Literatura

Clica.

jueves, 19 de marzo de 2009

LA MELODÍA Y EL ENEMIGO



La supervivencia, pese a quien pese, es el motor que me hace hacer cosas. La posibilidad de proyectar –de manera subyacente, irracional- mis genes para la eternidad es lo que me hace enamorarme, desear a las mujeres. El hambre es lo que me hace comer. El sueño persistente es el que me obliga a contestar desairadamente a las personas que me hablan antes de que desayune; o de madrugada, cuando lo que yo quiero, realmente, es dormirme y desconectar del mundo real.
Las necesidades primarias delimitan mi vida, con precisión inapelable.

Pero no vivo aislado. A mi alrededor hay cientos de personas; miles, cientos de miles; millones, miles de millones de seres humanos a cuyo alrededor, igualmente, vivo yo. He tenido que amoldarme, adaptar la satisfacción de mis necesidades básicas en función de la de los otros. Vivo en una tribu; en una supertribu.

Mi existencia es tribal; reconozco de un vistazo a mis familiares, a mis amigos, a mis compañeros de trabajo, a mis vecinos. Todos ellos conforman una lista a la que he añadido otra de conocidos virtuales, tales como presentadoras del Telediario, periodistas famosos, cantantes de moda, futbolistas ubicuos, políticos omnipresentes, etc. Y hombres históricos, tales como Cervantes, Beethoven, Mondrian, Julio César, Monteverdi; amén de personajes de ficción que ocupan un lugar destacado en el imaginario colectivo: Don Quijote, Cyrano, Leopold Bloom, Doña Inés, José Arcadio Buendía, Hamlet, La Regenta, Don Mendo, Lázaro de Tormes…

Voy por la calle andando y no puedo evitar mirar las caras de todos y cada uno de los viandantes. En un rapidísimo escaneo, los descarto como conocidos; si me cruzo con una cara que me suena, busco en milésimas de segundo dentro de mi banco de datos y, salvo que no haya desayunado adecuadamente, le adjudico su nombre, calidad subjetiva, extracción social y un breve curriculum emocional antes de decirle “Paco! Dónde vas?”

Puede ocurrir -pero es muy extraño- que alguien se te acerque por la calle y te diga “Hola, Manolo; llevo todo el día llamándote al móvil y no lo coges, tío!”. Es muy extraño, por dos motivos: porque yo no me llamo Manolo y porque, en la distancia corta, nadie confunde a un desconocido con uno de su círculo.

Sí ocurre, en ocasiones poco frecuentes –pero ocurre-, que, tras presentarnos a una persona y hablar con ella durante unos minutos, nos queda la sensación de que la conocemos de algo; es más: solemos abrir la boquita para decir “Yo no te conozco de algo?”, a lo que la otra persona suele decir que no. Aunque a veces confiesa que tu cara le suena, y entonces comienzan los partes de corresponsal de guerra : “Tú has estudiado en la Facultad de Filología? No? En el Conservatorio? Tú haces remo? Frecuentas las exposiciones de Filatelia Maorí?”; y se da un repaso a ese tipo de círculos que son como los tarros de formol de las alacenas de la memoria. Al final, desiste uno de ubicar al recién conocido y admite -con resquemor y cierto malestar- que, sencillamente, no lo conocía de nada.

Pero son casos raros. Normalmente, uno tiene muy claro a quién conoce y a quién no. Porque la percepción visual global, inmediata, es una de las herramientas más perfectas del cerebro. Es fundamental reconocer a los de nuestro propio círculo en milésimas de segundo. Y, especialmente, percibir a los desconocidos como tales; porque no podemos abordar a todo el mundo en el tren, como si fueran nuestros primos hermanos. Los demás delimitan nuestra realidad, contornean nuestro entorno, dibujan nítidamente cuál es nuestro universo personal. Aunque esta capacidad de definir como desconocido, en una fracción de segundo, a alguien que uno se cruza por la calle, no se la debemos a las normas de cortesía, sino –creo yo- a la necesidad animal de ponerse en guardia ante posibles amenazas.
Pregunten ustedes a los gorilas si son capaces, o no, de discernir quién está subiendo la colina boscosa; interroguen a los miles de ñúes del Serengueti acerca de las intenciones de ese gato enorme que enteramente parece que no es un ñu; inquieran a los yanomami si ese tipo alto, sonrosado y con cámara Betacam al hombro forma parte de su tribu; o a los socios del Real Betis Balompié, una tarde de domingo, si son de su mismo club esos que llevan bufanda blanquiazul. Pregunten, pregunten: ya verán qué precisión a la hora de discernir entre ellos y nosotros.

Normalmente, tardo algo más de un segundo en reconocer a un amigo con el que, inesperadamente, me cruzo por la calle; pero ni una milésima en constatar que ese tipo que pasa a mi derecha con un paraguas gris es un perfecto desconocido: alguien con quien no tengo relación alguna; alguien que podría invadir mi espacio, mi sendero de desplazamiento; alguien que podría asaltarme o sencillamente fastidiarme con preguntas tales como dónde está la Avenida de la Constitución, o tiene usted hora, o dónde se coge el 33.

Reconocemos inmediatamente al posible enemigo. Tengamos en cuenta que nos hemos pasado cientos de miles de años viviendo en parajes agrestes, cercanos a un río, defendiendo posiciones envidiadas por otras tribus. Yo, hace 40.000 años, aseguraría mi existencia y la de mis compañeros de tribu gracias a la capacidad de reconocer, a cientos de metros de distancia, a alguien ajeno a mi entorno -con certeza un agresor.
No reconocer a un enemigo, no dar la voz de alarma, implica dejarte expulsar de la cueva, ceder el territorio, perder a tus seres queridos estúpidamente; morir, con toda probabilidad.

Esta facultad de sorprendente inmediatez, la de reconocer al enemigo, es la que nos permite, de dos o tres trazos genéricos, reconocer casi cualquier cosa, sean objetos o sujetos. Nuestra actitud, a partir de que reconocemos la cara de alguien, es la de relajar la actitud (a menos que sea la cara del inspector del Conservatorio de La Línea, en cuyo caso nos asaltan impulsos asesinos): no hay que dar la voz de alarma; nos podemos demorar en saber si es la señora del kiosco, que va de compras, o el camarero del bar de abajo, que viene del médico.
E integramos rápidamente los atributos que conforman a esa persona conocida. Recurrimos al inmenso banco de datos: le atribuimos el timbre de voz; el gesto habitual; la inevitable carga social llena de prejuicios (importantísimos, los prejuicios), y seguimos nuestro camino; o nos detenemos para charlar, si consideramos que debemos hacerlo.
En definitiva: singularizamos a la persona; la re-conocemos.

En el cine (iba a decir en el teatro, pero poca gente va al teatro, en comparación con los que vamos al cine o nos bajamos películas de internet, ilegalmente), cuando aparece por primera vez uno de los personajes, mantenemos una actitud expectante hasta que el personaje en cuestión se manifiesta: es el Bueno; o el Malo; o el Héroe; o el secundario gracioso. A partir de ese momento, tomamos partido, a favor o en contra; esperamos mucho de él, o no lo tenemos en cuenta para el desarrollo de la acción dramática. Pero lo reconocemos, con todos los atributos de los que le han dotado el guionista y el director de la película. Comprendemos sus evoluciones, su peripecia emocional.

Lo de los actores y el cine es cosa curiosa: hace años, fui a Barcelona para dar un concierto en la Casa Batlló, esa maravilla asombrosa del cerebro de Gaudí. Nos instalamos, los del trío Fine Plectrum, en un hotel de cuatro estrellas (el alojamiento, por supuesto, corría por cuenta de la organización del evento). Al bajar del taxi con los instrumentos y el equipaje, de la puerta del hotel salía un tipo cuya cara me era tan familiar, tan conocida, que no tuve más remedio que saludarle; es más: me alegré de verlo; lo saludé con una sonrisa, como si lo conociera de toda la vida. Era Carmelo Gómez, un actor que siempre me ha gustado. Lo había visto como cura lujurioso y atormentado en La Regenta; como secretario enamorado en El Perro del Hortelano; como padre de familia en Secretos del Corazón, y como muchos más personajes en otras tantas películas.
Carmelo Gómez siempre me ha caído bien. Es un tío convincente. No es un actor guapo, sino de carácter; su dicción y su voz se han educado -con certeza- en el teatro, por la claridad y la proyección que tiene al hablar; los personajes que ha encarnado son hombres complejos, veraces, reales. Los atributos psicológicos que tiene, para mí, son de cercanía y atracción personal. Por todo ello, me alegraba de verlo. Todo fue tan rápido, que no me di cuenta de que era Carmelo Gómez; no me dio tiempo a percatarme de que en realidad no lo conocía personalmente, y, sobre todo, de que él no me conocía a mí. Aún así, mi saludo fue tan empático que el pobre hombre no tuvo más remedio que corresponderme y, extrañado de sí mismo, me saludó también.

Dejando a un lado las anécdotas que se derivan del hipotético conocimiento de los actores, actrices y cantantes de moda -que realmente no es tal cosa, porque es un reconocimiento unívoco, unidireccional: nosotros los conocemos a ellos; ellos no saben ni que existimos-, lo cierto es que, gracias a la facultad de distinguir de un vistazo si reconocemos o no a la gente entre la que nos movemos, marchamos con ciertas garantías de supervivencia por el mundo. Y además, ahorramos energía comunicativa.

Pero este escrito aún no ha conseguido entrar en la cuestión central de la que pretendo hablar. Abordémosla sin más contemplaciones. Bien, ahí va: creo que lo que conocemos como melodía, o motivo melódico, no es otra cosa que una sublimación, una variante abstracta de esta capacidad de reconocer a las personas de nuestro entorno.

Ya lo he dicho. Defendámoslo.

Hace unos días, conduciendo por la autovía Jerez-Los Barrios en dirección a La Línea de la Concepción (en donde estoy exiliado -para dos años- por la Consejería de Educación, prestando servicios como profesor de violoncello en el conservatorio de dicha localidad, frente al Peñón de Gibraltar), me pregunté por qué sigue disfrutando del favor del público el recurso ya tan trillado de la melodía. Y de repente vi, con la claridad propia de los ensueños, que la melodía sigue funcionando óptimamente como medio expresivo por la sencilla razón de que responde a nuestra capacidad de discernir y discriminar a individuos concretos del totum revolutum cotidiano.

Sin entrar en análisis propios de la Gestalt, lo cierto es que cuando vemos una moto no vemos primero un manillar, luego dos ruedas, más tarde dos cilindros, finalmente un asiento, y por eso decimos “esto es una moto, y no un coche”, sino que, directamente, sabemos que es una moto. Hemos desarrollado la extraordinaria capacidad de reconocer el Todo sin tener que sumar las Partes que lo conforman. Incluso cuando vemos el inmenso cartel de Coca-Cola, no leemos co-ca-co-la; es más, no leemos nada: sabemos que ahí pone Coca-Cola; no en vano, los años y años de trato cotidiano con la multinacional, con las curvas sinuosas de sus ces mayúsculas, su guión central y su color rojo, nos permiten reconocer la marca sin necesidad de iniciar el proceso de lectura: es, ya, un tótem.

Al escuchar una melodía de cualquier género, la delimitamos, la dibujamos imaginariamente, la discriminamos con claridad del resto del discurso. Un oboe cantando por encima del tutti orquestal en la Pastoral de Beethoven, en el sentido físico-acústico, no es más que un sonido, un timbre añadido al runrún polimórfico que se desarrollaba anteriormente a su participación; pero la voluntad artística del compositor ha codificado y configurado de tal manera dichos sonidos, que nuestra capacidad de reconocimiento de estructuras nos permite decodificarlos y, al igual que estructuramos gestálticamente un manillar, dos ruedas y un faro, y sabemos que es una moto, reconocemos dicha sucesión de intervalos, pulsos y silencios como una melodía. Y, de la misma manera que la acera sobre la que está aparcada la moto la discriminamos de la moto en sí misma, delimitamos perfectamente, sin necesidad de conocer los rudimentos de la Música, dónde empieza y acaba la melodía que se destaca (la cual, por cierto, no se destaca, sino que nosotros destacamos).

Vayamos aclarando algunos conceptos. Un bajo continuo, al igual que un walking bass en el jazz, son, en el sentido lato del término, melodías; tanto el violonchelista de peluca gris como el contrabajista de larga coleta sitúan una nota detrás de otra: todas ellas con un punto de partida, una dirección y una serie de metas cortas y largas. Pero no están definiendo una forma cerrada; no están dibujando un fenómeno orgánico autónomo -y reconocible por el público- como aquél que conocemos como la melodía; la función del violonchelista barroco o del bajista neoyorquino consiste en iluminar el terreno armónico sobre el cual se pasean otros elementos de la escena musical; su interválica abunda en grados conjuntos, y está sujeta a una estructura vertical claramente definida; la melodía resultante de este caminar, sujeto a las armónicas cadenas tonales –tan newtonianas-, carece de personalidad distinguible.

La Melodía tiene una estructura propia, una interválica única, una articulación interna exclusiva. Las primeras cuatro celebérrimas notas del Primer Movimiento de la 5ª Sinfonía en Do menor, op. 67, de Beethoven (sol, sol, sol, mi bemol...) son, por muy manidas que estén –la responsabilidad de esto último no es de Beethoven-, un prodigio de carácter y de economía de medios. Es una célula melódica inconfundible, construida con dos miserables notas (sol –pulsada tres veces- y mi bemol) y una articulación simplicísima. Una maravilla de efectividad. El público que acudió a su estreno, limpio de espíritu en lo tocante al abuso inaudito que de esta obra se ha hecho luego, la oía por primera vez y, sin embargo (y a pesar de sufrir cuatro horas de interminable programa, íntegramente constituido por obras de Beethoven), reconoció inconscientemente este motivo como el personaje del drama que se iba a desarrollar ante sus ojos (dentro de sus cerebros, que es donde se cuece la acción musical).
A decir verdad, el público que acudió al estreno de la Quinta de Beethoven no reconoció esas cuatro notas como un personaje hasta que dicho motivo empezó a aparecer por todos lados, en todas las formas y maneras posibles: invertido, ampliado, reducido, exprimido hasta las mismísimas entrañas. La sensación del oyente, tras haber oído la famosísima introducción de la sinfonía de la que hablo, sería cercana a ésta: “Algo va a pasar con estas cuatro notas”.
Evidentemente, la peripecia estructural a la que la Bestia de Bonn sometió ese motivo melódico, colmó las expectativas de la audiencia mucho más allá de lo habitual, consiguiendo que se asociara dicha melodía –después de muchos conciertos, y de la inestimable ayuda de E.T.A. Hoffmann- a toda una suerte de figuras fantasmagóricas, tales como el Destino, la Muerte y demás chorradas.

Pero qué nos ocurre cuando acudimos al estreno de una buena película de la que aún no sabemos nada? Pues que nos mantenemos a la expectativa, intentando discriminar el papel de unos actores del de otros, configurando de alguna manera, siquiera sea provisional, un mapa emocional de aquello que estamos viendo. De cualquier modo, un personaje -cuando es de carácter- deja claro, desde su primera aparición, que va a ser el protagonista; o, al menos, parte fundamental en el desarrollo de la acción dramática.

He tomado un ejemplo extremo de caracterización cuasi psicológica de una melodía. Pero existen cientos de miles de unidades melódicas inconfundibles, todas ellas con características exclusivas. Inventar una melodía no es difícil; lo complicado es dotarla de carácter, hacerla imposible de confundir con otras. Crear un segmento melódico interesante les ha permitido a los compositores, desde el Renacimiento hasta hoy, manipular dicho segmento e impregnarlo de contenido dramático. Los préstamos, tales como La Marsellesa en la 1812, de Tchaikovsky, funcionan de igual modo: Tchaikovsky la expone, la sugiere, la retuerce, la destroza… Nos pinta el himno nacional francés de mil y una maneras, haciéndolo partícipe del desarrollo de la acción, personificándolo hasta casi poder verlo físicamente.

Las melodías bien construidas (si se me permite la expresión); las melodías que funcionan, pueden ser sometidas a vejaciones sin límite, casi sin riesgo de que se disuelvan los sutiles lazos interválico-articulatorios que la conforman. El compositor puede ampliarlas, reducirlas, octavarlas en zigzag, deformarlas hasta la caricatura sin que dejen por ello de seguir siendo reconocibles. Qué característica es ésta, común al Teatro, a la Novela o al Cine?... Pues nada menos que la posibilidad de la peripecia.

En la Novela, la Peripecia es lo que nos mantiene interesados en la lectura. La peripecia personal a la que el autor somete a los personajes, puede llevarlos hasta el límite, pero éstos siguen manteniendo las características personales que les hacen existir como entes, como individuos.
Qué va a ser del Caballero de la Triste Figura, en su soledad auto impuesta entre las peñas, dándose cabezazos contra éstas? Qué nocturno y terrorífico ruido es ése, que hace cagarse en los pantalones a Sancho? Conseguirá evitar Leopold Bloom que el Paisano con el que discute en la tasca miserable le acabe partiendo una botella en la cabeza? Cómo ha llegado José Arcadio Buendía, atado al castaño, a comunicarse exclusivamente en latín?

La peripecia personal, el avatar caprichoso del autor (del Destino, del Azar, del Vacío, de Dios) es lo que establece un paralelismo entre el personaje y el lector. El lector, el espectador, sufre las inclemencias por las que el personaje pasa. En la música melódica “artística” (entrecomillo por no dar una larguísima explicación: confío en que ustedes entiendan qué sea música artística), la personificación de la melodía se consigue a través del avatar estructural al que la somete el compositor; de simple motivo melódico, pasa a ser un personaje que se mueve en un paisaje armónico-tímbrico, viéndose sometido a presiones y distensiones sin más límite que la deformación total, momento en el cual ya dejaría de ser reconocible por el oyente, y por lo tanto, no-interesante; exactamente igual que ocurre cuando un personaje de cualquier película ha dejado de ser creíble: que nos aburrimos y nos vamos del cine.

La utilización de la melodía como personaje ha sido un recurso fundamental de la Música; a partir del siglo XIX, particularmente. Llevando al extremo este recurso, se encuentra uno con el leitmotiv, atribuido a Wagner; y digo atribuido porque encuentro leitmotiv desde Monteverdi hasta Schubert; eso sí: sin pretensiones de creación del recurso. Pero ciertamente es Wagner el que, rozando el paroxismo, da una vuelta de tuerca y convierte no ya la melodía en personaje, sino el personaje en motivo melódico, motivo que arrastra como un sambenito a lo largo de toda la obra. Wagner atribuye al personaje una melodía propia, como una característica más; como si dijera “este hombre es rubio, alto, triste; y sobre su cabeza revoloteará, constantemente, esta melodía”. En mi opinión, el teutón poseído de sí mismo dio varios pasos atrás y perdió el terreno ganado al océano de lo psicológico por Beethoven; mientras que el de Bonn dotó de personalidad y peripecia a la Melodía, Wagner la jibarizó, minimizándola a característica que acompaña al personaje. Es decir: en Beethoven, la música se personifica, sufre y se transforma mediante epifanías sucesivas; en Wagner, la Música necesita del Teatro para sustentarse psicológicamente, ya que el que sufre los avatares del Destino es el personaje, del cual el leitmotiv es sólo una característica más (a pesar de las transformaciones que sufra dicho motivo melódico, ya que éstas son en función del personaje al que acompaña como una sombra).

Lo admito: no me cae bien Wagner… No sé si será porque mi quinto apellido es Elías, o por la verborrea pangermanista del Idealismo alemán que gastaba el insigne autor de óperas. El caso es que, pese a reconocer su extremado arte (en el sentido de ars, o techné), creo que el concepto psicológico de melodía, que va asumiendo un papel orgánico y progresivo a lo largo de toda la historia de la Música, en manos de Wagner se instrumentaliza, quedando despojada de su libre albedrío. La melodía, en el ario soberbio, se me antoja no un personaje, sino una suerte de guiñol.

Los autores de teatro (o los actuales guionistas de cine, sometidos a la presión del mercado) que crean personajes inorgánicos, están abocados al fracaso. Un personaje inorgánico es aquél cuyas particularidades no son consecuentes entre sí. Es decir: el clásico detective norteamericano de los 70’, urbano y resabiado, es convincente cada vez que dispara a la cabeza de un asesino contrastado mientras le suelta una frase cínica (“Alégrame el día”, que diría Clint Eastwood; “Sayonara, baby”, en boca del gobernador de California), pero cometería lesa ficción si, acto seguido, se pusiera a reflexionar metafísicamente sobre la tropelía que acaba de cometer impunemente, sobre la bestialidad que supone tomarse la justicia por su mano, o sobre la insoportable levedad del Ser: eso no habría quien se lo tragara.

Lo que se conoce como caracterización del personaje es la serie de parámetros psicológicos y conductuales atribuidos de forma coherente, orgánica, a un personaje de ficción –cualquiera- que haya salido de la pluma de algún escritor. Si nos encontramos frente a un corpus orgánico, nos convence; si no, cerramos el libro, cambiamos de canal o, directamente, nos salimos del cine. Para construir un personaje orgánico, los novelistas de calidad han dejado siempre fluir su subconsciente; el magma inconsciente del artista ha sido siempre la fuente de la que mana lo verdadero en Arte, por muy artificioso que pueda aparecer formalmente. Cuando un personaje ha sido creado sin convicción, sin la participación directa de la summa spiritualis del novelista, siempre queda como descabalgado de la acción en la cual se desenvuelve.

Una melodía dodecafónica (sic) se construye desde presupuestos formales. Es decir, a Schönberg ya no le satisface la tonalidad, por muy arriesgada que sea en el uso de alejamientos, de pivotes tonales, de politonalidad incluso; y crea un universo paralelo: la serie dodecafónica. Esto, en la Historia de la Música, equivaldría a que a Rocco Siffredi (el mítico actor porno) ya el sexo común y corriente no le excitara, y, en vez de dedicarse al maravilloso mundo de la aberración (o directamente abrazara la Mística del siglo XVII español), dictaminara que el Sexo ha muerto –como lo conocemos desde hace miles de años-: que el coito ya no sirve, y que el verdadero sexo debemos practicarlo envueltos todos en papel aluminio de la cabeza a los pies. Si a Rocco Siffredi, o a cualquier hijo de vecino, no le satisface ya el sexo común y corriente, está en su derecho de practicar cualquier sublimación de éste (por ejemplo, escribir artículos sobre Estética), pero no puede arrogarse nunca el privilegio de dictaminar la muerte del Sexo en general.

Esto, y no otra cosa, es lo que hizo Schönberg: “como a mí no se me ocurren nuevas combinaciones sonoras capaces de conmover al público ni a mí mismo, expido el certificado de defunción de la Tonalidad, me invento otro sistema (extraído, por descontado, del sistema tonal), lo doto de normas inflexibles –nada mejor que la inflexibilidad para hacerse valer en el período de entreguerras europeo- y lo echo a andar”.
…Cuántos prejuicios! Cuánta intolerancia larvada, la del teórico vienés!

La melodía derivada de este sistema inflexible (nunca tres notas consecutivas susceptibles de ser consideradas como un acorde consonante desplegado; no repetir nunca una nota de la serie hasta que no han sonado las de la serie completa, etc.) prácticamente no participa del bullir interior del subconsciente; es una melodía resultante de una estricta normativa. En general, es una construcción sustentada en la constante negación de un sistema previo; por esta misma esencia negativa, carece de organicidad, entendiendo dicha organicidad como la capacidad de condensar y codificar impulsos internos que el oyente medio puede decodificar y traducir en emociones. La melodía dodecafónica es un personaje descabalgado, construido desde presupuestos hiperracionales. Es por ello que no podemos reconocerla como personaje al que le ocurra la peripecia; a pesar de que, si a alguna melodía le ocurren peripecias, ésa es la dodecafónica: nada más hay que analizar una pieza de Webern o del mismo Schönberg para darnos cuenta, con estupor, de la cantidad de padecimientos que soportan las series utilizadas (al margen de las retrogradaciones, inversiones, etc.), convirtiéndose el análisis de las mismas (el análisis sobre el papel, claro: el otro, durante el concierto, es casi imposible) en una suerte de cábala.

Asistir a un concierto de música dodecafónica estricta es como ir al cine a ver una película cuyos personajes se desdibujan nada más aparecer; cuya acción es indefinible, porque no está sustentada por peripecia alguna. Y no me refiero a que no sean azarosos y complejos los avatares a los que somete el cabalista/compositor a la serie que emplea; evidentemente, hay una voluntad, por parte del autor, de que ocurra algo. Pero en la música dodecafónica, a pesar de que indudablemente hay acontecimientos, no logramos saber cuáles son, ni a quién le acontece. Porque no logramos identificar al personaje central, conocido como melodía.

No ocurre lo mismo con la música atonal no dodecafónica: en ella, se dibuja el personaje con nitidez, y, si bien la peripecia a la que se le expone no entra ya en la clásica manipulación del entorno tonal, sí se reconoce al personaje melódico y la acción a la que se ve sometido. A Hindemith, a Messiaen, a Ligetti, se les sigue la peripecia interna con nitidez.

La música que se conoce como atmosférica (en realidad, la música sin melodía protagonista) es interesante porque, al carecer de personaje -y por lo tanto de peripecia-, nos permite ejercitar la capacidad de mirar sin ver: exactamente igual que cuando paramos al borde de la carretera durante un viaje para asomarnos a uno de esos balcones reforzados que los funcionarios de Medio Ambiente -o vaya usted a saber de qué otro organismo público- han decidido poner en el lugar que han considerado idóneo para ser un mirador. Desde allí, y en el silencio con el que la naturaleza suele aterrorizarnos, nos dedicamos a mirar. Miramos. Contemplamos un valle rodeado de verdes montes, con su riachuelo al fondo, salpicado de peñas lavadas por la corriente. No ocurre nada. Sólo miramos. La parálisis nos abruma. No hay nada que ver: es sólo para mirar. Enfín…

Mención aparte merece la melodía minimalista. La música compuesta por Reich, Mertens, Riley, Glass, etc., con todas sus diferencias entre ellos, presenta un personaje melódico extático. Las melodías minimalistas (las repetitivas, o las acumulativas por pequeñas células, o las algorítmicas) nos presentan un personaje embebido en su entorno, de peripecia reiterativa, encerrado en un ámbito de acción mínimo; quizás sin esperanza de acción alguna, pero sin sufrir por ello una vivencia dramática. Considero que el personaje melódico minimalista representa crudamente al ciudadano medio postmoderno, que disfruta del estado del bienestar, pero del que no se espera –porque no puede esperarse- acción heroica o dramática alguna: los funcionarios de la Administración, de la Educación o de Cultura, asistiendo compulsivamente a conciertos, a exposiciones (instalaciones o performances); la inmensa clase media, jugando al squash los fines de semana; las mujeres profesionales liberales, asistiendo al yoga o a la danza del vientre los martes y los jueves…
Occidente duerme, creyendo que no hay necesidad de revolución: para qué? ¿Para poner en riesgo este éxtasis, esta aurea mediocritas? La melodía minimalista refleja extraordinariamente esta situación del Occidente precataclísmico que tenemos.

Somos, básicamente, espectadores. El sentido de la vista sigue siendo el más importante para la supervivencia. Nuestra capacidad para reconocer organismos complejos y discriminarlos del totum revolutum es la que nos permite sobrevivir en nuestro entorno. La catarsis, desde Sófocles, sigue vigente. Nada nos interesa más que aquello que refleja de algún modo nuestro padecimiento, bien sea homeopática o alopáticamente. Reconocernos en un personaje nos conforta o nos pone nerviosos, pero no nos deja impasibles; seguir las aventuras de un héroe mítico nos conmueve, igualmente. La misma capacidad para reconocer -de lejos- a un enemigo o a un antiguo amor es la que nos sirve para construir una imagen clara de qué sea una melodía. Equiparar la peripecia que le acontece a dicha melodía, en el decurso de la música en la que se inscribe, es una forma profunda de catarsis; porque la Música no esgrime panfletos, ni ideologías, ni dogmas, sino que va directamente a la esencia de las estructuras que subyacen en el fondo de la misma acción. La Música es la apología de la acción.


Eduardo Maestre
La Línea de la Concepción (2007)- Jerez de la Frontera (2008).

3 comentarios:

  1. Mira que la tienes tomada con Don Ricardo...

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  2. Ya he comentado algunos de tus escritos, y dicho groseramente estan de puta madre. Aunque no viene mucho al caso, y es al hilo de la observacion, siempre he creido que hay en este mundo dos tipos de personas, las que observan (y no lo digo por ti) y las que hacen. Los primeros observan como los segundos crean , miran con cara de imbecil como los segundos viven de verdad, con sustancia. Los primeros viven dormidos, sin vivir realmente, los segundos viven intensamente todo cuanto les rodea. Creo que hay mucha inercia, mucho dejarse llevar, mucho acomodo y eso nos hace cuasi inutiles. Hay que aislarse del acomodo social , de la imsomne television y activarse dia tras dia, no conformarse con lo que hay y crear, crear musica, imagen, hacer guiones, pensar en proyectos.......Me gusta la diseccion que haces de la observacion , como la conectas con la supervivencia y como tambien sacas tu lado maestre ;) para enseñarnos siempre algo de musica (Schönberg). Un abrazo y enhorabuena.

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  3. Tampoco me cae bien Wagner y la dodecafónica me pone de los nervios! Soy pop! De Mozart, Beethoven, Brahms y Bach entre otros.

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