Literatura

Clica.

miércoles, 25 de marzo de 2009

EL FRANCOTIRADOR


Cuando entro en una librería y veo esas alacenas llenas de libros hasta el techo, me entran ganas de comérmelos todos. Comérmelos, sí; pero no figuradamente (odio esa expresión algo nauseabunda de “comérmelos con los ojos”), sino realmente comérmelos crudos, con la portada y todo, sea rústica o en piel; o con nervios en los lomos.
Comerme los libros: eso quisiera cada vez que entro en una librería en condiciones. Mi amigo de la infancia Carlos Mascort, que murió hace poco de lo que parecía una meningitis fulminante, cada vez que compraba o le regalaban un libro, lo pasaba hojeando velozmente ante sus narices, lo abría por el centro y lo olía en profundidad, como el que huele el sexo de la mujer a la que ama, para dictaminar acto seguido que ese libro era bueno, que su lectura iba a proporcionar grandes placeres a quien lo enfrentara.
A mí siempre me llamó mucho la atención esa forma animal, montuna, casi carnal de presentir la bondad o la banalidad de lo que a uno le espera cuando abre un libro por la primera página. Yo siempre me lo tomé en serio; es decir: es evidente que oler un libro no puede hacerte saber si el libro es bueno o no; pero cuando un lector verdadero (y Carlos lo era) hace ese gesto animal de olisquear con las narices metidas bien dentro de un volumen, le está confiriendo ya a la lectura unas capacidades generadoras de intenso placer que responden más bien a la predisposición del lector activo que a la calidad final del autor en sí mismo. Esto es: un lector de esa talla no se para a oler cualquier cosa; sólo huele aquello que sabe que va a ser de enjundia.

Los libros me excitan; me ponen nervioso; ahí, quietos en sus estanterías, con esa carga de tensión emocional, lógica, brutal que tienen dentro. Y lo más excitante es que no parecen alardear de ello, sino que reposan inexpresivos, aparentemente neutralizada su fuerza. La rebelión de las masas, ahí, quieto, como si nada pasara, mostrando su lomo como un libro más; El Quijote, a metro y medio del Ulises, como si ambos fueran dos carmelitas descalzas; las Obras Completas de Quevedo, con esos Comentarios a Marco Bruto en su interior… Todos, durmiendo sin importarles la carga que llevan dentro.

La verdad es que he tenido suerte. Mis padres eran lectores empedernidos; cada uno de ellos tenía sus preferencias claramente marcadas y sostenidas durante años. Mi madre leía novela. Novela rusa, particularmente: Dostoievsky, Tolstoi, Chéjov eran autores a los que volvía cada pocos años, una y otra vez, como buscando la dosis; y también los Dumas, padre e hijo. Y Agatha Christie al completo; mi madre tenía toda la colección de las novelas de la autora inglesa, además de las aventuras completas de Sherlock Holmes. Ello era un problema a la hora de ver en familia cualquier película de intriga, ya que mi madre, avezada en los entresijos de la trama policial o del suspense, antes del primer tercio de la sesión ya había averiguado quién era el asesino; y lo decía, sin cortarse un pelo. Y acertaba.
Mi padre gastaba otro tipo de lectura. Ensayo, básicamente: Ortega y Gasset, Theillard de Chardin, Balmes, Platón, políticos de todo orden… Y revistas científicas especializadas, que llegaban mensualmente a casa, empaquetadas como si fueran turrones. Un verano se lo pasó leyendo tratados de álgebra. En Chipiona, bajo la sombrilla, mientras mi tío Alfonso canturreaba Volare, mi padre se bebía los logaritmos, ausente del mundo. Sus lecturas estaban más bien dentro del terreno del pensamiento, de la Filosofía, de la Ciencia o la Política. Mi padre leía poca novela (ya se la había leído, decía), pero cada cinco o siete años volvía al Quijote, lleno de júbilo antes de comenzar, como quien se encuentra con su verdadero amor, de manera festiva.

Mi hermana Adriana, catorce años mayor que yo, leía también novela, como mi madre. A nosotros, sus hermanos pequeños, nos leía las Rimas y Leyendas de Bécquer, entre las tinieblas artificiales de nuestro dormitorio (tinieblas que conseguíamos a mediodía del verano, cerrando los postiguillos de la ventana adecuadamente), o los cuentos de Poe; el caso era que nos aterrorizábamos. Yo realmente estaba sumido en el terror; mi imaginación se ponía en marcha de noche, recordando los puntos más escabrosos de aquellos cuentos románticos.
En cada sesión, nos reuníamos cuatro o cinco niños; a saber: mi hermana Aurora, mi vecina Chele y su hermano Carlos (el que murió este año de meningitis), mi íntimo amigo José Manuel el gordo, y yo. Todos éramos de la misma quinta: entre 6 y 9 años. Y la Nena (mi hermana Adriana) nos leía y nos moríamos de miedo.
En casa de Carlos –el piso de arriba- comenzamos a tener otras sesiones de lectura con público: su hermana Carmen, algo mayor que nosotros, nos leía a Jardiel Poncela. Nos moríamos de la risa! Para leer en el ascensor se convirtió en uno de los libros más importantes de mi vida. Mi sentido del humor se vio alterado y cristalizado para los restos gracias a aquel librito mínimo, encuadernado en piel y que contenía en sus páginas las ocurrencias más geniales que jamás nadie pudiera pensar.
Aquel mínimo volumen de Jardiel se convirtió para mí en el objetivo a alcanzar. Me refiero a que quería poseerlo; no quería otra copia: quería ese libro. Así que, sin pedir permiso a mi padre, le propuse a Carmen prestarle un librito de la misma colección, pequeñito y en piel, que había sido mi libro de cabecera durante dos años: La Leyenda de los Dioses y de los Héroes, que versaba sobre la mitología griega; desde Zeus para abajo, toda la familia de las deidades, sus primos hermanos los héroes y todos los avatares, asesinatos, incestos y demás burradas del Olimpo estaban allí condensadas. Pues bien: le propuse un intercambio, y Carmen aceptó. Conseguí que me prestara el libro de Jardiel a cambio del de la saga olímpica. Perdí a los Dioses, quizás incluso cometí hybris, pero el librito de Jardiel me lo quedé para los restos!

En el instituto nos obligaban a leer libros que yo, claro está, desconocía absolutamente. En ningún caso me resultó tarea penosa leer por obligación. Algunos libros de los que había que leerse me parecieron interesantes; pero hubo otros que me impresionaron vivamente: San Manuel Bueno, Mártir y Tiempo de silencio, particularmente. Y Luces de Bohemia, que me obligó a pensar en mi futuro artístico con una sombra de pavor.

En mi familia inmediata, así como en el resto de mis tías y primos hermanos, estaba clarísimo que yo iba a ser escritor: aprendí a leer y a escribir a los tres años de edad; escribía en verso desde los siete añitos; a los 9 años había escrito, entre otras pedanterías, una obra de teatro de media hora de duración, en perfecto verso; ganaba cuantos concursos hubiera de redacción (así se llamaba a la protoliteratura, adquiriendo, gracias a este término, cierta sustantividad neutra y repulsiva)… En definitiva, no había dudas al respecto: yo sería escritor. Así que me matriculé en Filología, y desperdicié cuatro años de mi vida en una carrera que jamás terminé.
Pero leí mucho mientras tomaba anís con hielo en la cafetería de la facultad. Allí leí libros interesantes también; mucha novela, eso es cierto; pero es que en la Universidad tienen asociada la Literatura a la pueril costumbre de lo inventado. Allí, alumnos y profesores creíamos que los grandes literatos eran los novelistas; peor aún: que los cuentistas, como Cortázar, eran seres superiores. A más inventiva, más calidad. Que eso lo creyéramos los alumnos, tiene un pase: nuestra ignorancia era nuestro privilegio; por ello estábamos allí, para ser desbravados. Pero que los catedráticos también presentaran la Novela como el summum de la Literatura… Eso es, sencillamente, una estafa. Allí nunca se leyó un ensayo, un tratado, un compendio, una propuesta de Estética. Los poetas a estudiar, además, parecían tener derecho de pernada. Se empezaba por Gonzalo de Berceo y, pasados los años, te encontrabas con Vicente Huidobro escupiéndote en la cara. Ninguna atención por los filósofos, por los políticos, por los tratadistas, por los ensayistas; en definitiva: ningún interés por los pensadores.

Sólo El Quijote andaba en el programa de estudios como un poco descabalgado del ambiente general. Parece mentira que me disponga a decir esto, pero lo diré: afirmo que el Ingenioso Hidalgo no cuadra como libro a estudiar en una carrera universitaria centrada en el estudio de la imaginería novelística. Y es que El Quijote no tiene interés para mí como ejercicio de Literatura. Cervantes no frivoliza con las palabras, no les saca punta a los dobles sentidos, no inunda la realidad de metáforas, no hace Literatura. Lo que me empuja a regresar cada siete u ocho años al Libro (permitidme la cursiva y la mayúscula para hablar de él) es precisamente su asombrosa capacidad de flotar por encima de la Historia: eso que todos los millones de españoles que no lo han leído -ni lo leerán jamás- conocen de oídas como su constante actualidad. Su atractivo inmenso, para mí, reside en su sobrehumana vulgaridad, su verdad sin tapujos. La crueldad manierista rabiosamente eterna de sus personajes, de las acciones de éstos. Coño! Es que parece que están aquí, ahora!
Lo maravilloso del Libro es que carece de literatura; sólo se refiere a ella para parodiarla o evaluarla –como en el donoso escrutinio del Cura y el Barbero-, llegando incluso al paroxismo en las acotaciones: desde el Prólogo hasta los sonetos finales, la forma literaria es utilizada por Cervantes como grito de realidad, de humanidad extrema.

Enfín (todo junto y acentuado, sí): no voy a hablar más del Quijote –de momento-, porque ni acabé la carrera de Filología, ni soy un estudioso del asunto, ni un intelectual, ni un erudito; ni, en definitiva, tengo conocimientos ni nivel suficiente como para andar hablando de una obra que quizás sea la que más tinta haya hecho correr jamás tras su publicación.

Lo que quiero decir con todo esto es que, a lo largo de la vida, caen en las manos de uno cientos de libros, miles de libros. Muchos de ellos son balas que te rozan pero no te dan; pero hay otros cuya lectura supone una herida profunda, un balazo en el estómago, un impacto que cambia tu vida para los restos. Te lees El Idiota con catorce años y no te enteras de nada; lo vuelves a leer con cuarenta añitos y te asombras de los matices y las sutilezas de ese ruso escribiendo entre las rugosidades del alma. Sobrevives al Ulises, pasados tus cuarenta años, y te sientes peligroso, como si tuvieras una bomba en casa a punto de explotar: tienes que comunicárselo a alguien; con una cierta urgencia inefable se lo intentas contar a tus amigos, pero no lo logras! Qué hacer con la novela de Joyce? De qué modo vas a tenerla dentro del alma sin comunicarlo? Cómo compartir una mónada, un aleph, un punto indivisible y denso del Universo?

Nadie es capaz de prever los balazos que le van a impactar, ni qué órgano va a ser interesado por la trayectoria de la bala. Cada libro es un disparo azaroso realizado por un francotirador desquiciado que se aposta sobre una azotea y que comienza a agotar un cargador tras otro, sin dejar de disparar y sin mirar a quién dispara. El Francotirador es la Literatura misma.

Así como las células que conforman el cuerpo de un hombre apostado en una azotea nada tienen que ver con él en lo que se refiere a sus decisiones antisociales o psicopáticas, así los millones de libros publicados contornean y definen la figura de este tipo peligroso que dispara indiscriminadamente contra todo el que se mueve bajo su campo de acción. Cada bala es un concepto, una faceta irrepetible de un prisma ilimitado, cuya visión induce a pensar en una esfera, a causa del tamaño cataclísmico que presenta.
Cada proyectil que pasa -rozando- es una idea propuesta, un temor desarrollado, una percepción del mundo. A veces, las balas impactan en nuestro cuerpo, lastimando brazos, piernas, ojos o el propio corazón. Nadie queda igual tras uno de esos impactos.
La vida cambia, tras recibir un balazo en pleno tórax. Uno se queda como abatido, tras cerrar uno de esos libros necesarios. Al guardarlo de nuevo en la estantería, los miembros impactados cobran un nuevo flujo sanguíneo, como si el balazo, en vez de cercenar, de amputar o invalidar, les hiciera cobrar vida nueva.

Yo estuve mucho tiempo pasando a hurtadillas por la calle del Francotirador. Me dejaba disparar, como el que no quiere la cosa. Pero desde hace unos años decidí no andarme con ambages y, directamente, tumbarme en medio de la calle que hay bajo su azotea; ponerme a tiro, descaradamente. Incluso en ocasiones me he vestido de color rojo, para que me vea con claridad y no pueda errar el tiro. Sin embargo, no depende de la propia voluntad que a uno le impacten las balas; es el Francotirador, en su aleatoria actividad, el que decide quién va a ser alcanzado, cuándo, cuántas veces y en qué parte del cuerpo.
Da igual que te vayas a La Casa del Libro y te gastes medio sueldo en quince volúmenes apetitosos (unos meses de lectura asegurada); con suerte, algunos de estos libros pueden ser interesantes verdaderamente; pero –ay!- la enorme satisfacción de recibir un balazo en plena frente… Eso está reservado sólo al capricho de la Fortuna! Yo encaré un verano confiando en la novela histórica (es decir: la novela doblemente mentirosa), y lo que me salvó del tedio que los Borgia o las sacerdotisas de Lesbos me provocaban, fue una obra que compré de saldo en un mercadillo del libro: dos volúmenes titulados El Siglo del Quijote, I y II, de Menéndez Pidal, gracias a los que me enteré de qué se cocía en España en el momento crítico de nuestra historia. Como sevillano que soy, gracias a la lectura de esas casi tres mil páginas comprendí el mal que históricamente aqueja a Sevilla. Además, absorto como estaba en su lectura, el verano pasó casi desapercibido (especialmente el mes horripilante que forzosamente tenía que pasar en Mazagón). Gracias, Menéndez Pidal! Impacto profundo en el centro de mi ser!

Pero desde hace poco se me ha metido en la cabeza que la resultante de todos estos impactos fortuítos es un vector potentísimo que, a su vez, impacta en el carácter, modificando sustantivamente la personalidad, haciendo al individuo. Es decir: eres lo que comes. Eres lo que dices y lo que haces. Los libros que uno lee, a lo largo de su vida, modifican sustancialmente aquello que uno hace, y especialmente lo que uno dice, porque (no sé si lo sabían ustedes) los libros se comen.
Radicalizando aún más la propuesta: por más que uno cene lechuga durante años, jamás podrá hablar verde; pero la lectura prolongada de libros de filosofía, ineludiblemente lleva a cualquier ser humano a plantearse, a partir de cualquier incidente nimio, todo un estudio ontológico, con propuestas y digresiones inducidas.

Durante al menos cinco años, y por mor de mi profesión, mi lectura se centró casi exclusivamente en monografías acerca de la Historia de la Música. Tengo en mis estanterías más de la mitad de los libros publicados por AM (Alianza Música) y un buen número de los de Turner (especializada en lo mismo: en Música). Las obligadas biografías de Beethoven, Mozart, Bach, etc. Cartas de Stravinsky, Schönberg, Mozart de nuevo, etc. Y volúmenes monográficos sobre la música en el Barroco, el Renacimiento (desde muchos puntos de vista), el Romanticismo; amén de minuciosos estudios realizados por investigadores eruditísimos; interesantísimos análisis de sonatas, claramente escogidas y tratadas como verdaderas disecciones del compositor y su entorno; opiniones críticas sobre la Música escritas por autores de renombre (Debussy, Falla, Wagner, Stravinsky, etc.). Todo ello, adónde va a parar?
Mi visión de la Historia, a mis treinta y pocos años, se vino abajo cósmicamente. Adiós a las fronteras claras entre las Épocas! Adiós a la línea Maginot que tan dulcemente había resguardado el devenir del Hombre de las sacudidas constantes del Caos! Empecé a ver a mis amigos -a mis propios amigos!- como si hablaran desde un proceso interno, desde su propia evolución. Todo era relativo! Pero cuando digo todo, me refiero a absolutamente todo: comprar el pan, también! La transferencia por encima del mostrador de la panadería –pan, a cambio de dinero- se me ofrecía como una ocasión límite para ponderar los desfases que coexisten entre las pretendidas Épocas.
Incluso en la playa, viendo cómo la marea subía y en su resaca dejaba grandes charcos, me obsesionaba que el reflujo del agua en éstos chocara con cada nueva ola que rompía, en dirección contraria: el Renacimiento extinguiéndose agónicamente a causa de los envites del Barroco! En medio, esa tierra de nadie (agua de nadie, en aquel caso) llamada Manierismo para que no nos pongamos nerviosos!... Menudo cuelgue!

Tuve que relajarme, pues no podía sufrir tántas emociones intelectuales, ni dejarme excitar hasta tales extremos por absurdas tesis repentinas que me asaltaban y que, irremediablemente, acababa sufriendo yo solo y en silencio, como las hemorroides.

Abracé el ensayo; redescubrí a Ortega y Gasset (me dan náuseas los que se refieren a él como Ortega, a secas, con ese prurito de confianza extraída de no se sabe qué trato personal imposible. Francisco Ayala puede permitirse el lujo, ya que lo trató personalmente y además tiene 100 años; pero los demás deberían tener un pudor mínimo: pudor y Gasset); cayó en mis manos un libro de Arthur C. Danto, Después del fin del Arte, que me llamó la atención por su portada, la verdad. Lo bello y lo siniestro, de X. Trías, me puso los vellos de punta, y poco a poco comencé a comprar compulsivamente libros de Estética: Croce, más Danto, Meyer, Tatarckiewicz, Meyer Shapiro, Dalhaus… Y luego, directamente Filosofía: Gustavo Bueno, Savater, Bertrand Russell, y unos cuantos más.

Fue entonces cuando recordé la frase de mi compañero Adolfo, del grupo Sinenómine. Permitidme que os diga que en los tiempos de la facultad se formó un grupo de música irlandesa (y bretona, y un poco cajón de sastre de toda esa arquitectura folclórica pseudocelta) en el que participamos siete estudiantes de las carreras de Filología e Historia. Adolfo era filólogo (era y es: imparte clases de inglés en San Francisco de Paula, uno de los colegios de más ringorrango que hay en Sevilla), y tocaba en el grupo la gaita y la melódica (Dios! Qué es la melódica? Alguien más que Adolfo se hubiera atrevido a tocar ese instrumento en público?), amén de cantar con su hermosa voz baritonal. Adolfo siempre fue un tipo extremadamente inteligente, de una agudeza y unas observaciones tan brillantes que, a veces, pasaban desapercibidas para la mayoría de la gente precisamente por la sutileza de las mismas. En una ocasión, me aseguró que yo era un esteta; hay que hacer notar que ambos teníamos no más de 21 años; quizás, 22. Por qué Adolfo insistía en ello? Quizás fuera por mis continuos comentarios al estilo de cada quisque que pasaba a nuestro lado, o vaya usted a saber por qué. El caso es que Adolfo siempre lo tuvo muy claro.Y 20 años después, yo me gasto el dinero que no tengo en libros de Estética. Y llevo escritos no sé cuántos artículos (no publicados, ni con demasiadas esperanzas de publicarse) acerca de asuntos estéticos.
Todo ello me lleva a preguntarme si la tesis propuesta al inicio de este ensayito (la del francotirador apostado y modificando nuestra personalidad a base de impactarnos caóticamente) no estará equivocada desde su base; si Adolfo fue capaz de vislumbrar con 20 años de antelación mi vinculación casi enfermiza al universo de la Estética, es probable que exista un cierto determinismo, una carretera sin inaugurar que, tarde o temprano, comienza a ser transitada. No sería, pues, el Francotirador el que modificaría nuestra conducta con lecturas aleatoriamente abordadas, sino que nosotros mismos elegiríamos la bala, la trayectoria y el órgano al que impactar.
Uno, pues, ¿sería un francotirador disparando hacia sí mismo?

No. Me inclino a pensar que no: no podemos elegir si no conocemos antes la mercancía. Desde la infancia, los lectores empedernidos abordamos cientos de libros; algunos de ellos los terminamos con placer, o con tristeza porque se acaban y nos han llegado al fondo del cerebro. Un buen día, casualmente, a nuestros ojos llega algo diferente a lo habitual; algo distinto a la novela (que es la lectura habitual entre el común de los mortales). Si nos interesa, volvemos a ello desde otro ángulo, y, ya mayorcitos, nos decantamos por esa veta con claridad. La lectura habitual de cada uno de nosotros, consumidores de ideas, puede diversificarse puntualmente, pero una vez llegados a cierta edad seleccionamos los alimentos con escrupuloso criterio.
Lo que resulta de masticar y deglutir durante años todo aquello que hemos leído, conforma nuestro estar en el mundo. De copas, cualquier noche, hablamos de libros: eso es ley social básica. Pero yo no me estoy refiriendo a intercambiar opiniones o sencillamente contar libros; yo hablo de una actitud general ante los acontecimientos primarios, actitud modificada por las miles de ideas, frases, emociones, aspectos, cuentos, aventuras, disquisiciones, epopeyas, batallas, adulterios, crímenes, escalofríos, sentimientos de conmiseración y de indignación que los libros que hemos leído han impreso, para los restos, en alguna región profunda y funcional de nuestro ser.

En la cadena radiofónica que escucho habitualmente, entre los anuncios constantes de productos para adelgazar milagrosamente, se recuerda al oyente que a determinada hora del día hay ciertos programas deportivos; se ilustran, los mismos, con intervenciones esporádicas de los oyentes habituales de dichos programas. Hay un espacio deportivo sevillano (nada más paradójico en sí mismo, pues casi nadie hace deporte en Sevilla) que, en realidad, versa sobre las desdichas de los dos equipos de fútbol que soportamos estoicamente en la ciudad; pues bien: su anuncio incluye tres o cuatro frases que otros tantos oyentes han dejado grabadas en el transcurso del programa. Las frases, por llamarles algo, son sonidos semiarticulados, sintácticamente despreciables, indescifrables para el que no esté en el ajo de las simplicísimas correrías futbolísticas. Y, sobre todo, parecen estar emitidos por la misma voz, aunque no es así: son tres o cuatro hombres de distintas edades, que tienen unas voces extremadamente parecidas, tremendamente vulgares, llenas de tránsitos intestinales dificultosos y con una textura entre esparto y restos manidos de polvorón abierto.
Se aprecia claramente que son hombres que no leen; seres vivos que no articulan, que saltan con dificultad por encima de la sintaxis y que necesitan ser escuchados en una enorme cuna rosa de contextualización propia para poder ser entendidos, descifrados. No han leído jamás un libro, con casi total seguridad. En sus manos cae el Marca, ese diario consagrado al negocio del fútbol cuyos titulares suelen siempre rayar en el triunfalismo prebélico del 39; como mucho, hojean el diario con dificultad, silabeando con los labios el pie de foto. Éstos, no han leído jamás. Ninguna bala les ha rozado, ni siquiera les ha pasado cerca. Ningún órgano ha sido impactado por las balas del Francotirador. Van a la tumba como salieron de la cuna: sin forma, sin criterio, sin libertad, sin dolor. Sus voces son vulgares, idénticas, prehumanas. No tienen nada que decir, nada que aportar, nada que lamentar. Pero votan cada cuatro años, y mantienen a voces, en la barra del bar, que todos somos iguales. Incluso creo que piensan que todos somos de la misma especie.

Lo siento, pero no: no somos de la misma especie. Ciertamente, el día que un cuerpo celeste del tamaño del Gólgota impacte sobre el cura de Ponferrada a la hora de su célibe desayuno, la onda expansiva será de tales proporciones que toda la especie humana se irá al más profundo de los carajos infernales, acabando de una vez por todas con la Historia, el Arte, la Ciencia, la Filosofía, la Estética y (gracias a Dios) el Fútbol.
En ese momento final, dará lo mismo si hemos convivido o no, durante milenios, dos especies distintas en el planeta: los que leemos siempre y los que no lo han hecho nunca. Todos seremos masa confusa, materia en combustión, humo, nada. Pero hasta que llegue el día del impacto, me negaré a reconocer como congéneres a estos soplagaitas.

Tengo dos amigos licenciados universitarios que, habiendo cursado una carrera, se han llegado a jactar públicamente de no haber leído jamás un libro; al menos, no un libro entero. Apuntes sí; incluso capítulos de obligada memorización para algún examen concreto. Pero ningún libro. Y mucho menos, por el gusto de leer. Asombroso, no? Cómo se puede terminar una carrera -aunque ésta sea técnica- sin haber leído jamás un libro? Cualquier carrera: digo yo que, aunque no necesiten leer a Schopenhauer, me imagino que tendrán tratados sobre su materia específica, no?
Éstos de los que hablo son gente cordial, amable; encantadora, incluso. En las caras de ambos no se podría percibir la carencia básica que marca, antes o después, una frontera entre ellos y yo: la misma que les separa de Fernando, de Jesús, de Adolfo y de todos los demás que sí leemos; algunos, como éstos últimos, compulsivamente.

A Fernando y a Jesús, el Francotirador los acribilló a balazos un buen día, dejándolos marcados para siempre. Y al margen de acumular libros leídos y guardarlos como tesoros en el corazón, dicha lectura tenía -y tiene- carácter de contraseña. Vamos por la calle, nos presentan a un desconocido, sale a colación Las aventuras de Tom Sawyer, y prácticamente se puede decir que uno ha encontrado a un amigo de la niñez. Un tío que se ha leído ese libro con la misma devoción que yo me lo leí (Dios! Cuánto llegué a amar a Becky Thatcher!), merece ser contado entre los verdaderos compañeros de la infancia, aunque te lo acaben de presentar. Un conocido reciente que de pequeño haya temblado con la sola presencia de Joe el Indio, es un compañero de guerra, alguien que ha desembarcado contigo en Normandía y que sobrevivió a la masacre triunfal.
Porque la Literatura es una guerra mundial; una confrontación a niveles masivos entre los que leemos y los que no. Los lectores somos peligrosos: machacamos con una frase de Catulo; ridiculizamos a quien se nos ponga por delante con una observación de Jardiel; podemos incendiar los corazones con una idea de Quevedo; hemos desatado revoluciones citando a Marx; y si es necesario, humedecemos las bragas de las mujeres casadas con una estrofa de Girondo.

Como Ser Incompleto que soy (y mi vida académica lo demuestra: no acabé la carrera de Filología; dejé por terminar el Grado Superior de Violoncello, y ello me hace vagar como interino por los conservatorios de Grado Medio o Elemental de la inmensa tierra andaluza, al albur de los vaivenes hormonales de las chicas de la Administración), me causan espanto y admiración aquellos que han conseguido terminar una carrera. Pero de entre todos ellos, siento una especie de temor discipular por los que, además, llevan sus estudios dentro de sí. Fernando y Jesús, mis compadres de tuna y facultad (de los que hablé, arriba), son, ambos, profesores de Literatura. Uno ejerce en la pública (y, por lo tanto, goza de la categoría de semidiós) y el otro en la privada (lo cual, automáticamente, le confiere la aureola de héroe). Ambos viven la Literatura no sólo como un medio para ganarse la vida, sino como la vida en sí misma. Adolfo, al que nombré arriba, también está transido de Literatura: literalmente, cosido a balazos.
Cualquier conversación con ellos está trufada de personajes, citas, situaciones, epopeyas vividas íntimamente. Jesús es más lírico; Adolfo, más complejo; Fernando, más conceptual. El primero mira más la melodía; el segundo, el contrapunto entre las distintas voces; el tercero, la armonía vertical. Pero lo que es evidente es que el Francotirador ha hecho con todos ellos un trabajo fino.

Recuerdo entre las brumas de cierta noche a Fernando quien, vestido de tuno, con una borrachera memorable y agarrado a las zonas más densas de una señorita, se permitió el lujo de mirarme a través de sus gafas de miope desahuciado y, sacando luces de tinieblas, me espetó: “Cuerpo de la mujer, río de oro/ donde, hundidos los brazos, recibimos/ un relámpago azul, unos racimos/ de luz, rasgada en un frondor de oro…” Y siguió recitando con embotada lengua –aunque con perfecta claridad- lo que años después reconocí como el soneto Tántalo de Blas de Otero (sobre el que compuse, por cierto, un madrigal).
Osea: le estaba metiendo mano a una señorita, en medio de la noche, y tuvo las luces suficientes para, mientras tanto, recitar a Blas de Otero! El espíritu le trajo a la memoria la obra perfecta para expresar lo que tan claramente iba a desarrollar a continuación! No es eso la Literatura? No es hermoso constatar para qué realmente sirve tánto leer?

En mi viaje de novios, que fue a Galicia, el día antes de regresar tuve la mala suerte de comer algo en malas condiciones (un molusco, algún marisco… No sé), y comencé a sentirme muy mal por la tarde. Esa noche, vomitaba constantemente y también tenía diarreas terribles. La temperatura me subió hasta 40º y comencé a delirar. Mi querida esposa recién desposada (de la cual me separé, hace algo más de un año ahora), asegura que estuve horas hablando con los merovingios, con los reyes godos, Leovigildo a la cabeza, instándolos a todos a acabar con el dragón. Qué dragón? El dragón de mis delirios, que no era otro que yo mismo vomitando como un poseso. En medio de mis alucinaciones, mis recientes lecturas sobre la Historia de España acudían en mi ayuda para derrotar la insania en la que había caído sin previo aviso!

Quevedo se equivocaba al asegurar que andaba “...en conversación con los difuntos” para referirse al diálogo interior que se establece entre el lector reflexivo y los autores. No son difuntas las ideas; ni la conversación que los libros establecen es otra cosa que pura vida. Puede que el cuerpo del propio Quevedo esté muerto y comido de gusanos, pero no su conversación con mi corazón, de tú a tú y en cada línea de sus escritos; no están muertas sus ideas. No se ríe mi hijo Eduardo con Sancho Panza cuando éste se caga encima en la Aventura de los Batanes, sino con el propio Cervantes, que podrá ser cualquier cosa menos un difunto. El Francotirador reúne en su infinito cargador la esencia última del Pensamiento, con mayúscula; los proyectiles que nos impactan a quemarropa no son producto de hombres muertos, sino de algún género de materia viva constante; materia verbal, conceptual; alguna especie de sustancia subatómica que, como el viento que no se ve, te puede empujar de improviso, lanzarte a una zanja y abrirte la cabeza; o elevarte por los aires, como a María Sarmiento, a Dorothy o al profeta Elías.
Ese vendaval no lo generan los difuntos; esa inyección de energía sólo puede ser producto de sustancias vivas. Está mucho más vivo el Marqués de Vedia (personaje que ni siquiera aparece en escena en La Venganza de Don Mendo, pero que le sirve a Muñoz Seca para hacer ripios con el juego de las siete y media) que las voces impersonales del programa radiofónico sobre el fútbol local del que hablaba arriba. Y no sólo está más vivo, sino que ha aparecido a veces en mi vida, en conversaciones emocionalmente importantes, como el mismo Don Mendo.

Es evidente: actitudes que hemos podido tomar; reacciones que hemos tenido ante alguna situación de la vida real; respuestas, gestos, ideas que han salido de nuestra boca; todo ello influye en la vida de los demás. Nuestros hijos, nuestras novias… Hasta nuestros padres han sido influídos en mayor o menor grado por la resultante que de nuestras lecturas emerge. Porque somos lo que comemos; porque somos lo que leemos, y nuestro entorno se ve modificado por nuestra actitud.

Ahí fuera sigue, apostado en su terraza intemporal, disparándonos si le apetece; conformando al azar una disposición anímica; convirtiendo a un tímido en un líder de masas; haciendo que Saulo se caiga del caballo y que al ponerse en pie se llame Pablo; empujando inexplicablemente hacia la Arquitectura; otorgando a algún hombre afortunado el don de abrir las piernas de las mujeres; repartiendo monomanías; poniéndonos la cara colorada en la intimidad.
Ahí sigue, tejiendo nuestras vidas; dotándonos de una textura impensable; disparando ideas; impactando en nuestros órganos vitales. Ahí está, riéndose como un niño etíope que jugara con un subfusil. Ahí se asoma, vertebrando la energía que nos conmueve, jugando a urdir la trama de los mil espíritus; ahí el Demonio, el Amor y la Vida; la tinta-tinta, la tinta-siempre, dispuesta a hacernos temblar.

Ahí, haciendo de las suyas, nos espera –impredecible- el Francotirador.


Eduardo Maestre.
Sevilla, Agosto de 2006.

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