Literatura

Clica.

domingo, 5 de abril de 2009

E. Y EL HILO NEGRO


Tengo un jersey negro de cuello alto (no de cuello vuelto), de textura gruesa y corte romántico, con una cremallera lateral que va desde la sisa hasta la parte izquierda del cuello. Es un jersey que me encanta llevar puesto; y, aunque es de baja calidad y enseguida le salieron bolitas, lo mantengo contra viento y marea por tres razones: porque abriga; porque es simple; y porque, en la visión sesgadísima que uno tiene de sí mismo, creo que me confiere un aspecto decimonónico y temperamental que está en total consonancia con mis sensaciones cotidianas.

Debido a que es de calidad inferior, mi jersey negro está confeccionado con una lana industrial de las baratas. Esta lanilla está formada por unos hilos que no sé qué carga de electricidad estática tendrán en su estructura subatómica, pero el caso es que no hacen más que aglomerarse sobre sí mismos, poblando la superficie del jersey -desde el primer día de uso- de bolitas negras fastidiosas que de vez en cuando me dedico a quitar, una por una.

Han sido tantas las bolitas que le he quitado, en tantos otros ratos de paciencia zen, que en una ocasión se me fue la mano y le salió un pequeño agujero en la zona que corresponde al pecho, hacia la derecha, por donde se ve -horror y pavor!- la camiseta blanca. El agujerito no mide más de 4 milímetros de diámetro, pero es suficiente para arruinar lo decimonónico, lo temperamental y cualquier atisbo de sencillez minimalista. Ello me ha hecho relegar tan extremado jersey al terreno doméstico, injusticia estética manifiesta que no debo prolongar en el tiempo.

De manera que, resuelto a cerrar ese túnel hacia lo anestético, decidí comprar hilo negro y aguja. Yo tengo hilo, pero no es negro. Y aguja, pero en mi piso de Sevilla. Así que la otra mañana, me dirigí a una mercería de aquí de Jerez, en donde resido entre semana por motivos de trabajo.

Salí de mi casa a la una del mediodía; en cinco minutos llegué cerca de la mercería; llovía débil pero homogéneamente. Cuando estaba a sólo dos pasos del minúsculo comercio regentado por una señora triste, sonó mi teléfono móvil. Era E.

…E.!

Me refugié en el portal de al lado de la mercería para soltar el paraguas sin mojarme y poder, así, hablar con E. sin prisas.

E. es… A ver: E. es un amor sin márgenes; un lienzo que forzosamente se saliera del marco; las fuerzas de Gaia concentradas en un curvilíneo y precioso cuerpo de mujer. Durante casi un curso, tuve el inmenso placer de amar a E. Pero cuidado: amar a E. no es amar a P., a C. o a I. No: el verbo Amar, aplicado a E., no es sólo un infinitivo neutro, un infinitivo de esos que esperan que los saquen a bailar para que los conjuguen. En el torrente que E. supone, el infinitivo, por el hecho de ser, lleva ya implícito el afán del gerundio (siendo) y la emocionalidad brutal del participio (sido).

Amar, aplicado al algoritmo que supone experimentar a E., es, a la vez, amar-amando-amado. Porque en ella confluyen –sin necesidad alguna de grandes aspavientos- no sólo las energías telúricas más prosaicas, sino las más etéreas y melifluas, en un totum revolutum lleno de risas explosivas, portazos groseros y articulaciones -con dinámica a pianisimo- espeluznantes.

En definitiva: me llamaba E. Era un motivo de alegría tan grande que, por supuesto, paralicé la compra del hilo negro el tiempo que hiciera falta: que le dieran morcilla al hilo negro! Faltaría más! No todos los días recibe uno la llamada del Universo en expansión! Así que, como decía más arriba, me refugié de la lluvia en el portal de una casa, solté el paraguas y puse todo mi sistema sinestésico a funcionar.

Entre las muchas cosas que E. me dijo, hubo una que me resultó, además de interesante, orgánica: acorde con ella misma. El asunto en cuestión era aparentemente baladí: hacía días -o semanas- que E. quería llamarme; pero, para ello, necesitaba tener tiempo.

Tener Tiempo. Con mayúscula.

Si esto mismo me lo hubiera dicho otra persona cualquiera, hubiera inmediatamente entendido que había estado muy liada haciendo cosas y se le había pasado el margen horario para hablar. Pero siendo E. la que lo decía, y teniendo en cuenta que hacía semanas que no hablaba con ella (y, a su vez, meses), el no tener tiempo no indicaba un momento concreto, una franja horaria desocupada, un rato libre que no llegaba. No.

No haber tenido tiempo, para ella, significaba no haber encontrado por delante, hasta ese momento, esa especie de carretera despejada, con un amplio horizonte –lejano y diáfano-, que te permite instalarte en una situación emocional adecuada para recibir en tus pliegues internos todo el cúmulo de sensaciones que la propia disposición que estoy definiendo te prepara para recibir. Recibir y dar, claro: dar.

Evidentemente, la conversación de algo más de media hora que mantuvimos la podíamos haber llevado a cabo en cualquier otra media hora del día, de la semana: media hora es sólo media hora. Esos 30 minutos se sacan con facilidad antes o después de comer; a media tarde; en una escapada del tráfago de la mañana. Pero estamos hablando de Tiempo Subjetivo, no de Tiempo Cronológico. El tiempo que yo necesito para hablar con E. consta del tiempo previo (en el que pienso en E., la recuerdo, la traigo a mi presencia emocional, la dejo encima de la mesa del salón porque me tengo que ir a dar clases, la retomo –entre otros asuntos- momentos antes de dormirme, me sisea desde las caderas de alguna viandante por el centro de Jerez, la vuelvo a imaginar, le digo cosas interiormente y observo sus reacciones); del tiempo cronológico estimado (como mucho, media hora: es lo menos influyente en el total del Tiempo Subjetivo); y del tiempo del impacto que me causa su conversación, que intuyo que va a ser de varios días.

Así que, para llamar a E., yo necesito cinco o seis o diez días de tiempo previo, media hora o una hora de tiempo cronológico, y cinco o diez días más para absorber el impacto que siempre me causa su voz, su sintaxis preverbal y sus crudos conceptos sin envoltorios. El Tiempo que quiero tener para llamar a E. es más o menos entre dos y tres semanas sin papeleos mañaneros, sin audiciones cuyos programas de mano he de confeccionar, además de dar clases, ir y venir de Sevilla a Jerez entre semana por asuntos bancarios importantes. Ello no quiere decir que si ella me llama yo no preste todo el tiempo cronológico que requiera la conversación, pero sí (y a las pruebas me remito) paralizo la actividad externa a la que me encaminaba: comprar –en este caso- el hilo negro. Es más: no sólo no entré en la mercería (que estaba a dos metros, literalmente) a comprarlo, sino que, en mis narices, la señora triste cerró la tienda, bajó la persiana metálica con un sobreagudo estremecedor, y yo no moví un dedo por conseguir mi carrete de hilo negro. Es decir: despejé violentamente la carretera llena de obstáculos para recibir en mis pliegues más profundos el sabor de la estructurada voz de contralto de E., cuyo Tiempo Subjetivo modificaba el mío, con mi total consentimiento.

Evidentemente, se me objetará que, de seguir en esta línea (la necesidad de tres semanas para comunicarse con alguien), estaríamos aislados; nadie podría contar con la inmediatez de la comunicación, situación especialmente sangrante atendiendo a que, si algo es fácil en los tiempos que corren, es, precisamente, comunicarse. Por mail, por teléfono fijo, por móvil, por sms; por todas estas vías obtenemos inmediatez. Pero el Tiempo Subjetivo al que me quiero referir cuenta, dentro de sí, con dicha inmediatez, una vez que ha decidido insertar la comunicación verbal propiamente dicha en el lapso emocional que uno se haya diseñado (tiempo previo y tiempo de impacto o reflexión).

Yo me acabo de mudar de casa estas últimas navidades. Recibí al 2008 entre cajas de cartón llenas de libros, ropa y demás enseres. Los cuadros, desde hace algo más de un mes, lucen amontonados, apoyados en las paredes de mi piso nuevo, esperando el momento en que serán colgados en donde decida el dueño de la casa: yo. Los muebles ya parecen tener su ubicación definitiva –hasta nueva orden-; por lo tanto, ya podría colgar los cuadros. Pero no lo voy a hacer, de momento.

Por qué? Por pereza? No. En estas navidades he demostrado fehacientemente que no soy un tipo perezoso: he sacado y ordenado, exactamente, el contenido de 76 cajas grandes de cartón; he reestructurado el contenido de otras 10 cajas más, esperando el momento en que habiliten los novísimos ascensores (aún sin funcionar) de mi piso, con el objetivo de bajar todas estas cajas al trastero de mi propiedad que hay en el sótano del inmueble; he puesto las lámparas; he reubicado los muebles varias veces hasta encontrar la distribución más adecuada. En definitiva: me he partido la crisma durante las navidades (la christma, por lo tanto), pero he conseguido que la mudanza sea un lejano recuerdo en cuestión de dos semanas y media.

Los cuadros, sin embargo, deben esperar. Para colgarlos, necesito un Tiempo Subjetivo; deseo que algo se asiente, que la carretera se despeje para emprender el viaje de colgarlos en la pared. Porque colgar los cuadros es algo definitivo; hay que taladrar las paredes, meter tacos de plástico, alcayatas; los cuadros son decisiones que permanecen. Para colgar un cuadro, necesito antes un tiempo previo (colgarlo mentalmente en varios sitios distintos de la casa), y necesitaré después un tiempo de impacto (acostumbrarme a verlo cubriendo la superficie de la pared que elegí). Quiere decir esto que abordar una conversación con E. es también algo definitivo? En cierto modo, sí. Veámoslo.

Cuando se mantiene una conversación, uno está ejerciendo varias funciones simultáneas: ordenando ideas, conceptos, principios; apostando por unos más que por otros; poniendo a prueba las propias convicciones; a veces –muchas veces- arriesgando a fondo perdido asuntos que, por polémicos, resultan esclarecedores de otras ideas laterales. En cualquier caso, una conversación medianamente interesante es siempre fuente de conocimiento. De los interlocutores habituales que uno llega a tener, se destacan algunos que, bien por su pericia verbal o conceptual, bien por su particular sintaxis, bien por lo personalísimo de su percepción de la realidad, nos atraen especialmente: queremos volver a hablar con ellos.
De entre estos interlocutores selectos, hay alguno que, después de cientos de horas de conversaciones inolvidables, se ha ganado el título de primus inter pares. Hablar con estos amigos excelentes no se hace a diario. Para charlar con ellos es necesario, como para la misa, un introito, un kyrie y hasta un agnus dei. No se pueden abordar a estos seres como el que pregunta la hora por la calle. Porque una conversación de tres horas con esta persona especial modifica siempre, de alguna manera, el aspecto de la propia personalidad. Una sola sesión de tapas y copas nocturnas en su compañía puede hacer que se muevan suavemente los juncos de tu estanque, o que se estremezcan los cimientos vivos de tu casa interior.

Si, para colmo, uno ha llegado a compartir casi diariamente durante meses la propia visión de la realidad a niveles profundos, y cada vez que esto ha ocurrido se han movido los muebles de sitio; si, como digo, el trato diario con una de estas personas ha llegado a conmover e incluso a alterar la distribución de las habitaciones de la casa que todos tenemos dentro, ¿acaso es un asunto baladí abordar una conversación cualquiera con estos amigos extremos? Claramente, no. Yo sé que, tras hablar con determinadas poquísimas personas (E., en este caso), puede que me encuentre algunos cuadros colgados en paredes que no sospechaba; e incluso es posible que algún que otro cuadro que adornaba un pasillo de mi casa, haya desaparecido –sorpresa!- de su ubicación habitual para aparecer en la habitación de invitados.

Ese tiempo subjetivo que reclamo es fundamental. Porque dentro de mi espíritu sé que soy en movimiento. Digo soy; no digo estoy. Y es que Estar es una forma fragmentaria de comprender el hecho de Ser; yo soy porque soy en tanto que me muevo. Mi movimiento no se refiere al movimiento físico, al desplazamiento mensurable, espacial (de Sevilla a Jerez; de Mairena a Sevilla; de un bar de tapas a otro de copas; de mi clase a la Jefatura de Estudios), sino al Cosmos interior, al Caos periférico que asumo del mismo modo que el atún asume el agua en la que vuela: respirándola.

No quiero darle más vueltas al asunto: para mí, el Tiempo está directamente relacionado con el Espacio; pero no como una dimensión diferente de éste, sino como una dimensión de éste. Es decir: el concepto Tiempo no es más que una herramienta espacial; nuestro subconsciente lo sabe muy bien, y, a pesar de los relojes, utilizamos constantemente expresiones tales como “estuve allí desde las cinco hasta las nueve”, construcción verbal idéntica a la que utilizaría un topógrafo midiendo una finca o una modista señalando una tela con su jaboncillo: desde aquí hasta allí.

Y qué decir de los viajes largos? En cuántas ocasiones nos hemos ido de viaje en tren o en avión desde por la mañana bien temprano, y, tras cambiar de estación o de aeropuerto varias veces, hemos llegado por fin al hotel, de noche, y, recordando el momento en que hacíamos la maleta –no más de 12 horas antes-, parece enteramente que llevamos tres o cuatro días fuera de casa? La sensación de que el tiempo se dilata va unida directamente a la percepción de nuevos espacios, a la noción de distancia. Mientras más variado sea el viaje en este sentido; mientras más pueblos visitemos; más paisajes contemplemos; más ambientes conozcamos, la dilatación del tiempo será mayor. En sólo cuatro días de viaje intenso tienen cabida seis o siete semanas de las cotidianas, y no hay discurso ni encadenamiento lógico que nos pueda convencer de que sólo han pasado cuatro días, 96 horas, porque nuestro espíritu y nuestras glándulas han vivido seis semanas de Tiempo Subjetivo.

Si existiera un reloj cuya aguja encargada de marcar las horas tuviera una longitud superior a la distancia que hay entre el Sol y Alfa Centauri, alguien que –convenientemente ataviado para sobrevivir en el espacio- se subiera en tan inconcebible manecilla cerca del centro del cósmico reloj, pasaría las primeras 4 horas sumida en un aburrimiento galáctico, pues casi no percibiría el paso de las cuatro horas. Pero alguien que estuviera -con arneses propios de una novela de Julio Verne- en el extremo de dicha manecilla, vería cómo ante sus espantados ojos pasarían planetas, sistemas solares, lluvias de estrellas, seres inconcebibles, imágenes oníricas y paisajes inconmensurables en las mismas 4 horas que harían bostezar a la otra persona. Quién convencería a aquel aventurero del extremo de la manecilla de que sólo han pasado cuatro horas? Porque serían tantas las impresiones recibidas, y tánto el espacio recorrido, que la impronta que llevaría su espíritu no podría comprender que todo eso cupiera en sólo cuatro horas.

El Espacio determina el Tiempo Subjetivo sin apelación posible. El Espacio es la sustancia que nutre y hace existir al Tiempo. Envejecer no es consecuencia del paso del tiempo, sino de la dinamización del espacio. Se envejece por la oxidación, la fricción, el desgaste celular; y ninguno de estos efectos son causados por otra cosa que el desplazamiento en el espacio cotidiano. El Tiempo Subjetivo interior determina qué mujer se ve envejecida prematuramente por la muerte de sus hijos en una guerra; qué hombre encanece en pocas semanas por un asunto de ruina y quiebra general de su negocio; qué señora mantiene un aspecto fértil pasados los cincuenta y tantos; qué sesentón se muestra más atractivo que cuando tenía 34 años…

El tiempo parece paralizarse cuando llegan esas horas que hay en la sobremesa de los veranos andaluces; esas horas de extremo calor en las que el organismo se debate entre dormirse (morir a tiempo parcial) o vegetar. Para los que no dormimos siesta jamás, esas horas son un suplicio; el tiempo se detiene, aparentemente; aunque, en realidad, es el desplazamiento espacial externo el que se paraliza. La percepción de esta quietud es la que nos induce a hablar de horas muertas, de tiempo detenido. No se detiene el Tiempo; es el desplazamiento el que se paraliza: el movimiento en el Espacio es lo que verdaderamente se detiene.

En definitiva: dependiendo íntimamente del incremento del movimiento, la sensación de Tiempo se modifica sin límites. Pero qué factores determinan la percepción del movimiento? Porque, para un suicida sumido en un coma de 48 horas, que ha sido transportado en ambulancia a urgencias, que ha sido llevado en camilla, transportado a una habitación de hospital tras un lavado gástrico, cuidado por su familia, llevado de regreso a su casa, y que despierta en la misma cama en la que se durmió químicamente gracias al bote de pastillas, no ha pasado el tiempo. Para él, nada ha ocurrido, porque desconoce la vorágine en la que ha envuelto a su familia (ir, venir, esperar, volver) y en la que ha estado él mismo; no ha percibido movimiento alguno, pues ha estado en coma y con los sentidos embotados. No ha entrado información alguna en su cerebro, ni siquiera de manera inconsciente. No se ha movido del sitio en que decidió morir; se ha despertado en la misma cama; no tiene recuerdos; no tiene imágenes: nada que le permita elaborar un mapa del tiempo transcurrido.

Bien: si los relojes son una herramienta para realizar proyectos en común (edificios, microchips, detergente, historias de amor, pasta para papel) pero no son el Tiempo; si ni siquiera el Tiempo es otra cosa que la dinamización del Espacio; si, además, queda determinada su existencia por nuestra percepción interna individual, qué otra opción nos queda sino asumir la responsabilidad de dotar al Tiempo con nuestra propia magnitud personal? Quién que conozca estos extremos puede seguir pensando que el Tiempo es una medida común para todos?

Con E., los aspectos puestos en tela de juicio en casi cualquier conversación que he mantenido con ella, siempre me hacen ampliar la percepción; es como si se activaran todos los sensores. Cuando la conversación no ha sido telefónica, sino con mi interlocutora enfrente, el sentido del olfato y el del tacto se han sumado participativamente, aumentando la impresión de ampliación temporal. El Tiempo, ensanchado. El Espacio interno, hiperactivo. A veces como un Harold Lloyd interestelar, colgado del extremo de la aguja del reloj, sorteando galaxias.

A dos metros de conseguir mi carrete de hilo negro, el teléfono móvil suena y es E. Mientras me sumerjo en su magnífico Universo, cierran la mercería en mis narices. Mi Tiempo se ensancha; el tiempo de la dueña de la tienda permanece uncido al carro del reloj de los comercios. Yo aparento estar quieto, mientras que la señora de la mercería sale, echa el cierre y se marcha a su casa a comer un guiso de carne con zanahorias. Ella parece moverse, mientras que yo me resguardo de la lluvia en el portal de al lado con el móvil en la oreja. Pero la realidad es lo contrario: la señora de la mercería repite el mismo ritual diario; yo viajo entre planetas; ella mira sin ver las calles que la llevan a su guiso cotidiano; yo alejo los márgenes en mi interior, amplío el Tiempo, porque E. despelleja sustantivos, deshuesa adjetivos, monda conceptos.

E. me llamó desde su Tiempo Subjetivo. Yo acepté la llamada y asumí con placer esa modificación del Tiempo. Y ese día me quedé sin hilo negro.

…Pero recorrí galaxias.

Eduardo Maestre.
6 de febrero de 2008.

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