Literatura

Clica.

jueves, 19 de marzo de 2009

DESPRECIAR AL PÚBLICO


Opinar por escrito puede ser equivocarse eternamente. Aún así, equivocarse es mejor que no tomar partido, nunca, por nada.

Después de devanarme los sesos gratuitamente por temas que no son, ni serán nunca, del interés general -¿hacia dónde va el Arte?- y que, además, no responden a la lógica -se puede saber cuántos meteoritos caerán en la Tierra, cuándo y dónde, pero no hacia dónde va el Arte- , he creído encontrar algunos puntos que, si bien pertenecen al siempre agitado mundo de la controversia, también ofrecen -y quizás por ello- indiscutibles aspectos de interés.

Uno de estos puntos a que me refiero es haber creído hallar cuál es la característica que distingue al Arte de la segunda mitad del siglo XX de toda la producción artística de siglos anteriores; qué núcleo común comparten las disciplinas veintistas; en qué se diferencia taxativamente de los demás siglos; en definitiva: qué es indiscutible y marca con carácter propio las manifestaciones artísticas del siglo que agoniza.

El desprecio por el público: ése es el común denominador. Así, tajantemente dicho, suena terrible; pero no se me ocurre un modo mejor para expresar con suavidad esa sensación difusa que me transmite determinada actitud -claramente defensiva- que los artistas de muy distintas disciplinas, durante la segunda mitad del siglo que acaba, han tenido y tienen. Veámoslo.

La Pintura, a finales del XIX, quizás por un prurito de sofoco, comienza a sacar los colores de los contornos, a inundar de manchas sin perfil los paisajes con figura –ahí están las obras de Gauguin, de Vuillard. En la primera década del XX, el color, hecho dueño y señor de los lienzos, oculta la forma e impide al atónito espectador -que aún sigue comprando cuadros, no lo olvidemos- reconocer de inmediato una vaca en un paisaje de Kandinsky. Al mismo tiempo, Debussy nos quita la tónica de debajo de los pies y nos abandona, flotantes, en un universo modal; Stravinsky vapulea París con su Consagración de la Primavera; Joyce deja perplejos a los lectores con el Ulises; y Gropius, a la cabeza de la Bauhaus, revoluciona el arte arquitectónico junto a Le Corbusier.

Todos estos extraordinarios artistas se emancipan del siglo XIX, sí, pero no desprecian al público; muy al contrario, lo consideran parte esencial de su actividad creativa. Son pintores, compositores, literatos y arquitectos que pintan, componen, escriben y diseñan para y por un público que empieza a conocer la megadifusión -reproducción en cuatricromía, discos de pizarra, editoras multinacionales, etc.- y acude a las exposiciones a comprar cuadros, así como a los conciertos de estreno -como siempre- para ver si les deleitan los oídos con una nueva obra. Es un público que consume Arte. Pero centrémonos en la Música.

Manuel de Falla componía para estrenar y editaba para vender, al igual que Turina, Stravinsky, Ravel y los demás. Incluso Schönberg. Pero este último, arrogándose -¡ay!- la capacidad de decidir sobre la muerte del Arte, proclama en los años veinte que la Tonalidad está agotada, que las relaciones de tensión/distensión sobre los polos tonales ya no pueden dar más de sí y crea, desde presupuestos hiperracionales, el sistema dodecafónico. Más aún: acuña el término klangfarbenmelodie -melodía de timbres-, gracias al cual se le concede un valor intrínseco al sonido en sí mismo. Extraordinaria propuesta -no exenta de razón- la de Schönberg, si se toma como una declaración de estética personal. Discutible, sin embargo, el acta de defunción de la Tonalidad.

Sin la segunda Gran Guerra -sin la consiguiente depresión europea- no sabemos qué hubiera sido del serialismo. Pero la realidad es que hubo una posguerra mundial y que, en Europa, los compositores perdieron la referencia de la aceptación de sus obras por el gran público. El respeto al aficionado fue desapareciendo rápidamente. Tras Schönberg y Webern, los creadores de música, aceptando como un dogma de fe -y de distinción- la estética dodecafónica y el serialismo integral, abandonan casi en masa los caminos abiertos por Debussy y Stravinsky y se lanzan a una orgía de formas racionales asépticas -series, matrices, fórmulas matemáticas y azar semicontrolado- cuyo resultado sonoro rompe absolutamente con lo que el público de entreguerras conocía, esto es: la Música como resultado de una síntesis emocional.

La inspiración es sustituida por la construcción. Con ello no quiero decir que la música de Brahms, Bartòk o Mozart no responda a un claro proceso constructivo. Antes al contrario, la gran característica de la música artística de todas las épocas es la intervención constante de la construcción y el orden -la composición- por parte del autor. La diferencia estriba en que tal voluntad de control y orden se aplica, antes de la 2ª Guerra Mundial, a un magma inconsciente que deviene como resultado de todas las fuerzas emocionales y educacionales puestas en juego. No olvidemos en ningún momento que el Arte no es más -ni menos- que el inefable intento del Hombre de materializar el caos de su inconsciente de una forma catártica para él y para su entorno. La forma, luego, es lo de menos. Pero los autores postschoenbergianos no aplicaron esta construcción a la entidad irracional que todos los artistas deben tener, sino a una serie matemática, a una matriz numérica, a unos dados que, por azar, sacan el número doce -o siete: da igual-, sin permitir en ningún momento la menor aportación personal, quizás como reacción a un siglo XIX demasiado adentrado en el XX.

El caso es que el público, recién salido de la mayor catástrofe bélica de la Historia, se ve obligado a refugiarse en obras comprensibles, obras emocionales, obras musicales que conmuevan sus maltrechos espíritus; piezas en las que puedan reconocerse, verse representados; música, en fin, basada en un substrato de dolor, de alegría, de pasión; no basado en una serie matricial que no ha sido bombardeada, en unos algoritmos que no han perdido a su familia. Y los habituales consumidores de estrenos vuelven mayoritariamente sus ojos -sus oídos- a obras de autores desaparecidos -obras tonales, básicamente-, interpretadas por orquestas cada vez más extraordinarias y directores cada vez más divinizados.

La segunda mitad del siglo XX, por tanto, rompe absolutamente las ligaduras orgánicas que unían al compositor con el gran público. El artista creativo comienza a dar por sentado que la masa no está preparada para comprenderle a él y, como consecuencia, comienza a componer para un selecto círculo de colegas, incomprendidos también, y para una "posteridad" que lo juzgará como se merece.

Aparecen, pues, foros -ghetos musicales- en los que estos compositores cultos presentan obras completamente ligadas a un proceso racional en el que el autor interviene como simple servidor de las leyes matemáticas, sin aportaciones personales. En este proceso, se lucha por eliminar (y se consigue) algo fundamental en todas las Artes: la plasmación orgánica del complejísimo sistema de tensiones que la vida real produce en el subconsciente del artista; y que éste -por necesidad de cariño o por pura supervivencia- convierte en algo que goza de vida propia, de organicidad; ese algo no es otra cosa que la materia constructiva que el público recibe directamente en su subconsciente, sin necesidad de análisis técnicos previos. Hasta entonces, los aficionados a la Música habían dicho simplemente "me gusta" o "no me gusta"; pero jamás "no lo entiendo".

Cuando los panaderos deciden no hacer pan, sino muebles de metacrilato, el pueblo busca pan, aunque no sea del día. La industria discográfica, en plena expansión, se desarrolla y crece espectacularmente apoyándose en dos pilares: la música ligera y la música que vulgarmente conocemos como clásica -romántica fundamentalmente. La EMI, la Deustche Gramophon, la Decca, etc., vetan radicalmente a los compositores contemporáneos -que no venden- y potencian a los clásicos -que no cobran derechos de autor-, obteniendo pingües beneficios y sumergiendo, de paso, a generaciones enteras en una vorágine tonal y estática desconocida hasta entonces.

Los compositores contemporáneos desprecian olímpicamente al público y éste -cruel, como los niños- se ríe de ellos caricaturizándolos en películas y no asistiendo a sus conciertos -por otra parte restringidos-, sino a las manidas reposiciones de la Quinta de Beethoven. Schönberg, Webern, Varèse, Cage, Xenakis, Stockhausen, Boulez, Berio, Nono, de Pablo, etc., son grandes creadores, compositores de extraordinaria calidad que, conscientemente o no, han despreciado al público, han prescindido de la masa de gente que aplaudía a Mozart, que se asombraba con Beethoven, que vitoreaba a Verdi, que suspiraba con Chopin, que idolatraba a Wagner, que discutía a Debussy o que se cabreaba con Stravinsky, pero que iba a sus estrenos... ¡Y pagando!

Con el inicio de la Guerra Fría, las potencias occidentales –la CIA y los demás servicios de espionaje norteamericanos y europeos- se preocuparon muy mucho de iniciar y llevar al límite sutiles campañas para desprestigiar todas aquellas manifestaciones culturales sospechosas de pertenecer al ámbito de la Izquierda o del Comunismo. El Cine norteamericano de los 60’ se encargó de ridiculizar, además de a los psiquiatras –que ya era un tópico-, a los artistas de la bohemia francesa o londinense, presentándolos indefectiblemente como una panda de existencialistas entre la depresión y la frivolidad. Los compositores de vanguardia, ligados intelectualmente a la izquierda previa al Mayo del 68, enquistaron su posición, radicalizándose más aún: la brecha con el público medio estaba abierta; y era insalvable.

¿Cuántas generaciones son cincuenta años? ¿Cinco, cuatro generaciones? En cualquier caso, son generaciones suficientes para que, actualmente, el despreciado público, quizás no injustamente, desprecie al compositor vivo sin saber qué música compone. El aficionado actual -sus oídos acolchados por el suave terciopelo de la cadencia perfecta- no arriesga su dinero en una entrada barata para escuchar el estreno de un compositor vivo. Prefiere hacer cola toda una noche y gastarse un dineral en una entrada para La Traviata, o abonarse todo el año a un seguro y confortable colchón decimonónico -Beethoven, Schubert, Mahler- que, de seguro, no le dará quebraderos de cabeza -salvo si es Bruckner y padece de incontinencia urinaria.

Hay una nueva disciplina estética en la Música que, como todo lo emergente, tiene los contornos indefinidos. Es lo que se ha dado en llamar Nueva Música. Partiendo del Minimalismo, ha ido englobando muy diversas tendencias; entre las más destacables, encuentro la Música Étnica, un Jazz despojado de agresividad y una tendencia más que reseñable hacia la transparencia. Lo que más me llama la atención es que surge como cualificada reacción a todo lo que se ha hecho en la segunda mitad del siglo XX. Es reconocible y, por el momento, inclasificable, lo cual le otorga plena vitalidad e interés. En este cajón de sastre se han colado de rondón algunos impostores; imitadores que, proviniendo del Jazz o del Postromanticismo más hediondo, nos quieren vender productos que no son genuinos. Algún otro hay que, componiendo organa puros y duros, directamente plagiados de Pérotin, nos lo presenta como el colmo de lo moderno; incluso compositores que por su trayectoria estética pertenecen a la escuela de Darmstadt, ahora pretenden subirse al carro de la Nueva Música. Pero no pueden engañarnos: su producción pertenece a una época caduca.

Glass, Volans, Monk, Reich, Nyman, Mertens, Lygetti, Adams: compositores de profundas diferencias estéticas; cada uno con su lenguaje propio, estructurado, profundamente personal y de alta calidad, son los compositores del final del milenio; y aunque no pertenecen plenamente al siglo XXI, indiscutiblemente lo anuncian. Con ellos se acaba el gheto voluntario. Comienza la recuperación del aficionado, el aprecio por el público. Su música puede incluir sistemas compositivos radicales conseguidos en el siglo que expira, pero éstos se engloban dentro de una estructura superior; no se utilizan como arma arrojadiza con la que masacrar a los no iniciados, ni como la bandera de una secta fanática.

El siglo XXI está ya bajo nuestros pies. Ya ha comenzado la recuperación de la confianza y el interés -poco a poco: el desprecio ha sido muy grande- del aficionado medio hacia los compositores vivos.

A finales de Marzo del 98 fui a una asamblea de músicos de plectro de toda España, celebrada en Murcia durante dos días. En una de las intervenciones que tuve, hablé de la necesidad de interpretar música original para plectro, compuesta por compositores vivos; insistí en ir abandonando paulatinamente las transcripciones y el repertorio clásico. Cuál fue mi sorpresa -gratísima, por otra parte- cuando representantes de, al menos, cuatro orquestas y cinco grupos de cámara se me acercaron en un descanso para presentarse y encargarme obras originales para plectro. ¡Los intérpretes también son público! Quieren estrenar y depositan su confianza en los que saltamos en la cama elástica de la Composición. No se les puede decepcionar. Yo no les voy a volver la espalda. Si mi música no gusta, será porque no me sale mejor, no porque no me entienden. Hay que hacer música de calidad pero pensando que el destinatario final es el público de hoy, no la posteridad. Y, aunque no se hagan concesiones, no se debe volver a despreciar al aficionado como si no entendiera nada. Ese ha sido el error de los compositores del siglo XX. Y lo estamos pagando los desconocidos del siglo XXI.


Eduardo Maestre. Septiembre del 98.

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