Literatura

Clica.

jueves, 19 de marzo de 2009

EL AFILAOR Y EL CÍBER


Hace algún tiempo, cuando vivía en el barrio del Porvenir (así se llama), me dirigía hacia un cíber con intención de conectarme para hablar con M. Como dentro de pocos años, casi nadie se acordará de lo que era un cíber, lo definiré: un cíber suele ser un local mediano -éste era algo pequeño, la verdad- con un mostrador tras el que casi siempre está un joven preempleado, en edad postuniversitaria -probablemente pagándose la subsistencia- y, frente al mostrador, dos hileras de mesas estrechas con monitores de ordenador antiguos (y torres y teclados), separados por unos pequeños y ridículos tabiques de poliuretano a fin de mantener una simbólica intimidad para poder comunicarse por internet aquéllos que no gozan de tal servicio en sus casas. Bien, ya lo he dicho.

En este cíber de mi anterior barrio había unos doce o catorce ordenadores. Casi siempre con algún estudiante universitario irlandés, o yanqui; o con alguna universitaria iraní casi guapa, casi virgen, casi libre que se escribía con alguien pensando en que todo iba a cambiar. Enfín…

Suena raro que yo estuviera, a finales de 2005, sin internet; y el caso es que lo vengo usando a diario desde el año 1995, cuando conectarse a la red desde la propia casa era aún noticia de final del Telediario. Pero me acababa de separar, me había mudado hacía unos meses y tuve que cambiar de compañía telefónica. Tarea baldía, porque estuve más de dos meses esperando conectarme a la red desde mi nuevo domicilio, y todas mis gestiones parecían inútiles: me tocó sufrir. Pero no es mi intención aburrir con historias de despecho telecomunicativo. En resumen: que me había quedado sin internet, en aquellos días.

Bien: me dirigía al cíber con intención de conectarme a la red, entrar en Messenger y comunicarme con M., por aquel entonces mi amante. El caso es que, cuando iba llegando, dispuesto a hablar un par de horas felices con ella de cualquier cosa que no fuera música (aunque a veces se deslizaba una conversación musical por medio; qué remedio: ella era y sigue siendo –supongo- una excelente intérprete), observé que, casi en la puerta del antro informático, había un tipo bajo y malencarado, con una motocicleta de 49 centímetros cúbicos, vieja y descolorida, sobre cuyo transportín daba vueltas, tiritando, una piedra de afilar cuchillos; una piedra circular, de ésas que se conectan mediante un inestable juego de correas a la rueda trasera de la moto. A su lado, algo alejada para que no le cayeran las chispas (y también, todo hay que decirlo, para que no se la relacionara demasiado con aquel tipo de baja estofa), esperaba una señora de unos setenta años, vestida con ropa de estar por casa; pero por casa de una señora de dinero, claro: hay que tener en cuenta que mi barrio era el Porvenir (yo acababa de mudarme a la mismísima calle Porvenir, que da nombre a todo el barrio); que el afilaor estaba en la acera de la avenida de Felipe II, frente a la puerta trasera del Parque de María Luisa; y es que mi anterior barrio pasaba por ser el mejor barrio de Sevilla; el de más postín; con verdaderas mansiones, ocultas tras densos jardines ingleses. Y pisos, claro; pisos carísimos, y tiendas y bancos y farmacias y hornos y enotecas.

Bueno, pues el caso es que me llamó muchísimo la atención ver a un afilaor. Hacía millones de años que no veía a ninguno. Cuando era pequeño, los escuchaba llegar cada dos o tres semanas por la Puerta Carmona –el barrio en el que nací y me crié-, antecedidos siempre por su silbato de plástico tipo flauta de Pan (o rondador, o ficus, o zicus, que de todo he escuchado llamar a ese artilugio no claramente temperado), haciendo una escala diatónica ascendente que culminaba y permanecía unos instantes en la nota aguda para caer de nuevo sólo hasta el Vº o IVº grado (dependiendo si el afilaor tenía un corazón auténtico o plagal); seguidamente, hacía un melisma, arriba y abajo un par de veces; caía en picado hasta la tónica -octava baja- para terminar, tras un casi glisando, en un forte súbito en la octava aguda, picadísima y penetrante, como el grito que cerraba la fanfarria: el afilaooooooooor!

El afilaor, cuando yo era un niño, aparecía por mi barrio; y salían de sus casas las mujeres, con cuchillos y tijeras en las manos, como si hubieran llegado repentinamente los idus de marzo, o fueran todas a matar al Comendador. Decenas de mujeres: con rulos; en bata; en zapatillas (lo juro) se amontonaban alrededor del afilaor, que colocaba un caballete bajo la rueda trasera de la motillo y empezaba a poner orden entre el repentino gineceo de conspiradoras.
A mí lo que me gustaba eran las chispas y el sonido de la piedra de afilar, que se intensificaba cuando aquel tipo oscuro presionaba en determinada zona del objeto punzante. Y siempre me preguntaba si el instrumento musical que llevaban los afiladores –todos los afiladores del mundo- era obligatorio para ser afilaor; es decir: ¿se podían afilar cuchillos profesionalmente si uno decidía anunciarse con una trompeta? Evidentemente, no. Entonces, cómo se habían puesto de acuerdo entre ellos para elegir la flauta de Pan? Había habido algún Congreso Nacional de Afiladores en el que se eligiera por unanimidad al ficus como heraldo anunciador de la profesión? Todas estas preguntas me martirizaban cuando yo era pequeño mientras veía al afilaor desaparecer por otra calle, glisando, glisando, y volviendo a glisar.

Pero no voy a llevar más allá las melancolías infantiles; ni pienso edulcorar la imagen deprimente del afilaor. Eran unos tipos feos, bajitos, sucios, malencarados y silenciosos. M. aseguraba que le aterrorizaban de pequeña: sólo escuchar el sonido del rondador al principio de su calle, era suficiente para hacer que se escondiera debajo de la cama. Si hubiera visto a éste que vi yo aquel día, se habría escondido igual: vaya aspecto, el del tío! Sin embargo, la señora de setenta años (aunque ciertamente aparte, como desligándose de aquel tipo), esperaba con calma a que sus tijeras estuvieran en orden.

Al pasar al lado de esta escena tan antigua, me detuve a mirar el mecanismo de la piedra de afilar. ¡Era el mismo que hace 35 años! Una correa enganchada en el motor de la moto; o en el eje de la rueda trasera, no recuerdo ahora: lo mismo que cuando yo era un niño. Me preguntaba si acaso no venden ya los cuchillos esos que no hace falta afilar jamás. Yo tengo los mismos cuchillos desde hace años y años, y están perfectamente afilados. Es increíble que aún existan hombres que se ganen la vida como afiladores. Increíble. Pero los hay. En mi barrio había uno -ya digo- aquella tarde; y estaba al lado del cíber. Me llamó la atención la proximidad física de dos recursos tecnológicos tan dispares; tan representativos, ambos, de dos épocas tan distintas y aparentemente tan excluyentes: un afilaor y un cíber.

Tanto cuando impartía clases de Historia de la Música a adolescentes de Secundaria, como cuando lo hacía para preparar a maestros que se iban a presentar a las oposiciones, siempre me gustaba iniciar alguna clase con una situación evidentemente surrealista; más o menos, decía así: “Uno de enero del año 1600; 7 de la mañana: se despereza un compositor; se levanta de la cama; se hace un desayuno y exclama ‘¡Ya es Barroco! ¡Qué ganas tenía de que llegara el Barroco! ¡Adiós, Renacimiento!’... Y acto seguido comienza a componer bajos continuos –a la perfección- por primera vez en su vida.”
Esto provocaba una sonrisa entre los alumnos más inteligentes (cómo no). Pero lo cierto es que la caricatura del tránsito del Renacimiento al Barroco era de tal calibre, tan absurda y chusca, que lograba su objetivo: poner de manifiesto que las fronteras entre las distintas épocas estéticas, históricas o políticas son rayas en el agua, límites absurdos (obsoletos, en muchos casos) que sirven como herramienta durante un tiempo para no confundir nuestro camino hacia la comprensión de la Historia, pero que en absoluto pueden ser tomados en serio bajo ningún concepto.

Sin embargo, parece que nos hace falta una distinción, una frontera entre estilos para comprender determinadas cuestiones estéticas. Es comodísimo, por otra parte. Coger al vuelo una sonata -ya empezada- en la radio e intentar, sin saber quién sea el autor, encuadrarla en una época, en un estilo, en un marco estético aproximado, resulta muchas veces una labor detectivesca de lo más interesante (y de lo más reconfortante cuando uno lo averigua).

Lo verdaderamente inquietante es escuchar una obra, o ver un cuadro de un autor desconocido, analizarlo poniendo en juego todos nuestros conocimientos estéticos y, tras encuadrarlo con certeza entre 1580 y 1650, enterarnos de que el autor murió en 1522… Eso desconcierta bastante, no? Ciertamente, son casos raros: artistas quizás con poco oficio que suplen las carencias técnicas con riesgos muy temerarios. La mayoría de estos artistas que parecen haber anticipado ellos solos el devenir del Arte en más de cien años, no pertenecen a ninguna escuela; ni la generan: están desasidos de la organicidad del avance en Arte (si es que el Arte avanza hacia algún sitio, cosa que dudo; más bien creo que deambula).
Caso diferente es el del príncipe Gesualdo, quien, como era noble y estaba íntimamente emparentado con la cúpula eclesiástica (la cual no entraba en censurarle ni un pasaje de sus increíbles obras), podía permitirse el lujo de transgredir todas las normas habidas y por haber en el Contrapunto, aunque éste fuera el que se practicaba en el Manierismo; es evidente que no tenía que vivir de su música; experimentaba, por lo tanto, más allá de los límites de lo tolerable, incluso para los oídos actuales.

Que un artista que nace en 1710, y por lo tanto es muy improbable que comience a producir obras a tener en cuenta antes de los 20 años (o sea, en 1730), componga, escriba o pinte en un estilo de más de 100 años atrás, es algo muy común. Baste como ejemplo la producción sevillana de cuadros en la segunda mitad del siglo XX: cristos y vírgenes barrocos, cuando no morenazas de badila y cisco picón a lo Romero de Torres. O la producción entre dieciochesca y decimonónica de Joaquín Rodrigo. O las obras religiosas de Arvo Pärt, que son organa puros y duros. O los actuales compositores académicos italianos y españoles, quienes, ya entrado el siglo XXI, se aferran al Serialismo, o abrazan el Espectralismo porque no se atreven a soltar el lastre que supone no saber quién es uno mismo.
Hasta, si me apuran, la mismísima música pop está fuera de la estética verdaderamente actual, pues repite insistentemente los esquemas rítmicos, armónicos y melódicos (y tímbricos) de la década de los 50 del siglo pasado. Es muy normal que lo que fue una vez Arte, con toda su controversia, se convierta en artesanía, en folclore. Pero dejemos la digresión y sigamos con el tema que nos ocupa.

Recuerdo una mañana terrible de playa, en Mazagón, hace unos cinco años. Digo terrible porque a mí la playa no me gusta: hace un calor insufrible; la arena es repugnante; el agua suele estar sucia o llena de algas y otros seres invisibles; y no se puede realizar una actividad verdaderamente interesante. Enfín: estaba, digo, en la playa con la que entonces era mi mujer y con mi hijo Eduardo, que tenía tres años recién cumplidos en esa época.
Mi hijo jugaba en un laguito de agua salada caliente, retirado de la orilla. Ese charco, de diez o doce metros de largo por dos de ancho, se formaba gracias a las olas más atrevidas de la marea, que entraban por un recodo hacia una especie de sutil depresión del terreno que en la arena había. De esta manera, entre la orilla en la que batían las olas y el laguito se elevaba un terreno arenoso en forma de huso, de unos cinco o seis metros de longitud. El agua del mar era fría; la del charco, cálida. El mar se agitaba; el laguito permanecía quieto.
Paseándome en la zona intermedia entre la orilla y el lago en el que chapoteaba mi hijo, me fijé en cómo el agua del mar, al entrar en el lago, inundaba éste; pero también arrastraba una cantidad indeterminada de agua hacia la orilla, al retirarse. Me quedé quieto un buen rato, intentando averiguar si la marea subía o bajaba; si el laguito se estaba llenando o vaciando. No pude determinarlo, aunque todo apuntaba a que la marea subía. Lo interesante de aquel espectáculo natural era cómo el agua estancada y caldeada por el sol volvía a entrar en el mar debido al reflujo de la marea, mientras que gran parte del agua fría del mar entraba en el charco y empezaba a caldearse inmediatamente. Es decir: se simultaneaba el hecho de formar parte del laguito o del mar.

De repente, me vi en medio de dos corrientes en lucha por instaurarse: el charco, estático y cálido; el mar, dinámico y frío. En ambos hábitats había microorganismos; en ambos, vida. Pero el mar apremiaba, y acabó por entrar a saco en aquel laguito, cuya profundidad se acentuó algo más de lo que un niño de tres años podía calibrar, haciendo que yo, su padre vigilante, me lo llevara a la sombrilla con grandes protestas por su parte.

Pensé que había estado paseando por el Manierismo, esa zona a caballo entre el gran coto privado del Renacimiento y la mole exuberante del Barroco, viendo con mis propios ojos cómo algunas tendencias propias del Renacimiento aún tenían mucho que decir, mientras que otras quedaban francamente en regresión; contemplando cómo las primeras embestidas del sentir barroco eran rechazadas o asumidas en el charco renacentista y calentadas por el sol; aunque –y eso quedó claro- finalmente la gran corriente dinámica inundaba el lago y lo convertía en parte del mar, siempre en movimiento.

Por qué renunciar a establecer un microcosmos temporal? Por qué, si tenemos la capacidad de relacionar el universo indefinido con el mundo concreto, y éste con algún caso particular; por qué, digo, renunciar a vivir un paralelismo entre lo que realmente ocurre en el margen que hay entre dos épocas (quizás decenas de años) y los quince escasos minutos que tarda el mar en inundar un charco? Si somos capaces de comprender los mapas a escala, acaso no podemos arrogarnos la capacidad de concentrar el paso de los siglos en un instante?

Ello me conduce a reconsiderar esa especie de post-it que utilizamos constantemente para demarcar la memoria histórica: las épocas. El Romanticismo; el Barroco; el Helenismo. O, en su refinadísima pereza, la Alta Edad Media; el Gótico Flamígero; el Postmodernismo. Todos, nombres sonoros y contundentes: señaladores de colores brillantes que no dejan lugar a dudas.

Particularmente, me marea la posibilidad de que la Historia del Arte, en la que durante años creí como el que cree que hay un sol que volverá a lucir al día siguiente, no sea más que un cuento para adultos; pero todas las reflexiones me llevan a ello. No estoy negando que durante aproximadamente los 150 años que transcurren desde el inicio del siglo XVII hasta la mitad del XVIII no hallemos características comunes en la Pintura, la Literatura, la Música y las demás Artes; y, sobre todo, que estas características no sean la marca de distinción respecto a las de los períodos anterior y posterior. No digo tal cosa. Pero no puedo ocultar mi escepticismo ante la idea de una intención, de una voluntad por parte de la Historia en sí misma.

Es decir: niego que la Historia sea una sucesión encadenada de hechos; porque, en sí mismos, no se relacionan de ninguna manera. Por supuesto, los aprendices del taller de Correggio estaban relacionados con él íntimamente: el maestro tenía un estilo, una línea estética y muchos encargos que afrontar; sus ayudantes debían tener claros los conceptos artísticos que su patrón demandaba. Y tampoco puedo negar que la obra del propio Correggio se viera influida por la de Mantegna y Leonardo; ni que el contacto con Rafael y Miguel Ángel (nada menos) modificara su percepción del Arte a lo largo de su experiencia como pintor. Pero (y he escogido a Correggio aposta) cuando leo de él que es un autor bisagra; que comienza pintando como en el Renacimiento; que pasa por un período manierista; que, finalmente, inaugura el Barroco… Me altero profundamente. Cómo que es un autor bisagra? Qué peyorativo término es éste? Acaso Correggio no adquiere una técnica extraordinaria y, no contento con eso, va imprimiendo en su espíritu tal cúmulo de experiencias vitales que acaba por revolucionar él solo la Pintura?

Es Beethoven, entonces, un compositor bisagra? Porque, que sepamos, comienza a componer como Haydn, y acaba llevando al piano, a la orquesta, al cuarteto de cuerdas y a la sinfonía casi hasta las mismísimas puertas de Brahms! Sale del Clasicismo más vienés y llega al Romanticismo más varonil. Es, por lo tanto, Beethoven una bisagra?... No lo puedo sufrir!

Las bisagras son artilugios metálicos que articulan una puerta para poder abrirla y cerrarla con la intención de pasar de una estancia a otra: de la calle, al interior de la casa; del salón, al jardín. Y yo mantengo que estos seres superiores que han sido Beethoven, Correggio, Cervantes, Monteverdi no son bisagras; ni siquiera puertas; son, esencialmente, estancias, salones, jardines a los que pasar. Los artistas verdaderamente generadores son, en sí mismos, paisajes: tienen su propia orografía; sus desniveles; su vegetación. En el caso de compararlos con habitaciones a las que pasar (a través de puertas que ellos mismos han abierto), son salones, cocinas, dormitorios; hasta cuartos de baño pueden ser (Catulo, Bukowsky). Son bibliotecas, jardines, bodegas, despachos, alacenas, despensas, terrazas… Pero no bisagras. Cada artista verdaderamente creativo genera su propio lenguaje, crea el paisaje sobre el que discurrir como figura.

De todos modos, es muy sospechoso que diferentes artistas en distintos países, separados por dos o tres mil kilómetros de distancia, en el siglo XVII, y que no se han conocido jamás, consigan estéticas casi idénticas. Pero tiene fácil explicación: los grandes pintores, los grandes músicos eran contratados por los nobles o los concejos de la ya poderosa burguesía, instalándose en ciudades en las que nunca habían visto tal técnica; inmediatamente, los gremios se movían, espiaban, metían aprendices que, en poco tiempo, adquirían cierta destreza en la técnica y, por descontado, aplicaban sus recursos a la nueva estética. En Amberes, en Florencia, en Sevilla y en Munich, en cuestión de pocos años, la estética alla moda se imponía como signo de mundo.
Ya se sabe: una vez que entra el mar en el charco, lo inunda y, como charco, desaparece.

Pero de lo que me interesa hablar en este artículo es del momento de la coexistencia de las distintas cualidades estéticas, orgánicas; coexistencia que se da siempre entre períodos claramente diferenciados.

Cómo se llega desde Brahms a Webern? Lo que se suele responder es que Brahms, pese a su manifiesto rechazo público por el uso de cromatismos “innecesarios” (Brahms dixit), en realidad compone una música con barruntos de inestabilidad; Wagner lleva el cromatismo al límite; Mahler abandona el concepto de tonalidad como hogar al que volver; Schönberg, desamparado, abandona el Egipto inestable del faraón, atraviesa el Mar Rojo y crea el Dodecafonismo; y Webern asimila tan en profundidad el sistema schoembergiano que crea el Serialismo.
Narrado así, parece una jugada futbolística: Brahms lanza desde la portería; Wagner, desde la línea defensiva, se la cede a Mahler, quien distribuye el juego y se la pasa a Schönberg; éste da un pase en profundidad y se la deja a Webern, quien, de cabeza, marca.
Bromas aparte, es algo así lo que ocurrió, más o menos. Al período estable inaugurado por Beethoven, Schubert, etc. y culminado por Chopin, Schumann y el propio Brahms (período musical conocido comúnmente por Romanticismo) le sucede otro período estable denominado Dodecafonismo o, más vulgarmente, música Contemporánea. En medio -llámesele Postromanticismo, Expresionismo, Atonalismo, o como queramos denominarlo-, hay un terreno movedizo en el que coexisten diversas tendencias.

Esas tendencias son las que me llaman la atención, desde hace años. Ese terreno indefinido en el cual Lope de Vega introduce cultismos en obras teatrales de aparente llaneza; esos cultismos (que hoy día aún sobreviven y son utilizados por todos como palabras normales) ponían enfermos a los poetas de la época, llegando éstos a tachar a Lope de pedante. Lope de Vega, al igual que Cervantes, era hijo del Renacimiento; la obra de ambos, pese a las diferencias emocionales notabilísimas, es producto del naturalismo de un Renacimiento periclitado –periclitado desde nuestro punto de vista, cuatro siglos después-, pero que aún tenía formas magistrales que ofrecer.
Ya estaba Góngora haciendo de las suyas (las Soledades y el Polifemo son coetáneas de la Segunda Parte del Ingenioso Hidalgo!), hundiendo sus narices en el pleno y absoluto Barroco, lleno de oscuridades, cuando Cervantes y Lope de Vega ensanchaban, aún, el terreno del Renacimiento.

¿Son despreciables Lope y Cervantes por no participar del Barroco -ni formal ni estética ni estructuralmente-, cuando, ya bajo sus pies, les cortaban la yerba el Culteranismo o el Conceptismo? ¿Es despreciable la obra de Juan Sebastián Bach por insistir en la fuga y las fantasías cromáticas, en las formas plenamente barrocas, cuando sus hijos ya estaban componiendo –y no eran los primeros- música Galante?

Cervantes, Bach, Brunelleschi, Monteverdi, Shakespeare, Beethoven, Le Corbusier… Son columnas sobre las cuales soporta Occidente el peso de su Cultura. No son piedras angulares, ni arcos, ni arbotantes, sino pilares centrales. Eso creo yo, al menos. Sin embargo, ninguno de ellos corresponde a un período histórico pleno, sino a épocas extremas, de movimiento, de transición entre períodos.

Creo que la forma define los períodos; digo mejor: la insistencia en la forma, delimita los períodos. Pero qué fuerza interior elige la forma? Qué extraña fuerza de atracción y rechazo hace que Cristofori, tras unos años de experimentos con spinettoni y otros monstruos, invente el pianoforte en 1709, y, pese a ello, un compositor de la talla de Juan Sebastián Bach, siga 40 años más con vida y componiendo sin prestar atención a esta revolución que significó el piano? Entraba el agua pianística en el charco barroco y personalísimo de Bach, pero quizás con timidez aún? Lo cierto es que Bach tocó pianos (pianofortes), admiró las posibilidades del nuevo instrumento, pero siguió explorando, al margen del piano, sus propios valles barrocos. Qué cosas, no?
Intuía Bach que los recursos expresivos del piano cambiarían radicalmente la estructura de la Música? Supo ver que ese instrumento incidiría decisivamente en la forma? Qué música habría compuesto Chopin de haber nacido en 1630?

Yo creo que, así como todos los naturales de una región usamos el mismo lenguaje y recursos dialectales para comunicarnos -pero algunos lo hacemos para expresar ideas muy distintas-, así los artistas asumen aquellos recursos que contribuyen a su comunicación creativa; pero no todos los que hay en uso. Añadamos a esto el rechazo que los talentos creativos tienen hacia los recursos manidos, y obtendremos la respuesta a la pregunta que yo, tácitamente, formulo desde el principio de este artículo lleno de interrogantes: por qué coexisten signos, formas, recursos definitorios de un período estable cualquiera junto a señales, características y evidencias del siguiente período marcadamente estable? Por qué el agua del impetuoso océano, al entrar tímidamente en un miserable charco de cinco metros de largo por dos de ancho, pasa a formar parte de este charco, entra en muerte térmica y se calienta y se detiene? Por qué hay un afilaor al lado de un cíber?

Pues porque la Historia es un bulo. Particularmente, la Historia del Arte no es más que el resultado de eludir la casi totalidad de los hechos coetáneos, dejando sólo un resto de migas de pan arbitrarias con el que poder volver, a la caída de la noche, al hogar de nuestros padres, en donde nos refugiamos de los lobos llamados Helenismo, Manierismo, Rococó, Prerrafaelismo, Postromanticismo, Expresionismo, Dadaísmo, Postmodernismo, Postminimalismo, etc. Lobos que aúllan con espanto y que, de encontrarnos con ellos en la oscuridad de la verdadera Historia del Arte, nos devorarían por confiados; devorarían nuestra fe en la sucesión de cuentos encadenados por la tradición historiográfica; devorarían nuestro pequeño farol: la única luz de la que disponemos para atravesar el oscurísimo bosque de la memoria colectiva; porque son lobos que no se dejan encajar exactamente en el arbitrario puzzle que nuestra ansiosa condición cosmológica necesita para no admitir que navegamos en medio del Caos.

Porque la Historia, en realidad, es una neurótica negación del Caos.


Eduardo Maestre.
Sevilla, 2005-2008.

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1 comentario:

  1. Mi humilde opinion es que el hombre tiene una necesidad enfermiza de etiquetar todo lo que ve y esto le hace apartarse de la esencia de todo cuanto etiqueta.....Para mi el arte obedece a estados de animo, da igual como se llame la epoca o la cultura donde el artista este inmerso, se trata de compartir ese sentimiento....

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