Literatura

Clica.

lunes, 27 de abril de 2009

EMPRENDEDORES Y EMPRESARIOS


Sevilla es la ciudad en la que nací, y en sus calles ha transcurrido la mayor parte de mi vida; y en sus bares, en sus comercios, en sus cines; y en las casas de mis amigos. Es la ciudad que mejor conozco, y, aunque el tema del que voy a hablar creo que podría extrapolarse a otra ciudad cualquiera del mundo (salvo, quizás, los emporios del negocio), sólo de Sevilla puedo lanzar la hipótesis de este artículo, la cual es la siguiente:

en Sevilla hay empresarios, pero no emprendedores.

Dicho lo cual, procedo a desarrollar la serie de sensaciones que me hacen desembocar, una y otra vez, en dicha afirmación.

Los montañeses -cántabros, fundamentalmente- que se vinieron a Cádiz y a Sevilla a montar su negocio de ultramarinos a mediados del siglo XIX, representan eso que yo llamo empresarios, y que nada tiene que ver con el concepto que tengo de emprendedores. Ya se sabe qué es un ultramarinos, como se conoce comúnmente: una tienda oscura, regentada por uno o dos miembros de la misma familia, cuyo local, generalmente antiquísimo, está dividido en dos: un mostrador de madera o mármol, con las paredes atiborradas de latas hasta el techo; y otra parte, más hacia el interior de la cueva, en la que se despachan vinos y pequeñas tapas.
Éste es un negocio que en Sevilla siempre ha marchado bien. Y, pese a las grandes superficies tales como los Carrefour, los Hipercor y demás, aún sobrevive. Ahora se les llama desavíos; e incluso he escuchado a algún compañero de conservatorio –de otras latitudes no andaluzas- llamar a estas tiendecitas con el nada castizo nombre de seven-eleven, por muy asombroso que parezca. El caso es que estos ultramarinos, desde mi óptica personal, representan el espíritu inmóvil de los empresarios sevillanos, que montan su negocio, aseguran su clientela, llenan el buche de su familia y engordan a base de no expandirse.

Un negocio familiar sevillano (una zapatería en el centro, un bar de caracoles en un barrio de la periferia, una mercería, una tienda especializada en manualidades cercana a la Facultad de Bellas Artes, etc.) nunca comprende dentro de sí la necesidad de extralimitar su función básica -función que consiste en asegurar las ganancias y poco más. Si invierte alguna vez, es para remozar la tienda o el bar, o instalar aire acondicionado; suelen ser mejoras físicas, domésticas, pero no expansivas. Mejoras efímeras, que en nada afectan a la extensión del negocio a otras esferas.

Y es que, al igual que ocurre con el maniqueísmo que nos rodea desde que nacemos hasta que morimos, y que suele lanzarnos a los lugares comunes más insufribles (Humanidades versus Ciencias; Naturaleza versus Tecnología; Estética versus Funcionalidad; etc.), tenemos la manía de separar las especialidades en las que podemos desarrollarnos como si ya, desde nuestro nacimiento, nos tocara con su varita LOGSE un hada madrina y nos decantara hacia una vocación específica; y, peor aún, hacia una especialidad dentro de cada vocación (médico, pero cirujano; cirujano, pero cardio-vascular), cerrándonos para siempre jamás a entrometernos en otras disciplinas, como si fuera un pecado de lesa vocación.
De ahí, es tan extraño ver un compositor que realice una exposición de cuadros; o un arquitecto que gane premios de cocina; o un periodista que estrene sinfonías; o un empresario textil que funde una cadena de alimentación. El último caso no es tan raro como los anteriores; todos conocemos empresas de alimentación que han expandido sus negocios a disciplinas tan dispares como el diseño de interiores, o cualquier otra actividad en principio alejada del negocio principal. Aún así, sigue siendo anormal; el mundo empresarial, incluso los propios consumidores, esperan secretamente que fracase la tentativa de expansión para sentenciar, como si de un castigo divino se tratase: “Se lo merece: se metió donde no lo llamaban”.

Pero más raro aún es el empresario que, no contento con abrir distintas empresas, quiere expandir su radio de acción al terreno del Arte. Antiguamente, se les llamaba mecenas; hoy día, también. Es sabido que, desde siempre, a los aristócratas (entendidos éstos como pertenecientes a la aristocracia o a la nobleza del clero, da igual) les ha gustado rodearse de artistas; en primer lugar, para demostrar públicamente que han podido domesticar de alguna manera la capacidad de algunos seres humanos para lo sublime (lo cual no deja de ser una forma de dominar a Dios); y en segundo lugar –y no menos importante- para rodearse de obras de arte en exclusiva, sin olvidar retratarse para alcanzar la posteridad de la mano de alguno de estos artistas excepcionales. Y cuando digo retratarse, incluyo sonatas, cuartetos, novelas, poemas y palacios creados por grandes artistas y dedicados a sus protectores, con nombre y apellidos.

Faraones, césares, altos funcionarios de Roma, patricios; luego, obispos y papas, señores feudales, dux y dogos, príncipes, duques, condes y barones; más tarde, burgueses acaudalados, grandes hombres de negocios; y finalmente la Administración. Todos ellos no han sido más que hombres y mujeres sin la chispa divina que tiene el genio, pero con la capacidad de reconocerla entre la multitud de sirvientes y aduladores, valorarla y apoyarla.
Cuando un príncipe europeo del siglo XVI acogía en las dependencias de uno de sus palacios a un pintor con su taller, no sólo estaba haciendo una labor de benefactor del Arte: estaba invirtiendo en inmortalidad; la cuota que tenía que pagar era mínima, en comparación con el rédito que suponía acoger a un Brunelleschi o a un Monteverdi en las reuniones palaciegas. Al margen del estilo y el refinamiento que suponía tener a un artista de talento acogido casi en régimen de adopción, y sin atender a la cantidad de obras de arte que pasarán a la posteridad y en las que figurará el mecenas de alguna manera (directa o indirectamente), contar con la presencia casi familiar de un genio de la talla de Miguel Ángel en las cenas de palacio era un lujo que sólo las grandes familias podían permitirse: su originalísima visión del Mundo, de la Realidad; sus excéntricas opiniones acerca de la propia sociedad eran un plus que ofrecer a los invitados; y algo que no se podía obtener sólo con dinero o poder.

El prurito de rodearse de toreros y cupletistas que ha tenido la aristocracia española, desde siempre, sigue estando aún vigente; sólo hay que estudiar un poco por encima la vida de la Duquesa de Alba y su propia descendencia. Y quien dice toreros, dice cantantes de ópera, tenistas multimillonarios o poetas malditos. El caso es rodearse de gentes de talento.
Pero no debo confundir a aquellos aristócratas bon vivants, sin pena ni gloria personal, llegados a este mundo entre algodones y sábanas de raso, y cuya fortuna parece no tener fin (ni fines), con aquellos otros que se han ganado a pulso su situación económica, a base de arriesgar y perder, o ganar, y que son dueños de su propio destino: los emprendedores.

La de los emprendedores es una raza distinta: son gente extraída del común de los mortales, y que se distinguen por tener una especial fuerza para levantarse tras cada caída; tienen una imaginación poderosa; inventan posibilidades arriesgadas, pero no sólo para ganar dinero, sino por el inmenso placer que les produce experimentar con la sociedad que les acoge; les acompaña un encanto personal, una fuerza interior inextinguible, una lucidez extrema; no se les caen los anillos por mandar al cuerno a los demostradamente inútiles, especialmente en los casos en que tal inutilidad es derivada de una manifiesta pereza o una semioculta mezquindad.
Los emprendedores no suelen ser multimillonarios hasta rozar la cincuentena. Y no son plenamente conscientes de serlo, pese al constante balance que sus contables le hacen periódicamente. Porque no están pendientes del capital, sino del método que les ha llevado a lograrlo: es el camino lo que entusiasma a los emprendedores, no la meta.

Tienen algo de espíritu artístico, por no decir directamente que son artistas: crean ex nihil; se levantan en medio de una reunión para exclamar con júbilo que se les ha ocurrido una fórmula para convertir el plomo en oro; trabajan mucho más que los simples empleados; tienen el corazón tendido al sol de la imaginación; arriesgan, luchan y conquistan; fracasan y se levantan con más fuerza al día siguiente. No es esto temperamento artístico? Qué diferencia hay entre un Leonardo da Vinci y un emprendedor? No veo ninguna, salvo que el segundo resuelve sus triunfos con realidades crematísticas. Pero el sistema psicológico es idéntico: imaginar, trabajar, concretar, mostrar, cambiar de dirección.

Éstos son los empresarios que no hay en Sevilla. No conozco empresarios emprendedores; sólo gentecilla parapetada tras un mostrador, aunque éste sea el del restaurante más caro de la ciudad; hombres timoratos que amasan fortunas condenadas a la oscuridad de una cuenta bancaria; hombres de negocios que invierten en posesiones, en tierras, en automóviles carísimos, en mansiones para su propio disfrute y el de su familia, pero que nada comparten con el Arte, porque nada en común tienen con él.
Cuando hablo de emprendedores, me refiero a los hombres de negocios que tengan en su interior esa afinidad con el Arte que les haga salir de la esfera de la producción y que se atrevan a internarse en los túneles de la creación artística tradicional (pintores, escritores, compositores, arquitectos, intérpretes, etc.) para remozarla e insuflarle las técnicas de producción, los valores de la relación con el mundo real.

La sinergia es la clave del éxito en cualquier actividad que emprenda un individuo o un grupo humano. Las potencias del espíritu, conjugadas, confabuladas y sin darse codazos es lo que hace que el artista construya orgánicamente. Las capacidades específicas de cada individuo, puestas en juego conjuntamente con las de otros, y sin estorbarse ni caer en la patética espera de reconocimientos sobre el terreno, es la que hace que triunfen los proyectos colectivos.
No se trata de hacer bien la propia tarea para obtener una ganancia o recompensa individual inmediata, sino para crear un espacio en el que nosotros mismos podamos trabajar mejor, construir mejor, edificar corpus orgánicos mejores. La recompensa sobrevendrá por sí sola; pero no vendrá sola, sino acompañada de otras recompensas para los demás.

De esto se trata: de crear las condiciones a través de las cuales nuestros compañeros de trabajo, nuestros clientes, nuestro público, nuestras propias capacidades mejoren sustantivamente sus posibilidades de desarrollo. A la orquesta no hay que decirle cada uno de los matices, de las articulaciones, de las pequeñas metas a las que tienen que llegar, porque la orquesta está integrada por seres inteligentes. No se puede estar coartando a cada paso las iniciativas de los empleados de la planta de textiles de El Corte Inglés, porque se les está impidiendo hacerse orgánicos, y la consecuencia inmediata de esta coerción será que siempre van a depender de unas directrices ajenas (las del jefe incapaz) que ellos podrían perfectamente generar dentro de su corazón.

Creer en la actividad sinérgica es tener fe en las capacidades del Hombre; y siempre es el resultado de tener fe en las capacidades propias. Generar para consumir no es lo mismo que generar para construir un espacio en el que los demás puedan seguir generando. La segunda forma de generación incluye la magnífica y egoísta posibilidad de recompensas a largo plazo para uno mismo; pero ya no debemos hablar de egoísmo, sino de sinergia.

Los emprendedores que echo en falta en Sevilla (y en España, en general) son este tipo de personas: visionarios para los cuales hacer dinero no sea suficiente; personalidades fuertes, inaccesibles al desaliento, que contemplen a los artistas como un bien social al que hay que sostener para el propio bienestar.

Los verdaderos artistas son emprendedores que se han olvidado de sí mismos; los verdaderos empresarios son artistas que han descuidado su ego. Únanse, y saldremos ganando todos.


Eduardo Maestre. 2009.

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