aberración emocional. Creo haber dicho alguna vez que uno busca ser original para que lo quieran. Probablemente, la Historia del Arte no sea más que la Historia de las Patologías Psiquiátricas Aplicadas. Aunque fuera así, sin embargo, no puedo dejar de recordar que el mismo espíritu de búsqueda que mueve al artista está en el corazón del científico; y los avances de la Medicina y la Física son producto de la misma inquietud y ansia de cambiar el paisaje. De eso no se quejan los inmovilistas, ¿eh? Ningún purista flamenco se niega a tomar amoxicilina para la infección de garganta, ¿eh? ¡Qué poca vergüenza!

A los andaluces se nos ha condenado al flamenco, nos guste o no nos guste. En la terrible y oscura época de Franco –que yo viví hasta los trece años-, las películas de caracolillo en la frente y sombrero cordobés tipo astronave procedente de Andrómeda mostraban una Andalucía no muy diferente de la que se empeña la Junta de Andalucía en mantener. ¿Por qué se hace esto? Supongo que hay un ambiente rural, con caballos y todo, en alguna parte; pero yo no lo conozco. Tengo cuarenta años, soy de Sevilla capital (nacido en el mismo Centro de la ciudad) y no conozco a nadie que vaya o haya ido a caballo jamás. No tengo amistades flamencas; soy músico y sé que hay una secta potente que hace la-sol-fa-mi, la-sol-fa-mi en algún rincón de mi tierra, pero no sé quiénes son ni cómo se llaman. Salvo algunos gitanos desharrapados que de vez en cuando cruzan la calle gritando nonay noná, nonay noná (utilizando el flamenco como arma arrojadiza y disuasoria debido al terror que sienten hacia los que no somos gitanos), por la calle no se ve a nadie cantar flamenco; en ningún bar se les oye jamás; no conozco ninguna peña flamenca, aunque sé que las hay –supongo-; en definitiva: la realidad social es ajena al flamenco, y esto ocurre no en el Alto Ampurdá ni en A Costa da Morte, sino en Sevilla.

Hace unos días escuché en la radio las cifras de la Bienal de Flamenco (que son treinta y tres días seguidos de espectáculo, no lo olvidemos). Más de 65.000 personas acudieron a la cita bianual; 1.800 millones de pesetas -de las antiguas- de ingreso directo en caja. Incontables beneficios para la hostelería y la restauración. Y un dato que me parece fundamental: más del 80% del público ha estado formado por extranjeros (japoneses, fundamentalmente; aunque también alemanes, italianos y otros). Si quitamos los 52.000 extranjeros –dicho 80%-, nos encontramos tan sólo a 13.000 españoles que asistieron durante 33 días. La media sale a tan sólo 394 nacionales diarios por concierto. Si muchos de ellos eran del Centro, del Norte y del Este español (como se demostraba en las encuestas), ¿cuántos andaluces han visto la Bienal? ¿Es realmente un arte vivo? No, en absoluto. Nada más muerto que la momia de San Fernando, patrón de Sevilla; y sin embargo se llena de público para verla salir en procesión (dentro de su urna) la madrugada del 30 de Mayo; la diferencia es que a éste acto van casi exclusivamente sevillanos. A la Bienal acuden, en su casi totalidad, gente de fuera. Si descontamos las entradas “regaladas” a los políticos locales; las entradas “auto otorgadas” de los funcionarios de la Administración que organizaron la Bienal, ¿qué nos queda? ¿Habrá ido alguien de Sevilla? ¿Algún sevillano habrá conseguido entrar en algún espectáculo taconeante? Probablemente sí, pero la proporción es, con todos los respetos, despreciable.
Ello me lleva, ineludiblemente, a comparar la Bienal Flamenca con esas muñecas de plástico, forradas de nylon imitación terciopelo, vestidas de colores brillantes y en pose de baile por sevillanas; esas muñecas horripilantes que venden para turistas y que algunos suecos deben tener encima del aparador del salón para poder suspirar en medio de la nevada brutal y acordarse de los cinco días de calor glorioso que pasaron en una ciudad luminosa y extrema que se llama Sevilla y a la que no saben si regresarán algún día.
Probablemente sea un negocio sustancioso. Y quizás las arcas municipales se nutran inesperadamente de este akelarre flamenco bianual. Incluso se estarán pensando si hacerlo cada año, en vez de cada dos (¡horror!). Pero lo que no pueden pensar –y si lo hacen, se engañan como japoneses taconeando- es que están apoyando el folclore andaluz; y mucho menos, la cultura. Y absolutamente de ninguna manera la creación artística. Es más, están cerrando las puertas a la verdadera actividad creativa. Las han cerrado ya hace tiempo.

La composición artística se muere en Sevilla. Componer es llorar, morir, dolerse de ser. El cerco flamenco se nutre de la sangre del verdadero pueblo, de la verdadera vida real. Las instituciones venden muñecas de plástico, contorsionadas por un baile que no existe. Las familias gitanas favorecidas sonríen antes de cerrar los ojos por la noche, antes de dormir; están deseando despertar, pues la realidad es más onírica y gratificante que el mejor de los sueños. Mientras tanto, los artistas sevillanos, los inquietos creadores andaluces, ansían que llegue la noche para poder soñar, para evadirse de este campo yermo lleno de gemidos falsos, de ayes ensayados, de taconeos irreales y de japoneses fotografiantes.

Flamenco en la tele, flamenco en la radio, flamenco en la bienal más larga de la Historia. Ahora, quince días más para la Feria del Flamenco... Tiriti tra tran traun, tiriti tra tran tre-ron, tiriti tran tan terotrán, tiriti tran, tarán, tarán. El cerco se va cerrando. ¡Pol.loh paquebote que van pa l’Habaaaaana! ¡Dios, se acerca taconeando Antonio Canales con sus doscientos kilos de peso! ¡Ese culo panaero, de tánto asomarse al hornooo se te va’ poné moreno! Asisto, incoloro, a la canonización del Calambrito de Atapuerca, el mayor homínido del Cante Grande. ¡Ay yayayaya yaiii! Se cierra por la banda izquierda. ¡Tié las duquelitas negraaaas! Me empieza a faltar el oxígeno. Oye, tú que toca’l shelo, por qué no te viene un día al ensayo y noh tocamoh unah rumbitah? Auxílienme! Tirititraun, la nuestra. Me muero. Tacatán, tacatán... Tratacatán...

...Nonay...

...Noná.

Eduardo Maestre.
Octubre de 2002.

viernes, 10 de abril de 2009

ALLEGRO, ¿ADAGIO?, ALLEGRO


¿Adagio? ¿Lento? ¿Moderato? ¿Por qué narices hay que componer un movimiento lento entre dos o más movimientos rápidos? ¿Hay, acaso, fuerzas ocultas de la naturaleza –o de la psique- que impelan al artista a hacer tal cosa? Esta cuestión siempre me ha llamado la atención poderosamente.

En 1998, en el Festival de Plectro de La Rioja, los del Trío Fine Plectrum –por aquel entonces, Trío Joaquín Turina- tocamos algunas piezas de Albéniz y dos obras mías: Juegos (Scherzando, Lento, Allegro molto) y la Suite Paseos y Viajes, que consta de cuatro piezas más o menos independientes, agrupadas por cuestión cronológica y de mecida (compuestas en el mismo estilo: contrapunto, máxima actividad, ritmos trepidantes). Entre las cuatro, no había ninguna lenta; si acaso la tercera, Cruzando Eire, era más dulce, pero la tensión interna se manifestaba igual que en las demás. Al acabar el concierto, uno de los organizadores, Miguel Calvo (profesor de guitarra, músico experto y gran conocedor de la Música en general), me dijo que le habían gustado mucho los Juegos, pero que en la Suite echaba de menos un movimiento lento; y ello lo destacaba como un error de composición (no me lo dijo explícitamente, pero se extraía de sus comentarios). Por mi parte, y muy sorprendido por la admonición, traté de explicarle que eran cuatro piezas independientes; que no conformaban un todo; que... Enfín: que me dejó muy pensativo al respecto. ¿Por qué yo no había colocado un movimiento lento entre las piezas de la suite?

Ya sabemos que las suites están conformadas por piezas independientes. O, para mayor exactitud, más bien interdependientes. Esto es: no tienen por qué seguir lo que hoy día entendemos por una progresión emocional (rápido/lento/rápido). Pero, históricamente, el hecho es que, hasta las suites –y quizás precisamente las suites- se construyen por oposición, por yuxtaposición de elementos.

Veamos: una suite de danzas está compuesta, habitualmente (y desde el Renacimiento), por diferentes ritmos danzables –branles, pavanas, gallardas, courantes, allemandes, zarabandas, gigas, etc.-, dispuestos de tal manera que resulten contrastantes y animen a bailar mediante la variedad de pulsos. Una suite de danzas, para ser exitosa en la fiesta ducal o principesca, ha de ofrecer múltiples posibilidades. A ningún ministril de la época se le ocurriría ofrecer sólo pavanas o sólo branles. El lacayo de turno despediría al ministril y a sus músicos, de una patada en la espalda, ipso facto, por orden expresa del anfitrión. ¡Por Dios! ¡Si hasta hoy día hay quejas, en cualquier discoteca, cuando el D.J. no varía -cada cierto tiempo- de ritmos!

Sabemos lo importante que era la primera danza de una fiesta. El baile lo abría el dueño del palacio, castillo o casa ducal; si el anfitrión tenía setenta años, la primera danza debía ser una basse dance, algo tranquilo; luego, vendrían las gallardas, los branles, etc. para que la juventud se desfogara. Si el dueño del palacio era un joven noble, el primer baile era vibrante y rápido, para lucimiento de éste. Al final de la fiesta, los músicos tenían por costumbre tocar una danza rápida -generalmente una giga-, más forte que las demás danzas, para que, desde las cocinas de palacio, los criados pudieran oírla y también bailarla. Ello podría explicar la inveterada costumbre de terminar un conjunto de danzas con un bouquet final: el allegro finale típico.

En el Barroco, la suite de danzas comienza a tomar un cariz teatral; no por la disposición de las danzas, que sigue siendo contrastante; ni por el hecho de que empezaran a perder el carácter danzable, pasando a ser más bien una serie de piezas para escuchar. Cuando digo teatral, me refiero a que la estructura interna de cada pieza comienza a imitar la forma ternaria –o binaria de tres frases-, una especie de embrión de forma sonata. Eso ya es conocido por los músicos: A, B, A. Éllo confiere a cada danza un color dramático: planteamiento, nudo, vuelta al planteamiento; una oposición interna; un es esto, pero podría ser esto; aunque va a terminar volviendo a ser esto.

El desarrollo fulgurante de la música instrumental, en el siglo XVIII, hace que las sonatas se impregnen de esta estructura tripartita en la cual dos agentes se oponen para resolver sus conflictos en una pax final. La sonata, después del Barroco, basa su éxito precisamente en esta oposición de contrarios (de alternativas, más que de contrarios). Al margen de que los racionalistas –y muchos enciclopedistas- se empeñaran en que la música exclusivamente instrumental era un "puro arabesco" (Rousseau), algo con la total ausencia de contenido racional, el hecho es que las sonatas gustaban al público medio. Ésa era la estructura que mantenía el interés de la burguesía, temerosa siempre por sus negocios, por sus pequeños comercios, por las veleidades de las grandes transacciones: la vida del burgués común estaba siempre pendiendo de los caprichos del destino. La sonata planteaba posibilidades contrastantes, tensiones terribles que siempre se resolvían al final. La música instrumental, al margen de la influencia de los bufonistas a favor de la misma, triunfó entre el gran público porque planteaba tensiones y las resolvía allí mismo; el lobo les enseñaba las fauces, pero moría en el escenario. Cada concierto se convertía en una catarsis.

La música instrumental pura tuvo que luchar para abrirse paso entre los intelectuales racionalistas, los volterianos, los reaccionarios (incluso el propio Rousseau, nada sospechoso de reaccionario), los cuales no acababan de considerar a la Música –así, sin textos a los que acompañar- como un Arte con mayúsculas. Bien es cierto que Diderot y los prerrománticos la elevaban por encima de las demás artes, pero éstas eran polémicas intelectuales que no influían tan decisivamente en el verdadero camino emprendido ya por los músicos prácticos: los compositores adoptaron, acaso inconscientemente, la estructura básica de lo que hoy entendemos por forma sonata, esto es: planteamiento, nudo y desenlace (obsérvese que ya no es una vuelta al planteamiento). O, dicho en términos sociológicos: tesis, antítesis, síntesis.

Ya claramente en Mozart –y, desde luego, en Beethoven-, la sonata adquiere dimensiones extremadamente dramáticas. La bestia de Bonn sugiere unos desarrollos que parecen no tener salida; sus sonatas (su obra, en general), tras presentar una exposición (planteamiento, tesis) ya de por sí inquietante, se introduce por unas veredas oscuras en el desarrollo (nudo, antítesis) que llegan a casi paralizar el devenir musical –lo que mi padre llamaba el conflicto en Beethoven; lo que el profesor alemán de dirección de Juan José Udaeta (director de orquesta español a cuyas clases de Análisis asistí) llamaba konfussionplatze (la Plaza de la Confusión)-, para terminar, en la mal llamada reexposición (desenlace, síntesis), uniendo contrarios, neutralizando fuerzas antitéticas, sintetizando poderosas contradicciones. En dos palabras: produciendo catarsis en el oyente (no tengo la menor duda de que Beethoven es el gran compositor de la burguesía; a ella pertenece y a ella se entrega; es el lobo virtual, el hombre del saco de formas chinescas, el ilusionista del terror. Beethoven es, al siglo XIX, lo que Hitchcock al siglo XX; pero ése es otro tema).

No tengo intención de hablar de la forma sonata, entre otras cosas porque ya hay suficientes libros que la tratan con una profundidad tal, que yo, desde mi tenebrosa ignorancia, no haría más que repetir lugares comunes. Pero he creído importante destacar la progresiva dramatización del discurso musical, desde el siglo XVII especialmente. Ello me lleva a reflexionar sobre el significado profundo de la inclusión de un movimiento lento entre movimientos más rápidos.

¿Por qué la inmensa mayoría de los compositores, desde el XVII hasta el XX, componen obras siguiendo el esquema Allegro, Adagio, Allegro? Entiéndase, cuando digo esto, cualquier variante (Moderato, Scherzando, Lento, Presto; Allegro, Adagio, Minué, Allegro molto; etc.). ¿A qué esa manía de incrustar una pieza lenta entre otras más vivas? Lo primero que se me vino a la cabeza fue que esta partición respondiera a un esquema psíquico: euforia creativa (Allegro inicial); reflexión (Adagio central); comunión con el mundo (Allegro final). Las fases de autoafirmación de las personalidades timoratas (como son las de los artistas, en general) responden a este esquema. El compositor estalla interiormente con una idea musical que plasma en el papel (en la pantalla del ordenador, hoy); la lleva a término; comienza el segundo movimiento (pues la inercia histórica es tan fuerte como para no considerar una obra acabada -sinfónica, cuartetística, coral, etc.- si no se la plantea desde varios movimientos sucesivos). Este movimiento -y si no, el siguiente- con seguridad será de pulso lento, de color oscuro, como reflexionando acerca de lo anteriormente expuesto. Finalmente, no puede acabar así, con una reflexión; tiene que afirmarse a sí mismo, actuar; y si es contundentemente (Presto, Allegro con fuoco), mejor que mejor. El público del XIX -y del primer tercio del XX- paga para recibir su dosis de catarsis, no lo olvidemos. Tampoco olvidemos que la música instrumental es un producto para la burguesía, y que ésta paga sustanciosamente para ser complacida. No se les puede despedir de una sala de conciertos con una reflexión oscura, con una inacción. El hombre del saco no puede campar a sus anchas por el patio de butacas, sembrando el terror de la duda entre los escotes estilo Imperio, o entre los tufos de los miriñaques; hay que acabar con él, tras presentarlo en escena.

Y es ahí donde radica la cuestión: ¿es el movimiento lento, acaso, otra cosa que la sublimación de lo siniestro? ¿Acaso no es la reflexión un ejercicio de duda, una parada sin acción positiva, un ensayo de muerte? Cualquiera de nosotros, a día de hoy, da, a priori, un valor extraordinario a la reflexión. Pararse a pensar lo que uno está haciendo es síntoma inequívoco de responsabilidad. Sin embargo, ¿incluir la reflexión de la obra en la obra misma sería como pegar al lienzo los bocetos del óleo definitivo? Fellini tiene una película, magistral como todas las suyas, en la que, en medio de una secuencia extremadamente dramática, la cámara se aleja, abre campo e incluye a todos los cámaras, al director artístico, a los electricistas, los focos, las cámaras, a los que traen los bocadillos, la grúa, el mecanismo que hace que el barco/decorado se mueva; así está treinta segundos; luego, la misma cámara va cerrando campo y se centra de nuevo en la escena, que no ha llegado a detenerse en ningún momento. La película es E la nave va. El espectador se queda como muerto. Confieso que a mí me impresionó desagradablemente. De momento, me pareció genial (puede que lo sea), pero ya no pude ver la película como la estaba viendo hasta dicho instante. Al salir del cine, estaba cabreado; tenía un sentimiento difuso que, con los años, he definido como estafa.


Sin embargo, no se percibe el movimiento lento, la reflexión dentro del proceso creativo –la reflexión como creación en sí misma-, como una estafa. No es equivalente a la escenita de Fellini, por tanto. Fellini te muestra crudamente que todo eso que estás viendo no es más que una película; para ello, elige el momento más melodramático del film y se ríe de él mismo. Y del espectador, por añadidura. Pero es un ejercicio de metacine, una pirueta genial del maestro italiano: una acrobacia aislada. El adagio dentro de una obra musical no pretende mostrar que todo sea un artificio. Al contrario: quiere dar una sensación de profundidad espiritual, de introspección. Parece, en algunas obras, como si con el adagio el autor quisiera redimirse de los movimientos rápidos, acaso demasiado superficiales. Se despoja a la música de todo matiz bailable; el músico, que no hay que olvidar que viene del mimo, del histrión, del bardo, del juglar, se vuelve sensible a su entorno; no sólo es un lacayo que entretiene a su señor, sino que, además, es capaz de reflexionar sobre ello. Se humaniza, pues, el mimo. Confiere carácter a su oficio; dignifica su arte.

Estas son algunas ideas que me rondan la cabeza en mis ratos inanimados (cuando conduzco una hora de ida y otra de vuelta a Aracena, dos días en semana; cuando me ducho; cuando veo al alcalde/marioneta de Sevilla en la tele). Pero, últimamente, se me ha cruzado una hipótesis de estudio que me intranquiliza: desde que Picasso adquiere las estatuillas africanas hasta que pinta Les Demoisselles d’Avignon, se activa en su cerebro un proceso deconstructivo que le lleva a descomponer, sobre el plano, todos los puntos de vista del bulto redondo; quiero decir que crea el cubismo. Ni qué decir tiene lo que significará este hallazgo para las artes plásticas –no sólo para la Pintura-, pues no hay artista, después del andaluz, que no se vea mediatizado por la voladura controlada del Arte que supone el cubismo. Ello me lleva a pensar que, si entre la visión del objeto y la representación plástica de éste, en el siglo XX, hay un giro copernicano (adiós puntos de fuga; adiós perspectiva; adiós figurativismo más o menos impresionista), ¿por qué no habría de haberlo en la articulación de las piezas que, linealmente dispuestas, conforman una obra musical? ¿Qué razones hay para seguir presentando una visión tridimensional, un planteamiento perspectivista en la sucesión de diferentes movimientos de una misma obra? ¿Qué fuerzas ocultas seguirán estando vivas y acuciarán al compositor actual para mantener un contraste entre los tempi?

Las líneas de fuga que se utilizan en pintura para crear el efecto de perspectiva no son más que la reducción progresiva de un número. Se juega a disminuir las unidades espaciales para ofrecer una situación representativa de la realidad. En la composición, se juega con las unidades temporales para ofrecer la ilusión de perspectiva temporal. Un movimiento lento que sigue a uno rápido, ¿qué está ofreciendo, si no? Está ralentizando el avance del juego de tensiones y distensiones que, en el fondo, es la Música. ¿Qué representa un ritardando final en una pieza rápida, sino el fin de la ilusión estructural creada mediante un pulso que representa el timming psicológico del oyente? ¿Qué es un accellerando final, sino la plasmación sonora del tiempo comprimido? Un accellerando es puro ilusionismo, concentra una frase ya escuchada (y, por tanto, desplegada en un tiempo aceptado como natural) en pulsos progresivamente más cercanos; el oyente capta el accellerando como un viaje en el tiempo, como un empujón a toda velocidad pendiente abajo; la sensación de euforia queda, pues, garantizada. Un tempo lento, dominando todo un movimiento, está presentando una paralización externa del tiempo natural; representa el tiempo de la reflexión, de la meditación: incluye la sensación de retrospección en la obra misma.

La escucha musical atenta resulta una decodificación más o menos inconsciente de estructuras. Lo que nos ofrece la música no son más que propuestas estructurales que se tensan y se destensan. Una vez que aceptamos el marco formal en el que se desarrolla la música (bien sea una estética organal, manierista, rococó, romántica, dodecafónica, etc.), nos disponemos a contemplar cómo el autor despliega velas en un mar de estructuras, navegando con mayor o menor tensión, resolviendo más o menos sus propuestas conflictivas. En Palestrina, podría decirse que no existen tensiones, pero no es cierto (yo encuentro una tensión en Palestrina: la del hombre que no quiere problemas. El romano se niega a rozar siquiera el ánimo del oyente; evidentemente, sus razones contrarreformistas tenía; es un caso extremo de ausencia forzada de conflictos, al igual que, en el sentido opuesto, lo es Beethoven. Éste no cesa de proponer situaciones de alta tensión; casi no las ha resuelto aún, cuando aparece otra. Incluso las resoluciones beethovenianas no acaban de dejar tranquilo al oyente. ¡Y no hablemos de la Gran Fuga para cuarteto!).

Bien, lo que quiero decir con esto es que al escuchar música entramos en un proceso de abstracción, de sublimación de las tensiones y distensiones que la vida cotidiana nos muestra. No creo que sea otra cosa la Música que la posibilidad de oponer bloques estructurados. Para ello, es necesario que el oyente reconozca la estética en la que están inscritos dichos bloques de estructura. Un oyente medio, habituado a los edificios sonoros barrocos (y a nada más), no puede decodificar la música del Nepal; nunca la ha oído; no reconoce la estética nepalí. Un dibujante de cómics, si no se adentra en los vericuetos de la Historia del Arte, jamás relacionará la sonrisa eginética de las estatuas preclásicas de la Magna Grecia con el dolor: pensará que los griegos antiguos se lo pasaban bomba.

Pero vayamos a la burguesía y a la buena sociedad del XIX. Las señoritas que asistían a las schubertíadas o a los conciertos privados de los salones, cuando escuchaban las sonatas para piano o los cuartetos de cuerda sentían que un mensaje iba directo a sus entrañas; decodificaban adecuadísimamente las estructuras, las tensiones, las resoluciones; los bruscos giros, las modulaciones insospechadas no pasaban desapercibidas. ¿Qué carga informativa se esconde detrás de un pasaje de bravura? ¿Por qué se inflamaba el apretado pecho de dichas señoritas cuando el pianista retardaba la nota final de un pasaje sutil? ¡Las espectativas! ¡Las espectativas, colmadas con creces! Eso es lo que arranca el aplauso.

Al asistir a un concierto, los sonidos -ordenadamente dispuestos- que salen de los instrumentos van creando unas espectativas. El oyente va formando, interiormente, una estructura que responde exactamente a la estructura propuesta por el compositor. El imaginario del oyente puede ser completamente distinto al del compositor, al del director de la orquesta, al del tercer clarinete y al de la señora gorda de la butaca de al lado, pero la estructura es la misma. Las texturas diferentes son percibidas como tales, y en la mente del público se va creando una especie de mapa topográfico de la obra con toda suerte de colores, obstáculos, puentes, vados o caminos; o planos esmaltados; o líneas de diferente grosor. Pero todas las decodificaciones mantendrán la misma estructura. Tan sólo los imbéciles que se llevan la partitura al auditorio se quedarán sin ver nada, salvo la impresión a tinta de los pentagramas -¡qué idiotas!-, lo cual no tiene nada que ver con la Música.

Cuando llega el movimiento lento, el oyente se dispone a escuchar de otra manera. No me refiero a que su imaginario cambie; ni siquiera a que las estructuras no se perciban perfectamente. Quiero decir que se prepara para asistir a la detención del tiempo real. El adagio, insisto, es una parálisis del tiempo externo; una reflexión sobre lo acontecido y un momento de reposo preparatorio de lo que va a venir después.

El movimiento lento articula el discurso total del compositor, dotándolo de perspectiva temporal (la pulsación lenta, en la música instrumental no danzable, es algo raro de encontrar antes de la aparición del Racionalismo europeo); toma una dirección hacia dentro del artista. Incluso en las obras dodecafónicas del pleno siglo XX, los movimientos rápidos son una manifestación del tempo externo del compositor, mientras que en los lentos se percibe, meridianamente, una introspección. Como la música –inevitablemente- despliega sobre el tiempo su discurso, la paralización o ralentización de aquél ¿qué nos está sugiriendo, sino un discurrir interior? Oigan ustedes el movimiento lento de la Séptima Sinfonía de Beethoven, en la que la fiera hace desaparecer, al final, la melodía propuesta desde el inicio y, a pesar de ello, ¡la seguimos escuchando! Por supuesto, es un ejemplo extremo de interiorización a través de la música; es puro ilusionismo: magia. Pero, ¿se atrevería Beethoven a hacer desaparecer la melodía en un movimiento rápido, en un Allegro Molto que cerrara la obra? Nunca lo sabremos; lo significativo es que escogió, para ello, un tempo lento. ¿Otra genial intuición del sordo? Lo dudo. Creo, más bien, que Beethoven sabía que, inserto en un tempo calmo, las posibilidades de que el público siguiera escuchando la melodía sin que ésta estuviera presente eran más altas que en un simple andante. El fenómeno reflexivo del adagio no sólo afecta a la estructura compositiva, sino a la disposición del auditorio.

Pero los tiempos cambian, y desde la Guerra Fría –de la que todos somos hijos- la sociedad occidental ha pasado por muy distintas etapas (todas ellas insertas en un megacapitalismo creciente, eso sí), y, tras cruzar el umbral del siglo XXI, los aspectos psicológicos del inconsciente colectivo son algo distintos de aquellos que hicieron fructificar la forma sonata, la articulación en varios movimientos y, en definitiva, el aspecto estructural de las manifestaciones artísticas.

A partir de los años cincuenta, la pulsación se desvanece; parece como si no se quisiera hacer partícipe al oyente acerca de la visión exterior del mundo, desde el punto de vista del compositor. El músico que compone alla moda, extrae de las series un universo matemático que, al ser plasmado sobre el papel, parece una constelación; el resultado sonoro suele ser una detención total del tiempo externo. Los distintos movimientos –nótese: movimientos- de que se componen las obras contemporáneas (lo que entendemos por música contemporánea, quiero aclarar), afectan, principalmente, al ritmo, al pulso, a la marcha hacia algún sitio. No es tan significativa la forzadísima destrucción de los polos tonales como la ausencia de un pulso claro. Es más: no sólo estos decenios (entre 1950 y 1980) paralizan, generalmente, la sensación temporal externa, sino que, al presentar el conjunto de la obra como un magma arrítmico, carecen de capacidad contrastante; por lo tanto, no hay tempo interno tampoco. Uno tiene la sensación, al oir estas obras, de que el compositor dijera “yo me lavo las manos; ahí queda éso; al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga”. En el fondo, no es otra cosa que un gran “no pienso deciros nada de mí”; o, más bien, un enorme “total, para qué; ni siquiera me voy a molestar en buscar dentro de mi corazón; la individualidad ha muerto”.

No quiero parecer injusto con la estética contemporánea. Hay verdaderas obras de arte circunscritas dentro de este gran cajón de sastre. Pero el común denominador del grueso de la producción posterior a la Guerra Fría es la desarticulación general del pulso. Stravinsky hechiza al oyente con un pulso activo e indomable. Bartòk, por muy dura que pueda parecer su música al aficionado medio, mantiene con éste un tête a tête sin apartar la mirada a los ojos en ningún momento; ello lo logra mediante un pulso firme y decidido. Incluso las obras dodecafónicas sobre el tiempo –Schönberg, Berg- consiguen transmitir al oyente ciertos relámpagos íntimos que hacen al compositor más cercano al público. El ritmo, la pulsación clara –por muy compleja que ésta sea- estructuran psicológicamente la obra. Los sonidos –sea cual sea su propuesta estética-, ordenados en el tiempo, desarrollan una estructura emocional, psicológica, simbólica, representativa del devenir cotidiano o trascendente del oyente. El receptor reestructura algo en su interior –aunque sea el caos- al oir cualquier música, por muy banal que ésta sea. El tempo lento, contrastando con tempi más rápidos, representa el tiempo de la reflexión.

Nada más gráfico que los dibujos animados norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Tom y Jerry –sus guionistas; sus dibujantes; sus músicos, claro está- entendieron a la perfección ésto de lo que hablo. Cada una de sus carreras, de sus alocadas persecuciones, era acompañada de un incremento del tempo sobre la partitura sin fisuras que acompañaba sus correrías. Si el gato se percataba de que un engaño se cernía sobre él, la música detenía el tempo en larguísimos trémolos de la sección de cuerda –redondas ligadas a redondas-, con algún arabesco del flautín o el clarinete (significando el nacimiento de la sospecha en la mente del gato); reanudada la persecución, el tutti volvía a adentrarse en un ritmo estable y rápido. ¡Qué extraño sería, para nuestros mecanismos dinámicos, ver cómo el gato persigue al ratón acompañado por un adagio oscuro y lento! Los compositores especializados en dibujos animados lo comprendieron bien: acción--->tempo rápido; distensión--->tempo moderato; reflexión (duda)--->paralización del tempo musical.

Por supuesto, esta ingente cantidad de música dedicada a acompañar las correrías de los personajes de la Warner Brothers o de la Disney, carece -en nuestras mentes llenas de prejuicios- de calidad artística; y es así, a pesar de la indudable chispa de muchas partituras, porque es música para ambientar unos dibujitos animados. Pero éso no quiere decir que no reflejen absolutamente las cualidades estructurales de la mejor música. El único problema es que no reflejan el tempo externo e interno del compositor, sino de los personajillos a los que acompañan.

Una banda sonora del Pato Donald, despojada de cualquier imagen de éste y ofrecida a un público medio sin avisarle de qué se trata, sería tan bien acogida como cualquier obra de Bernstein. ¡Valdría la pena hacer el experimento! Pero sería una mentira artística, porque la correlación pulsional –perdón por los palabros- de los diferentes momentos sonoros no reflejaría la estructura psicológica del compositor, sino la de un personaje de ficción –para colmo, inhumano (por muy humanizado que esté el Pato Donald)- capaz de realizar las mayores tropelías sin que éstas destrocen su cuerpo ni dejen huella en su inexistente psique. No nos vale, por lo tanto, como vehículo comunicativo; pero sus tempi sí.

Los compositores de finales del siglo XX han retomado –y con ansiedad- el pulso para comunicarse de nuevo con el público. La New Age o Nueva Música, ese enorme glaciar a la deriva en el océano del Arte, contiene muy diferentes estéticas; compositores de elaboradísima factura conviven –etiquetados como New Age- con otros anclados en el siglo XIII; artistas de lo simple comparten cama y comida con neobarrocos explosivos. John Adams –para mí, un maestro- se vende en la misma estantería que Ärvo Paart. Meredith Monk comparte expositor con Philip Glass o Michael Nyman. ¡Dios santo! ¿Qué tienen en común artistas tan distintos? ¿Puede haber algún punto de unión en todos ellos? Pues sí: la recuperación del pulso; el uso constante de los tempi contrastantes; la participación personal –el Yo más sincero- en cada compás de sus obras. Y, por supuesto, la exhumación de la tonalidad, rehabilitada nuevamente como vehículo de comunicación.

En los cuartetos de cuerda de Glass; en las obras de cámara de Mertens; en las piezas vocales de Meredith Monk; en las personalísimas obras de Adams, encontramos nuevamente el contraste entre los tempi. De nuevo Allegro/Adagio/Allegro. Y en todos ellos, por supuesto, de nuevo el tren del pulso, avanzando, llevando las estructuras a la mente del auditorio, comunicándose con éste. Nunca como hasta ahora el pulso ha sido tan definitorio del nuevo estilo; la recuperación del ritmo como sostén de las estructuras, no como un fin en sí mismo, nos devuelve la comunicación con el artista.

Creo que dentro de poco tiempo asistiremos a un Renacimiento musical, una nueva etapa en la que los conciertos de música artística se llenarán para escuchar ,sobre todo, estrenos. Los compositores barrocos/clásicos/románticos –los hit parade de la Deutsche Grammophon- se dejarán de interpretar tan machaconamente; y los compositores vivos, restablecida su función natural –de hechicero, de demiurgo, de vate en comunicación con las profundidades del hombre mismo-, volverán a componer para el gran público; para la gran masa no estúpida, como lo hizo Mozart; como lo hizo Händel;como lo hicieron Beethoven, Stravinsky y Monteverdi, Vivaldi y Bocherini, Falla y John Dowland.

Adiós, época oscura y dolorosa; adiós segunda mitad del siglo XX; adiós, compositores que despreciaron al público y a los que el público –el gran público- enterró en una fosa común. Adiós siglo XX; adiós música de la Guerra Fría, que paralizaste el pulso del Arte por un instante; que cerraste las ventanas al mundo y decidiste vivir en los humedales de la oscura muerte artística.

Hola, Allegro/Adagio/Allegro o cualquier otra combinación contrastante. Hola pivotes tonales; hola, Música.

Eduardo Maestre.
Abril del 2002.
Sevilla.

domingo, 5 de abril de 2009

E. Y EL HILO NEGRO


Tengo un jersey negro de cuello alto (no de cuello vuelto), de textura gruesa y corte romántico, con una cremallera lateral que va desde la sisa hasta la parte izquierda del cuello. Es un jersey que me encanta llevar puesto; y, aunque es de baja calidad y enseguida le salieron bolitas, lo mantengo contra viento y marea por tres razones: porque abriga; porque es simple; y porque, en la visión sesgadísima que uno tiene de sí mismo, creo que me confiere un aspecto decimonónico y temperamental que está en total consonancia con mis sensaciones cotidianas.

Debido a que es de calidad inferior, mi jersey negro está confeccionado con una lana industrial de las baratas. Esta lanilla está formada por unos hilos que no sé qué carga de electricidad estática tendrán en su estructura subatómica, pero el caso es que no hacen más que aglomerarse sobre sí mismos, poblando la superficie del jersey -desde el primer día de uso- de bolitas negras fastidiosas que de vez en cuando me dedico a quitar, una por una.

Han sido tantas las bolitas que le he quitado, en tantos otros ratos de paciencia zen, que en una ocasión se me fue la mano y le salió un pequeño agujero en la zona que corresponde al pecho, hacia la derecha, por donde se ve -horror y pavor!- la camiseta blanca. El agujerito no mide más de 4 milímetros de diámetro, pero es suficiente para arruinar lo decimonónico, lo temperamental y cualquier atisbo de sencillez minimalista. Ello me ha hecho relegar tan extremado jersey al terreno doméstico, injusticia estética manifiesta que no debo prolongar en el tiempo.

De manera que, resuelto a cerrar ese túnel hacia lo anestético, decidí comprar hilo negro y aguja. Yo tengo hilo, pero no es negro. Y aguja, pero en mi piso de Sevilla. Así que la otra mañana, me dirigí a una mercería de aquí de Jerez, en donde resido entre semana por motivos de trabajo.

Salí de mi casa a la una del mediodía; en cinco minutos llegué cerca de la mercería; llovía débil pero homogéneamente. Cuando estaba a sólo dos pasos del minúsculo comercio regentado por una señora triste, sonó mi teléfono móvil. Era E.

…E.!

Me refugié en el portal de al lado de la mercería para soltar el paraguas sin mojarme y poder, así, hablar con E. sin prisas.

E. es… A ver: E. es un amor sin márgenes; un lienzo que forzosamente se saliera del marco; las fuerzas de Gaia concentradas en un curvilíneo y precioso cuerpo de mujer. Durante casi un curso, tuve el inmenso placer de amar a E. Pero cuidado: amar a E. no es amar a P., a C. o a I. No: el verbo Amar, aplicado a E., no es sólo un infinitivo neutro, un infinitivo de esos que esperan que los saquen a bailar para que los conjuguen. En el torrente que E. supone, el infinitivo, por el hecho de ser, lleva ya implícito el afán del gerundio (siendo) y la emocionalidad brutal del participio (sido).

Amar, aplicado al algoritmo que supone experimentar a E., es, a la vez, amar-amando-amado. Porque en ella confluyen –sin necesidad alguna de grandes aspavientos- no sólo las energías telúricas más prosaicas, sino las más etéreas y melifluas, en un totum revolutum lleno de risas explosivas, portazos groseros y articulaciones -con dinámica a pianisimo- espeluznantes.

En definitiva: me llamaba E. Era un motivo de alegría tan grande que, por supuesto, paralicé la compra del hilo negro el tiempo que hiciera falta: que le dieran morcilla al hilo negro! Faltaría más! No todos los días recibe uno la llamada del Universo en expansión! Así que, como decía más arriba, me refugié de la lluvia en el portal de una casa, solté el paraguas y puse todo mi sistema sinestésico a funcionar.

Entre las muchas cosas que E. me dijo, hubo una que me resultó, además de interesante, orgánica: acorde con ella misma. El asunto en cuestión era aparentemente baladí: hacía días -o semanas- que E. quería llamarme; pero, para ello, necesitaba tener tiempo.

Tener Tiempo. Con mayúscula.

Si esto mismo me lo hubiera dicho otra persona cualquiera, hubiera inmediatamente entendido que había estado muy liada haciendo cosas y se le había pasado el margen horario para hablar. Pero siendo E. la que lo decía, y teniendo en cuenta que hacía semanas que no hablaba con ella (y, a su vez, meses), el no tener tiempo no indicaba un momento concreto, una franja horaria desocupada, un rato libre que no llegaba. No.

No haber tenido tiempo, para ella, significaba no haber encontrado por delante, hasta ese momento, esa especie de carretera despejada, con un amplio horizonte –lejano y diáfano-, que te permite instalarte en una situación emocional adecuada para recibir en tus pliegues internos todo el cúmulo de sensaciones que la propia disposición que estoy definiendo te prepara para recibir. Recibir y dar, claro: dar.

Evidentemente, la conversación de algo más de media hora que mantuvimos la podíamos haber llevado a cabo en cualquier otra media hora del día, de la semana: media hora es sólo media hora. Esos 30 minutos se sacan con facilidad antes o después de comer; a media tarde; en una escapada del tráfago de la mañana. Pero estamos hablando de Tiempo Subjetivo, no de Tiempo Cronológico. El tiempo que yo necesito para hablar con E. consta del tiempo previo (en el que pienso en E., la recuerdo, la traigo a mi presencia emocional, la dejo encima de la mesa del salón porque me tengo que ir a dar clases, la retomo –entre otros asuntos- momentos antes de dormirme, me sisea desde las caderas de alguna viandante por el centro de Jerez, la vuelvo a imaginar, le digo cosas interiormente y observo sus reacciones); del tiempo cronológico estimado (como mucho, media hora: es lo menos influyente en el total del Tiempo Subjetivo); y del tiempo del impacto que me causa su conversación, que intuyo que va a ser de varios días.

Así que, para llamar a E., yo necesito cinco o seis o diez días de tiempo previo, media hora o una hora de tiempo cronológico, y cinco o diez días más para absorber el impacto que siempre me causa su voz, su sintaxis preverbal y sus crudos conceptos sin envoltorios. El Tiempo que quiero tener para llamar a E. es más o menos entre dos y tres semanas sin papeleos mañaneros, sin audiciones cuyos programas de mano he de confeccionar, además de dar clases, ir y venir de Sevilla a Jerez entre semana por asuntos bancarios importantes. Ello no quiere decir que si ella me llama yo no preste todo el tiempo cronológico que requiera la conversación, pero sí (y a las pruebas me remito) paralizo la actividad externa a la que me encaminaba: comprar –en este caso- el hilo negro. Es más: no sólo no entré en la mercería (que estaba a dos metros, literalmente) a comprarlo, sino que, en mis narices, la señora triste cerró la tienda, bajó la persiana metálica con un sobreagudo estremecedor, y yo no moví un dedo por conseguir mi carrete de hilo negro. Es decir: despejé violentamente la carretera llena de obstáculos para recibir en mis pliegues más profundos el sabor de la estructurada voz de contralto de E., cuyo Tiempo Subjetivo modificaba el mío, con mi total consentimiento.

Evidentemente, se me objetará que, de seguir en esta línea (la necesidad de tres semanas para comunicarse con alguien), estaríamos aislados; nadie podría contar con la inmediatez de la comunicación, situación especialmente sangrante atendiendo a que, si algo es fácil en los tiempos que corren, es, precisamente, comunicarse. Por mail, por teléfono fijo, por móvil, por sms; por todas estas vías obtenemos inmediatez. Pero el Tiempo Subjetivo al que me quiero referir cuenta, dentro de sí, con dicha inmediatez, una vez que ha decidido insertar la comunicación verbal propiamente dicha en el lapso emocional que uno se haya diseñado (tiempo previo y tiempo de impacto o reflexión).

Yo me acabo de mudar de casa estas últimas navidades. Recibí al 2008 entre cajas de cartón llenas de libros, ropa y demás enseres. Los cuadros, desde hace algo más de un mes, lucen amontonados, apoyados en las paredes de mi piso nuevo, esperando el momento en que serán colgados en donde decida el dueño de la casa: yo. Los muebles ya parecen tener su ubicación definitiva –hasta nueva orden-; por lo tanto, ya podría colgar los cuadros. Pero no lo voy a hacer, de momento.

Por qué? Por pereza? No. En estas navidades he demostrado fehacientemente que no soy un tipo perezoso: he sacado y ordenado, exactamente, el contenido de 76 cajas grandes de cartón; he reestructurado el contenido de otras 10 cajas más, esperando el momento en que habiliten los novísimos ascensores (aún sin funcionar) de mi piso, con el objetivo de bajar todas estas cajas al trastero de mi propiedad que hay en el sótano del inmueble; he puesto las lámparas; he reubicado los muebles varias veces hasta encontrar la distribución más adecuada. En definitiva: me he partido la crisma durante las navidades (la christma, por lo tanto), pero he conseguido que la mudanza sea un lejano recuerdo en cuestión de dos semanas y media.

Los cuadros, sin embargo, deben esperar. Para colgarlos, necesito un Tiempo Subjetivo; deseo que algo se asiente, que la carretera se despeje para emprender el viaje de colgarlos en la pared. Porque colgar los cuadros es algo definitivo; hay que taladrar las paredes, meter tacos de plástico, alcayatas; los cuadros son decisiones que permanecen. Para colgar un cuadro, necesito antes un tiempo previo (colgarlo mentalmente en varios sitios distintos de la casa), y necesitaré después un tiempo de impacto (acostumbrarme a verlo cubriendo la superficie de la pared que elegí). Quiere decir esto que abordar una conversación con E. es también algo definitivo? En cierto modo, sí. Veámoslo.

Cuando se mantiene una conversación, uno está ejerciendo varias funciones simultáneas: ordenando ideas, conceptos, principios; apostando por unos más que por otros; poniendo a prueba las propias convicciones; a veces –muchas veces- arriesgando a fondo perdido asuntos que, por polémicos, resultan esclarecedores de otras ideas laterales. En cualquier caso, una conversación medianamente interesante es siempre fuente de conocimiento. De los interlocutores habituales que uno llega a tener, se destacan algunos que, bien por su pericia verbal o conceptual, bien por su particular sintaxis, bien por lo personalísimo de su percepción de la realidad, nos atraen especialmente: queremos volver a hablar con ellos.
De entre estos interlocutores selectos, hay alguno que, después de cientos de horas de conversaciones inolvidables, se ha ganado el título de primus inter pares. Hablar con estos amigos excelentes no se hace a diario. Para charlar con ellos es necesario, como para la misa, un introito, un kyrie y hasta un agnus dei. No se pueden abordar a estos seres como el que pregunta la hora por la calle. Porque una conversación de tres horas con esta persona especial modifica siempre, de alguna manera, el aspecto de la propia personalidad. Una sola sesión de tapas y copas nocturnas en su compañía puede hacer que se muevan suavemente los juncos de tu estanque, o que se estremezcan los cimientos vivos de tu casa interior.

Si, para colmo, uno ha llegado a compartir casi diariamente durante meses la propia visión de la realidad a niveles profundos, y cada vez que esto ha ocurrido se han movido los muebles de sitio; si, como digo, el trato diario con una de estas personas ha llegado a conmover e incluso a alterar la distribución de las habitaciones de la casa que todos tenemos dentro, ¿acaso es un asunto baladí abordar una conversación cualquiera con estos amigos extremos? Claramente, no. Yo sé que, tras hablar con determinadas poquísimas personas (E., en este caso), puede que me encuentre algunos cuadros colgados en paredes que no sospechaba; e incluso es posible que algún que otro cuadro que adornaba un pasillo de mi casa, haya desaparecido –sorpresa!- de su ubicación habitual para aparecer en la habitación de invitados.

Ese tiempo subjetivo que reclamo es fundamental. Porque dentro de mi espíritu sé que soy en movimiento. Digo soy; no digo estoy. Y es que Estar es una forma fragmentaria de comprender el hecho de Ser; yo soy porque soy en tanto que me muevo. Mi movimiento no se refiere al movimiento físico, al desplazamiento mensurable, espacial (de Sevilla a Jerez; de Mairena a Sevilla; de un bar de tapas a otro de copas; de mi clase a la Jefatura de Estudios), sino al Cosmos interior, al Caos periférico que asumo del mismo modo que el atún asume el agua en la que vuela: respirándola.

No quiero darle más vueltas al asunto: para mí, el Tiempo está directamente relacionado con el Espacio; pero no como una dimensión diferente de éste, sino como una dimensión de éste. Es decir: el concepto Tiempo no es más que una herramienta espacial; nuestro subconsciente lo sabe muy bien, y, a pesar de los relojes, utilizamos constantemente expresiones tales como “estuve allí desde las cinco hasta las nueve”, construcción verbal idéntica a la que utilizaría un topógrafo midiendo una finca o una modista señalando una tela con su jaboncillo: desde aquí hasta allí.

Y qué decir de los viajes largos? En cuántas ocasiones nos hemos ido de viaje en tren o en avión desde por la mañana bien temprano, y, tras cambiar de estación o de aeropuerto varias veces, hemos llegado por fin al hotel, de noche, y, recordando el momento en que hacíamos la maleta –no más de 12 horas antes-, parece enteramente que llevamos tres o cuatro días fuera de casa? La sensación de que el tiempo se dilata va unida directamente a la percepción de nuevos espacios, a la noción de distancia. Mientras más variado sea el viaje en este sentido; mientras más pueblos visitemos; más paisajes contemplemos; más ambientes conozcamos, la dilatación del tiempo será mayor. En sólo cuatro días de viaje intenso tienen cabida seis o siete semanas de las cotidianas, y no hay discurso ni encadenamiento lógico que nos pueda convencer de que sólo han pasado cuatro días, 96 horas, porque nuestro espíritu y nuestras glándulas han vivido seis semanas de Tiempo Subjetivo.

Si existiera un reloj cuya aguja encargada de marcar las horas tuviera una longitud superior a la distancia que hay entre el Sol y Alfa Centauri, alguien que –convenientemente ataviado para sobrevivir en el espacio- se subiera en tan inconcebible manecilla cerca del centro del cósmico reloj, pasaría las primeras 4 horas sumida en un aburrimiento galáctico, pues casi no percibiría el paso de las cuatro horas. Pero alguien que estuviera -con arneses propios de una novela de Julio Verne- en el extremo de dicha manecilla, vería cómo ante sus espantados ojos pasarían planetas, sistemas solares, lluvias de estrellas, seres inconcebibles, imágenes oníricas y paisajes inconmensurables en las mismas 4 horas que harían bostezar a la otra persona. Quién convencería a aquel aventurero del extremo de la manecilla de que sólo han pasado cuatro horas? Porque serían tantas las impresiones recibidas, y tánto el espacio recorrido, que la impronta que llevaría su espíritu no podría comprender que todo eso cupiera en sólo cuatro horas.

El Espacio determina el Tiempo Subjetivo sin apelación posible. El Espacio es la sustancia que nutre y hace existir al Tiempo. Envejecer no es consecuencia del paso del tiempo, sino de la dinamización del espacio. Se envejece por la oxidación, la fricción, el desgaste celular; y ninguno de estos efectos son causados por otra cosa que el desplazamiento en el espacio cotidiano. El Tiempo Subjetivo interior determina qué mujer se ve envejecida prematuramente por la muerte de sus hijos en una guerra; qué hombre encanece en pocas semanas por un asunto de ruina y quiebra general de su negocio; qué señora mantiene un aspecto fértil pasados los cincuenta y tantos; qué sesentón se muestra más atractivo que cuando tenía 34 años…

El tiempo parece paralizarse cuando llegan esas horas que hay en la sobremesa de los veranos andaluces; esas horas de extremo calor en las que el organismo se debate entre dormirse (morir a tiempo parcial) o vegetar. Para los que no dormimos siesta jamás, esas horas son un suplicio; el tiempo se detiene, aparentemente; aunque, en realidad, es el desplazamiento espacial externo el que se paraliza. La percepción de esta quietud es la que nos induce a hablar de horas muertas, de tiempo detenido. No se detiene el Tiempo; es el desplazamiento el que se paraliza: el movimiento en el Espacio es lo que verdaderamente se detiene.

En definitiva: dependiendo íntimamente del incremento del movimiento, la sensación de Tiempo se modifica sin límites. Pero qué factores determinan la percepción del movimiento? Porque, para un suicida sumido en un coma de 48 horas, que ha sido transportado en ambulancia a urgencias, que ha sido llevado en camilla, transportado a una habitación de hospital tras un lavado gástrico, cuidado por su familia, llevado de regreso a su casa, y que despierta en la misma cama en la que se durmió químicamente gracias al bote de pastillas, no ha pasado el tiempo. Para él, nada ha ocurrido, porque desconoce la vorágine en la que ha envuelto a su familia (ir, venir, esperar, volver) y en la que ha estado él mismo; no ha percibido movimiento alguno, pues ha estado en coma y con los sentidos embotados. No ha entrado información alguna en su cerebro, ni siquiera de manera inconsciente. No se ha movido del sitio en que decidió morir; se ha despertado en la misma cama; no tiene recuerdos; no tiene imágenes: nada que le permita elaborar un mapa del tiempo transcurrido.

Bien: si los relojes son una herramienta para realizar proyectos en común (edificios, microchips, detergente, historias de amor, pasta para papel) pero no son el Tiempo; si ni siquiera el Tiempo es otra cosa que la dinamización del Espacio; si, además, queda determinada su existencia por nuestra percepción interna individual, qué otra opción nos queda sino asumir la responsabilidad de dotar al Tiempo con nuestra propia magnitud personal? Quién que conozca estos extremos puede seguir pensando que el Tiempo es una medida común para todos?

Con E., los aspectos puestos en tela de juicio en casi cualquier conversación que he mantenido con ella, siempre me hacen ampliar la percepción; es como si se activaran todos los sensores. Cuando la conversación no ha sido telefónica, sino con mi interlocutora enfrente, el sentido del olfato y el del tacto se han sumado participativamente, aumentando la impresión de ampliación temporal. El Tiempo, ensanchado. El Espacio interno, hiperactivo. A veces como un Harold Lloyd interestelar, colgado del extremo de la aguja del reloj, sorteando galaxias.

A dos metros de conseguir mi carrete de hilo negro, el teléfono móvil suena y es E. Mientras me sumerjo en su magnífico Universo, cierran la mercería en mis narices. Mi Tiempo se ensancha; el tiempo de la dueña de la tienda permanece uncido al carro del reloj de los comercios. Yo aparento estar quieto, mientras que la señora de la mercería sale, echa el cierre y se marcha a su casa a comer un guiso de carne con zanahorias. Ella parece moverse, mientras que yo me resguardo de la lluvia en el portal de al lado con el móvil en la oreja. Pero la realidad es lo contrario: la señora de la mercería repite el mismo ritual diario; yo viajo entre planetas; ella mira sin ver las calles que la llevan a su guiso cotidiano; yo alejo los márgenes en mi interior, amplío el Tiempo, porque E. despelleja sustantivos, deshuesa adjetivos, monda conceptos.

E. me llamó desde su Tiempo Subjetivo. Yo acepté la llamada y asumí con placer esa modificación del Tiempo. Y ese día me quedé sin hilo negro.

…Pero recorrí galaxias.

Eduardo Maestre.
6 de febrero de 2008.