Literatura

Clica.

domingo, 5 de abril de 2009

MENÚ-DEGUSTACIÓN


Cuando Dalí pinta a Gala, ¿Dalí se come a Gala? De manera simbólica, Dalí deglute a Gala, pero la regurgita en forma artística manipulando la realidad a través de la pintura (perdón por la imagen caníbal, pero es el mismo Dalí el que hablaba en esos términos).
Me pregunto si nosotros, espectadores a posteriori de la obra de Dalí, también arrancamos un trozo de la carne sublimada de Gala cuando la vemos en un cuadro. De ser así, nuestra percepción de la obra pictórica se convertiría en un akelarre caníbal. ¿Es, pues, el placer derivado de la contemplación del Arte un acto de nutrición, en algún sentido? Yo, particularmente, he de decir que en numerosas ocasiones me he sentido reanimado al instante tan sólo por contemplar un lienzo, oir un movimiento sinfónico o camerístico, o leer unos simples renglones en un libro. Incluso ver la fachada del Ayuntamiento de Logroño –un trabajo de juventud del arquitecto Rafael Moneo- me activa determinadas zonas cerebrales que deben estar relacionadas con la reanimación física.

Porque es físico el placer que siento ante la contemplación de la obra de Arte. Recuerdo que hace unos seis años, pasé mi cumpleaños en Madrid. Acababa de acostarme a las siete de la mañana tras cantar con mi antiguo grupo de boleros en un contrato –así llamábamos por aquel entonces a las actuaciones espléndidamente pagadas que a menudo teníamos- y, después, haber seguido de parranda la noche entera. Mi estado físico, teniendo que despertarme tan sólo tres horas después, era lamentable –como el de mis demás compañeros-; sin embargo, abrí el minibar de la habitación y encontré una bebida que hasta entonces jamás había probado (una bebida reanimante, de éstas cuyas latas tienen colores agresivos); la abrí y me la tomé en dos tragos. A los veinte segundos, mi cuerpo había sido invadido por una horda de bárbaros del Norte; mis brazos respondían a la perfección; mis piernas y mi cerebro sentían una tremenda fuerza y claridad meridianas. ¡Un milagro! Dicha sensación duró hasta la noche.

Hace unos cuatro años, el Trío Fine Plectrum –del que yo formaba parte- actuó en Barcelona amenizando la clausura de un congreso. Yo había tenido problemas para conciliar el sueño la noche antes de tomar el avión desde Sevilla a la ciudad condal; dormí poco y mal. Allí, en Barcelona, fuimos sometidos a una caminata turística, absurda y terrible, que llevó mi cansado cuerpo hasta el borde de la extenuación. Comimos tarde y mal en un restaurante con prisas por cobrar; no pude dormir una siesta regeneradora, gracias a nuestros vecinos de habitación alemanes. Esto es: cuando se acercaba la hora de la actuación (las nueve de la noche) yo era una piltrafa humana. Sin embargo, me informaron de que el acto se desarrollaba en la Casa Batlló, de Gaudí. Dentro de la Casa Batlló.
Al subir las escaleras de la entrada, algo comenzó a cambiar en mi cerebro. Cuando entramos por aquellos pasillos curvilíneos, con esas paredes escamadas; cuando mis manos se posaron en las barandas de madera de las escaleras, y mis atónitos ojos vieron la luz del atardecer a través de los ventanales del salón principal, algo se removió en mi interior hasta el punto de abandonar la sensación de fatiga y sustituírla por la de una energía exultante. ¡Estaba dentro del cerebro de Gaudí! Mis compañeros del trío, Héctor y José Luis, miraban también asombrados a su alrededor. No sé ellos, pero yo me di un atracón de Gaudí: no hubo rincón que no explorara, ni columna retorcida que no tocara; ni quicio que se librara de mis lujuriosas caricias. Adiós cansancio; adiós, fatiga; adiós malestar. Así estuve hasta altas horas de la madrugada.

En las dos ocasiones, el cansancio extremo fue barrido por una correcta nutrición. En el primer caso, fue un complejo vitamínico -aderezado por la taurina y otras yerbas- el que me devolvió a la vida. En el segundo caso, la contemplación... Perdón: la inmersión estética fue la que me inyectó energía suficiente.
Podría estar varios párrafos citando casos en los que he sentido cómo mi cuerpo se nutría físicamente de la percepción estética. Del mismo modo, podría citar numerosos ejemplos de cortes de digestión producidos por la espantosa visión de algún objeto supuestamente artístico y que me ha repugnado en lo más hondo de mi cerebro, a veces inexplicablemente. Pero voy a reflexionar sobre la nutrición artística; sobre la “estetifagia” (palabro recién acuñado en este mismo momento, y de dudosa aceptación). Me dispongo a observar las manifestaciones artísticas –públicas o privadas- desde el punto de vista de la alimentación simple.

Es el caso que los conciertos se llenan de público, que las galerías de arte son contínuamente visitadas, que los cines se abarrotan y que los edificios monumentales son pisoteados vilmente por turistas sin piedad. Las librerías siguen siendo un negocio bollante y, en definitiva, el Arte se vende más que nunca.
Dicho así, parece que viviéramos en una especie de Parnaso, en una Arcadia estética llena de tirsis y de cloris, refrescada por fuentes límpidas y con una sempiterna dulce flauta que nos arrancara de la felicidad artística para adentrarnos en la melancolía unos instantes, sólo por contrastar con nuestro éxtasis perpetuo. Desgraciadamente, nada más lejos de la realidad actual, en la que el número de los zafios decuplica todos los límites habidos hasta la fecha: la televisión sólo muestra enanez mental; los propios profesionales de la comunicación destrozan la sintaxis, que es destrozar la inteligencia; los políticos muestran la hediondez cultural más flagrante; los cantantes –sexados como pollos- se venden al peso de la pura carne mórbida; los actores empequeñecen el oficio de histrión a base de babear obviedades. Y ¿qué decir de los héroes del momento, los futbolistas?... Sin comentarios.
Es, pues, paradójico que los espectáculos se llenen de público mientras que la televisión nos muestra, ensartados en un collar a todo color, los iconos humanos más putrefactos y deleznables. Ello me lleva a pensar que existen, al menos, dos realidades: la realidad televisada y la realidad real. De la primera habría mucho que decir, pero en esta ocasión me voy a ocupar de la segunda.

¿Qué se dispone a hacer alguien que asiste a un concierto de la temporada con su entrada de abono? No me refiero al alumno aventajado del Conservatorio que, aguijado por su profesora, va a ver a Barenboim tocando el piano; ni al estudiante de Bellas Artes –todo mosca en el mentón, dandysmo superficial y superchería pseudobohemia- que va a que lo vean ver al que lo está viendo. No. Hablo del público aficionado; el público real; el público simple que lleva entrada de abono y se traga cada sábado su concierto de temporada. ¿A qué va este señor de setenta años, del brazo de su esposa? ¿Para qué se sienta en el estrecho sillón de voladizo este arquitecto técnico de cuarenta y dos años, que no falta nunca? Pues bien: para recibir la dosis. Van a comer, a nutrir determinadas zonas cerebrales que deben ser saciadas regularmente. Dosis de sonido real, de construcción en vivo, de estructuras ordenadas; dosis de Arte.
“Yo es que no vivo hasta que pasa el verano y empieza la temporada de conciertos”, me decía una señora de look precastrista y perfume excesivo el año pasado en una boda a la que fui a tocar. Habiendo entablado conversación musical con su marido –un vendedor de paños con una cuenta corriente más que sustantiva-, éste se presentó como un melómano. Ya sabemos, éstos, cómo se las gastan: Beethoven, Wagner, Bruckner y Mozart; acaso Debussy y el Falla popular; poco Bach y nada de Vivaldi atrás. ¡Ni hablar de Stravinsky; ni de majaderías contemporáneas! Y, por supuesto, ¡ópera, mucha ópera! Éste es el verdadero público, mal que les pese a los intelectuales paniaguados por el Gobierno.

El auténtico público no es conocedor del proceso constructivo del Arte. Aquel comerciante de paños no sabe lo que es un acorde en primera inversión; ni falta que le hace. Cuando va a un restaurante caro, con su perfumadísima señora, no quiere que se le siente el chef en la silla de al lado a explicarle cómo ha conseguido que el hojaldre que sustenta las trufas negras laminadas tenga esa consistencia de cristal. A él lo que le interesa es que el plato en cuestión le guste. Y, sobre todo, que a las tres horas de haber pagado una sustanciosa cuenta no le entre hambre de nuevo; esto es: que le nutra lo que ha ingerido. Salir de un concierto cuya entrada te ha costado 40 euros, o más, y que te deje con hambre, se siente como una estafa.
Pocos de estos aficionados sentirían hambre artística si lo que escuchan en un concierto es una sinfonía de Brahms, de primero; el Preludio a la Siesta de un Fauno, de segundo; y de postre, la Danza Ritual del Fuego. Los hidratos de carbono sinfónicos son una recarga energética contundente; los azúcares debussyanos endulzan y revigorizan el cerebro; el alcohol y el calor de la obra de Falla les deja un regusto potente y les aporta calorías extra. Toda una comida de fiesta.
Pero asistir a una función que ofrezca los Modos de Valor e Intensidad de Messiaen; los Gruppen, de Stockhausen; Die abstrakte Oper, de Boris Blacher; y de postre, 12 minutos 55.677 para dos pianistas, de Cage... Es seguro que a estos estómagos tradicionales de los que hablo va a producírseles una indigestión.

La nouvelle cuisine no está hecha para cualquier amante de la buena mesa. Que, sin previo aviso, te sirvan pingüino flambeado sobre salsa de moras rehogadas con queso gouda al estragón reflanflingante; cresta de pavo persa, glaseada al ajo perfumado sobre lecho de cardos malgaches al aroma de cardamomo; y de postre, bloque de yeso al limón sufí con su palaustre gelatinoso y bayas de chocolate inca, es duro de tragar. Sobre todo a aquéllos que están contentos con su pata de cordero al horno, su dorada a la sal y su helado de turrón.

Hace unos tres años –jamás lo olvidaré-, mi amigo Joaquín Rodero me invitó a un concierto del Cuarteto Arditti, unos italianos (verdaderos virtuosos del cuarteto de cuerda) especialistas en música contemporánea (pongo contemporánea en cursiva porque me resisto a concederle contemporaneidad real, en esta época, a este tipo de obras). El concierto se encuadraba en el curso de Música Contemporánea que se desarrollaba en Sevilla por aquellos días, y al que no pude asistir debido a mis absurdos horarios de trabajo.
Joaquín es profesor de Literatura en la pública (funcionario; por lo tanto, semidiós), pero sobre todo es un intelectual genuíno, amén de un buen músico y uno de los tipos más penetrantes e inteligentes que conozco. Me informó, previamente, de que la obra que íbamos a escuchar era de Francisco Guerrero, el compositor que había muerto pocos años atrás, inesperadamente (no tenía mucho más de cuarenta y tantos años). Como yo ya había escuchado un par de obras de Guerrero, me negué absolutamente a ir al concierto; pero tánta fue la insistencia y tánta la guasa con que Joaquín adornó la invitación (“te aseguro que puedes vomitar en los servicios; incluso en la puerta del Teatro Central, con el programa de mano, te dan una bolsa para vomitar si no te da tiempo a ir a los servicios”, y ese tipo de comentarios) que claudiqué y fui al concierto.
Allí estaban la “creme de la merde”, como yo les llamo desde hace lustros: gilipollas con coleta; gilipollas con mosca en el mentón; gilipollas calvos radicales (el pelo o la ausencia de éste facilita mucho el reconocimiento de los gilipollas, realmente) y gilipollas de incógnito. También había público no avisado, que creía que iba a oír música y no sabía lo que se iba a encontrar. Además, algunos músicos de jazz con los que yo había tocado años atrás, realmente interesados en el tema. Y, cómo no, la consejera de Cultura de la Junta de Al-Andalusía, flanqueada por los dos esbirros pseudointelectuales de turno. Pure merde, alors!
Joaquín y yo nos sentamos en primera fila, en el centro. La particularidad del Teatro Central es que el escenario está a la misma altura que la primera fila de butacas. Con ello, quiero decir que la distancia que nos separaba del Cuarteto Arditti era de tres metros escasos, y a la misma altura. Como en familia, vamos. La consejera de Cultura, un tanto molesta porque le habíamos quitado la primera fila, se sentó en el centro de la segunda, sobre nuestras cabezas. Salieron al escenario seis personas: dos violinistas, un violista, un cellista y dos mujeres (nórdica una; oriental la otra) especializadas en pasar las enormes páginas de las particellas. La nórdica se sentó entre el primer y el segundo violín; la oriental, entre el violista y el cellista. Desde el principio al fin, no perdían ojo a los papeles; pasaban las enormes páginas en su justo momento y consiguieron no llamar la atención (verdaderas profesionales, oiga). Cuando empezó el primer movimiento, aquéllo no había quien lo aguantara: chirridos, chillidos, pitidos, patinazos, hachazos, golpes y glissandi conformaban la obra en su totalidad. Cuando acabó el primero de los siete movimientos, habían pasado unos veinte minutos de suplicio indescriptible. “Joaquín, ¿dónde me has traído?” murmuraba yo en voz baja a mi risueño amigo. Segundo movimiento: chirridos, estáticos sonidos aflautados (¡gracias, Dios mío por estos segundos de quietud sonora!), de nuevo aullidos y ruidos ululantes. Así, otros quince minutos. “Dios mío, Joaquín, no me han dado la bolsa para vomitar junto con el programa de mano”; más risas reprimidas por parte de mi compañero. Tercer movimiento: la consejera de Cultura del Magreb Norte no sabía cómo hacer para acomodarse en la butaca; se movía como una posesa, aguantando el tipo ante la cosa siniestra que nos estábamos tragando. Cuarto, quinto y sexto movimentos: “ya queda menos; Dios santo, si he aguantado hasta el sexto, ayúdame a salir por mi propio pie cuando todo acabe”, rezaba para mis adentros. “Creo que la coreana es experta en tortura refinada”, le dije a Joaquín antes del último movimiento. La miré a la cara y lo confirmé: nadie podría aguantar estoicamente pasando estas terribles páginas, uno y otro concierto, si no hubiera sido previamente aleccionado en las más sutiles formas de producir dolor.
Acabó el concierto. La gente aplaudía con dificultad. Yo también aplaudí, por tres razones: la primera, de alegría por haber sobrevivido; la segunda, porque reconocí que hacía falta valor y tragaderas para interpretar algo así; y la tercera, por una especie de calambres espasmódicos que me sacudían los antebrazos, producidos por una alteración general del Sistema Nervioso Central. Como los Arditti amenazaban con dar un bis, la gente dejó de aplaudir -en seco-, previendo lo que se nos podía venir encima. Los músicos dejaron las partituras en el escenario. Joaquín y yo (y otros más) nos acercamos a mirar los papeles del Infierno, esperando encontrar en ellos no otra cosa que puntos, rayas, líneas de colores y trozos de hígado pegados. Pero, ¡oh, sorpresa! Resulta que todas y cada una de las notas y ruidos desparramados por nuestras psiques estaban escritas con notación tradicional, en pentagramas convencionales y con figuración clásica. ¡Qué trabajo el del cuarteto! Me entraron ganas de aplaudirles de nuevo.
Desde las filas de arriba, una voz conocida (la de Manolo Vargas, un guitarrista de jazz supererudito en Música, una Enciclopedia andante), me gritaba sin pudor: “¡Eduardo, Eduardo! ¡Do Mayor, tío, Do Mayor! ¡En cuanto llegue a mi casa me voy a poner a Mozart a toda pastilla, a ver si me recompongo el organismo!”. Doy fe de que lo que cuento es absolutamente cierto. Lo triste es que Manolo Vargas lo decía en serio.
La verdad es que teníamos el cuerpo como enfermo, preso de una fiebre extraña; un malestar indefinible nos había cortado la temperatura física. Hablo en serio. Estuve todo el resto de la noche con el cuerpo cortado. A la mañana siguiente me encontraba mal. Y así pasaron un par de días, hasta que mi organismo consiguió recuperarse del zarpazo estético que nos dio Francisco Guerrero después de muerto.

En numerosas ocasiones, a lo largo de mi vida, he comido en exceso; o he tomado algo que no estaba en perfectas condiciones; incluso en mi viaje de novios (que fue a Santiago de Compostela), tuve que ser atendido por un médico de urgencia en el hotel debido a una salmonelosis galopante (40º de fiebre, vómitos, diarreas y delirios) provocada por algo que me comí en una tasca cutre y que estaba en pésimas condiciones de conservación; casi la palmo.
Pero otras veces no ha sido tan grave; sólo una gastroenteritis, y en un par de días como nuevo. Ésa era la sensación que me dejó el cuarteto de Francisco Guerrero: febrícula; náuseas; malestar general; decaimiento físico. Igual que una gastroenteritis. Y no sólo me pasó a mí; meses después, me encontré con Manolo Vargas por la calle, y hablando un poco de todo recordamos el conciertito de marras. Por lo visto a él le pasó tres cuartos de lo mismo: mal cuerpo, ganas de vomitar realmente, etc. Estoy convencido de que de la sala salieron unos cuantos con los mismos síntomas.

¿Se puede denunciar al compositor por las secuelas físicas de su música? ¿Por qué sí se puede llevar a Consumo al dueño de un restaurante que ha tenido la desgracia de poner mayonesa en malas condiciones (con toda seguridad, sin saberlo) y no se puede denunciar al compositor que, a sabiendas, hace esta música perniciosa para la salud pública? En el caso de Guerrero, evidentemente el autor está muerto y ya no tiene responsabilidad civil. Pero hay autores, vivitos y coleando, que han hecho de las suyas y seguirán haciendo; salen impunes a la calle, con la cabeza alta; a su alrededor, un reguero de damnificados estéticos y gástricos no se atreven ni siquiera a señalarlos con el dedo (no digo ya a lapidarlos).
Quizás, este tipo de música debiera llevar una etiqueta de advertencia: “La escucha puntual de esta música puede provocar alteraciones somáticas agudas”. ¿No lleva el tabaco lo de que “Fumar provoca cáncer”? El problema es que en el caso del tabaco, está científicamente demostrada su nefasta influencia sobre la salud: hay criterios cuantitativos que permiten advertir sin reparos al consumidor. En la creación artística, la cosa es mucho más sutil. ¿Quién se atrevería a decir qué musica puede ser dañina para el organismo? Bueno, terminemos con la broma.

En el fondo de todo ésto subyacen dos cuestiones fundamentales: ¿para qué se compone música? ¿Cuándo empezó la creación artística no ya a despreciar al público, sino a odiarlo hasta el punto de intentar el envenenamiento colectivo?

Veo al artista –al pintor, al compositor, al poeta, etc.- como un preestómago de vaca, como una especie de víscera de rumiante. El aparato digestivo de la vaca –según la información que me dieron en el colegio, y que siempre pensé que no me serviría para nada- se compone de esófago, panza, redecilla, libro y cuajar. Por el esófago pasa la yerba (suponiendo que haya alguna vaca salvaje que aún coma yerba) a la panza; allí ocurre algo y sigue hacia la redecilla. De repente, el bolo alimenticio es regurgitado hacia la boca del animal -Dios!Qué fatiga!-, de donde vuelve para entrar en el libro (curioso nombre para un triturador de alimentos) y, finalmente, dar con la sustancia ingerida en el cuajar, el verdadero estómago de la vaca.
Bien; pido disculpas por el aspecto nauseabundo del ejemplo. Voy a seguir con él, a pesar de todo. Digo que el artista es como la panza, la redecilla y el libro de la vaca: ingiere la yerba –que es la realidad o un aspecto de ésta-; la mezcla con fluídos internos –secretados por la intuición artística-; la lanza de nuevo a la boca –que es la inteligencia artística-; la vuelve a ingerir para triturarla –la creación en sí misma- ; finalmente, la entrega al cuajar –el público-, que se encarga de extraerle las proteínas, vitaminas y aminoácidos esenciales para la vida del Arte.
Viene la vaca a ser, en este ejemplo, una metáfora del Arte; no se me escapa el detalle fundamental de que en el mismo aparato digestivo conviven, simbióticamente, el artista y el público. El Arte es un animal que lleva dentro al público para poder vivir. Es el que compra el Arte quien obtiene para la vaca los glúcidos, los lípidos y las vitaminas que ésta necesita para seguir su paseo por el verde prado de la Historia. Es el artista quien puede hacer digeribles ciertos aspectos de la realidad que, de otra manera, pasarían inadvertidos, dejando al mundo tan aburrido, gris y anodino como un discurso de Manuel Chaves.

El acto de nutrición es el fenómeno natural que ha venido animando a los artistas a seguir en el empeño de sublimar la realidad para entregarla a cambio de una recompensa. Pero ha habido un momento en la Historia en el que algo ha cambiado.

De repente, la Vaca-Arte abandonó la idea de comer yerba-realidad. Ello quiere decir que tanto los compositores como los artistas plásticos, en general, abandonaron en masa los infinitos prados de las encrucijadas emocionales de las que, hasta entonces, los creadores habían extraído la materia prima del Arte y, en el caso de los compositores (a partir de la década de los 50, en el siglo XX), confundieron la misión del artista sustituyendo la yerba por los propios jugos gástricos.
Dejó de atenderse a la sublimación del entorno para concentrarse en la mecánica misma de la composición. La cábala y el canon enigmático de los prerrenacentistas se quedó en pañales ante la mística de la serie matricial y demás procedimientos asépticos. Hay que comprender que la época –segunda mitad del siglo XX- nacía de una guerra global cerrada por dos explosiones atómicas; no es cuestión baladí. Los artistas, muchos de ellos hombres de talento, corrieron a refugiarse en el procedimiento, huyendo así del proceso. Entiéndase proceso como tarea interna de sublimación de la realidad, y procedimiento como la mecánica en sí misma y al margen de la realidad que se pretende sublimar.

Claro está que el cuajar-público, saturado de jugos gástricos, pugnaba por una brizna de yerba a la que extraerle algún alimento. Tarea inútil, pues las vísceras encargadas –desde los tiempos de los chamanes; desde los bardos; desde los juglares; desde los kapellmeisters; desde los compositores profesionales- de transformar la realidad brutal en un alimento refinado del espíritu, se negaban a hacerlo. La Vaca-Arte tuvo que ser asistida con suero fisiológico (los reconocidísimos compositores del pasado) para poder sobrevivir.
Los conservatorios, que ya en los tiempos de Falla estaban abocados a desaparecer, vieron cómo sus pasillos se insuflaban nuevamente de vida con estudiantes de arqueología musical, hoy convertidos en verdaderos necrófilos (cuando no profanadores de tumbas), incapacitados de por vida para la creación –la mayoría de las veces, incluso para la recreación- de obras de arte.
Los teatros y salas de concierto se abarrotaban –hoy, más que nunca- para escuchar música del más allá; y digo del más allá, pues muertos y enterrados están los que la escribieron.
Las discográficas se enriquecieron (y siguen haciéndolo) abriendo las tumbas de los autores muertos. Incluso se exhuman cadáveres cada vez más antiguos; cuando la saturación romántica y clásica era evidente, surgió el boom del Barroco (el Barroco tardío, pues el Barroco medio o el Manierismo son más duros para el oyente simple), con Bach y Vivaldi a la cabeza. En las últimas dos décadas, se han desenterrado cadáveres hallados en estratos más antiguos: voilá el renacer del Renacimiento, del Ars Nova y del Ars Antiqua. Salas de conciertos abarrotadas para escuchar organa de Pérotin... Qué avería social!

Son preciosas las canciones de Pérotin, las misas de Machaut, las piezas de Arcadelt. Y las danzas francesas del Renacimiento, y las lacrimae de Dowland, y las cómicas funciones de Orazio Vecchi. Monteverdi es un genio incontestable. Y ¿qué decir de Bach, de Mozart, de Beethoven y de Wagner? ¿Y Verdi? ¿Dónde me dejáis a Verdi y su tirón comercial?... El problema es que ya la yerba que nos rodea no se parece ni en el color, ni en el olor, ni en la textura a la que comía la Vaca-Arte que vivía en los tiempos de cada uno de estos seres especiales. Vivir de esta antigua música es sobrevivir a base de suero fisiológico; el público cree que ama la Música, pero realmente no conoce su Música. Después de más de cincuenta años de suero intravenoso, el público se aterroriza ante la idea de masticar una creación actual.

El daño que los compositores de la segunda mitad del siglo XX han hecho –con toda seguridad, sin suponerlo- a los compositores que querríamos ser escuchados por el gran público del XXI, es inmenso. Jamás olvidaré aquel curso de música de cámara al que asistí en 1989: quince días recluído en un albergue de Mijas (Málaga) con profesores extranjeros de altísima calidad –sólo cuerda- y casi cien alumnos de toda Andalucía. En el concierto fin de curso decidí tocar el primer movimiento de un cuarteto de cuerda que le compuse meses atrás a la que entonces era mi novia; lo toqué con mi cuarteto de cuerda habitual, ya que los cuatro asistimos como alumnos al curso. Las caras de estupefacción nos rodeaban, pero no por la música –que era una pieza dulcísima: puro impresionismo debussysta; miel y nata-, sino por el hecho de haberla compuesto. ¿Quién me creía yo que era? ¿Cómo se puede permitir alguien componer música?
Y ¿qué decir de los conservatorios? En dichos centros necrofílicos –mi amigo Carlos Blanco, profesor de guitarra en Logroño, los llama “arruinatorios”-, la composición está penada. Si se enteran de que dedicas parte de tu tiempo a la composición, date por muerto socialmente; estás fuera de la realidad; eres un outsider, un marginal, una pestaña en el ojo.
Los organismos oficiales (cajas de ahorro, entidades culturales, diputaciones, ayuntamientos) no se atreven a programar música compuesta actualmente. Antes de escucharla, dan el portazo en las narices. Prefieren programar conciertos de banda, de flamenco, de música sefardí (¡música sefardí!... ¡Yahvé Dios!) o esta peste de medievales y renacentistas que nos invade últimamente.

¿Qué nos queda a los pobres compositores desconocidos?... La soledad sonora. Ver cómo pasan los años y preguntarnos qué hacer, a quién acudir para que publicite esto que hacemos y en lo que creemos. Contemplar un millar de mausoleos expoliados. Soportar que unos aprendices de peón de obra, bien situados y con título (como mucho, oficiales de primera) nos miren a los arquitectos indigentes por encima del hombro. Aguantar los desplantes de la Administración. Sorber las lágrimas y los mocos cuando vemos triunfar a los advenedizos que venden sexo por música en la televisión. Y seguir componiendo a solas.

Mientras tanto, el menú-degustación sigue, pimpante, recaudando ingresos cuantiosos. Los industriales refinados, con sus señoras, piden un primer plato romántico, un segundo impresionista y un postre rococó. Las mesas, lucen llenas de comensales; los salones, brillan repletos de público. Los abonados a la ópera, sofocados y contentos por el calor de los caneloni rellenos de carne verista, tocan palmas para que venga el mâitre. La juventud que ha conseguido trabajar en puestos fijos prefiere la cocina naturista: ensaladas de Mateo Flecha y un par de madrigales de Monteverdi. ¡Oido, cocina! Los camareros van y vienen; los sumilleres, con su concha de plata colgando al pecho, recomiendan los mejores y más añejos vinos. ¡Nunca el suero fisiológico alimentó a tánta gente!

Y fuera, mirando de lejos con ojos atónitos los luminosos escaparates del Gran Restaurante de Occidente, una flaquísima Vaca-Arte arranca un bocado de yerba actual. Mientras comienza a rumiarla, agacha la cabeza triste, da media vuelta y se aleja por los prados solitarios en los que el aire fresco del presente le augura otra jornada de soledad, otro día de silencio exterior. La Vaca-Arte sigue, impertérrita, su camino infinito. Algún día llegará el momento en que alguien descubra, con horror, que en el maravilloso menú-degustación no hay ni una brizna de yerba.

Eduardo Maestre.
Diciembre de 2002.

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