Literatura

Clica.

jueves, 19 de marzo de 2009

MECIENDO EL CARRITO



Voy a cumplir treinta y nueve años -¿no se empieza a oír un redoble circense?-, y ya no aguanto el alcohol como cuando tenía veintitantos. Hace dos noches -tras asistir, como una reliquia, al Certamen de Tunas de Sevilla- me acosté con una considerable moña de cerveza; horas después -cinco horas y media-, me desperté hecho polvo, bajé al súper, compré carne y, como un poseso, guisé un pollo. Luego, me caí en la cama; pero Cinta y el chico también se cayeron, con lo cual no hubo descanso -tenemos un niño que parece el circo de la Ciudad de los Muchachos-; comí, me duché, me tomé un café negro y me fui a Aracena a dirigir un ensayo parcial -sólo los músicos- de la Misa de Mozart que -Dios mediante, el Coro mediante, los trombonistas mediante y el Ayuntamiento mediante- estrenaré con el Coro de Aracena y una orquesta de quince instrumentistas. Volví del ensayo de noche y...Me encuentro a Cinta, Silvia y Leo, en mi cocina, cortando un pulpo. ¿Qué decir? Tomamos pulpo, chacinas, cerveza y gintonic de Beefeater. Me acosté a las dos. Hoy me toca a mí el niño desde las siete y media de la mañana. ¿Cómo explicarlo? Los domingos veo mil dibujos animados de todas las cataduras imaginables; desde las ocho de la mañana. A eso de las once se levanta Cinta.

En definitiva: hoy estoy hecho papilla. Hacia la una del mediodía, se me ocurrió tumbarme en el sofá mientras Cinta mecía el carrito del niño para la siesta mañanera. Cinta estaba de pie, a veinte centímetros de mi derribo humano; le di la mano y ella la tomó, sin parar de mecer el carrito. Cerré los ojos y mi brazo comenzó a mecerse al mismo son que el del chico. Agradable sensación, la de ser mecido parcialmente. Pero una idea me vino a la cabeza entre los vapores del sueño mañanero: Cinta estaba meciendo al niño con la mano izquierda, y a mí con la derecha; exactamente no me mecía a mí, sino al niño; pero el resultado era que yo me estaba meciendo.

Sin embargo, la mecida del niño era algo concreto. El cuerpo de Cinta se mecía de atrás hacia delante; su brazo izquierdo extendido agarrando el carrito: eso era mecer. El movimiento que se realizaba con mi brazo -desde su mano derecha-, era derivado de la mecida, pero no una mecida buscada -aunque una mecida, al cabo. Por lo tanto, de un movimiento orgánico se extraían dos acciones similares pero diferentes. Y, a pesar de su diferenciación -y éste es el quid de la cuestión-, eran estructuralmente idénticas.

De repente, entre sueños y vigilia brumosa, favorecido por una mecida parcial derivada de una mecida completa, vi cómo una obra de arte -una sinfonía en todos sus movimientos; un tríptico gótico; una tetralogía literaria; incluso un complejo urbanístico- debe participar de la organicidad para ser considerada como tal. En una sonata, el primer movimiento puede ser la mecida concreta, buscada, racionalmente dispuesta, pero los movimientos siguientes -aun siendo diferentes en la forma- son idénticos en la sustancia que los genera; su estructura dinámica (no me refiero a lo que usualmente se entiende como dinámica en la música -forte, piano, crescendo- sino al torbellino que desencadena el movimiento creativo) es la misma: todos los movimientos parten de un impulso común. Beethoven y Bartók, en sus Cuartetos, mecen un primer movimiento -o un último, según la potencia de la idea generatriz; eso da igual- y, con otras manos, con otros brazos artísticos, mecen el resto de los movimientos que conforman cada obra.

A veces crees que has salido de una composición y te encuentras, un mes después -o más-, con que lo que estás componiendo ahora pertenece a la obra anterior, que tú ya creías haber cerrado. En ese caso, lo honrado es reconocerla como producto de la misma mecida -los sismógrafos lo llaman réplica. También te puedes encontrar con que estás a la mitad de una obra larga -un Oratorio, por ejemplo- y que, después de más de un año de asaltos esporádicos a la imaginación, descubres que estás componiendo en otro estilo, que algo ha cambiado en tu cabeza y no puedes hacer nada por remediarlo (ni quieres: no hay nada más triste que el autoplagio).

Imaginemos a un pintor que, por problemas artísticos, deja un gran lienzo a la mitad. Con toda probabilidad, tales problemas -suponiendo que sea un verdadero artista-, serán problemas estructurales: algo no le cuadra en la lava cerebral, siempre candente, siempre en ebullición. Veremos cómo el artista abandona la realización del cuadro y aborda otras obras, a las que probablemente dé fin en breves jornadas. Puede tener suerte y estructurar el cuadro abandonado temporalmente. Puede estar en un bar, con otros colegas, y ver la luz. Puede abandonar el bar urgentemente o esperar a que pasen las horas, pero en cuanto llegue al estudio, retomará la obra y, antes o después, le dará fin.

Pero puede que pase tanto tiempo que ya no sea posible concluir el cuadro sin que se sienta la mano de otro pintor. Porque es otro pintor el que le daría el cierre al cuadro. Dejar de mecer, en el plano espacio-temporal de la génesis artística, implica la alteridad del artista generador. La célebre época azul picassiana, aunque sean muchos lienzos físicamente separados, son el producto de una misma mecida; es el mismo terremoto con sus réplicas. Y todo el mundo sabe cuánto cambian las placas tectónicas cuando se produce un seísmo: aunque en la superficie no se aprecie con claridad, en el subsuelo algo se ha movido sin posibilidad de marcha atrás. El cubismo es producto de otro pintor, de otro Pablo Ruíz Picasso. Nada tienen que ver el Miles Davis que tocó bebop junto a Charlie Parker, con el Miles Davis que inventó el cool; ni el Miles Davis que creó el freejazz, con el Miles Davis funky y electrónico de la última época.

El Quijote es un extraordinario ejemplo de distintas mecidas. Cervantes publica la Primera Parte como un parto genial, con una vis cómica inaudita, destrozando para siempre jamás los libros de caballería. La primera edición se fecha en 1605. La Segunda Parte se edita en 1615, ¡diez años después! Y, además -yo creo-, quizás con cierta premura por publicar, aguijoneado Cervantes por la farragosa y apócrifa Segunda Parte de Avellaneda, editada en 1614. Bien: ¿alguien que haya leído y releído ambas partes puede dudar en algún momento que sean obras independientes? La Segunda Parte respeta escrupulosamente los hechos acaecidos en la Primera, de acuerdo; pero es otra novela. Es otro autor, otro Cervantes, a pesar de que, en el prólogo de dicha Segunda Parte, él mismo diga que "es cortada del mismo artífice y del mismo paño que la primera". ¡Nada de eso! Esa afirmación la hace Cervantes a los lectores que compraron la Primera Parte para asegurar una buena venta y desligar su nombre del autor apócrifo antes dicho, pero lo cierto es que el Don Quijote de la Primera Parte está rematado, es violento y poco reflexivo, confunde su Yo con Valdovinos o el Marqués de Mantua (depende en qué parte de su cuerpo le den los palos). Por otra parte, Sancho Panza brilla poco; las historias colaterales aparecen por doquier; y da la sensación de que, aún siendo un hallazgo genial, no hay una dirección definida.

Sin embargo, en la Segunda Parte, el Ingenioso Hidalgo las ve venir de lejos; no se empecina en demostrar que su Dulcinea es la más bella del orbe; se muestra más tolerante; las reflexiones teológico-filosóficas abundan; Sancho parece haberse iluminado, departiendo con su amo-amigo a niveles impensables en la Primera Parte; desaparecen casi por completo las historias paralelas, siendo los dos andantes -por acción o reflexión- los absolutos protagonistas. En definitiva: han pasado diez años y Cervantes es otra persona; sus personajes son más él mismo; las estructuras de la Segunda Parte son absolutamente distintas; los personajes han evolucionado. Lo que ocurre es que dicha evolución es tan auténtica, tan extraordinariamente humana, tan genial, que parece la misma novela. Pero no lo es.

Esto me lleva a reflexionar -divagar- por algunos puntos que me inquietan. Si el verdadero artista se caracteriza por evolucionar en su obra, ¿podemos afirmar que el Arte no sea más que una sucesión de cambios estéticos, una cadena de rechazos a lo anterior? El auténtico genio creador, entonces, ¿no es más que un inestable insatisfecho, un múltiple renegado de sí mismo? ¿Cuál es la verdadera esencia de Stravinsky; su juvenil Consagración de la Primavera o su otoñal vuelta al Neoclasicismo, con la Sinfonía en Do Mayor? En Beethoven, ¿es más beethoveniana la locura musical desarrollada en la Gran Fuga para cuarteto -incomprensible aún para gran parte del público medio actual- que la Tercera Sinfonía, por estar aquélla al final de una trayectoria cambiante? ¿Son los Caprichos de Goya su obra cumbre, por el hecho de ser lo último en su producción? ¿Vivaldi es, entonces, un embaucador por repetirnos cuatrocientas veces el mismo concierto con ligeras variaciones? Intentaré poner un poco de orden en todo esto.

Siempre me ha llamado mucho la atención la necesidad de evolución de los grandes artistas de todo género. Pienso que llegar a conquistar un territorio, dominar un paisaje, colonizar unas tierras, hace que los hombres de bien se asienten, se establezcan y aren los campos, se multipliquen junto a sus ganados y quieran que los entierren en el cementerio familiar. Pero los aventureros se cansan, se aburren viendo la tierra que han conquistado; piensan, fabulan, imaginan nuevos territorios, nuevos parajes agrestes y sin cultivar. Es la aventura lo que los mueve. Lo que importa es el camino, no el sitio al que se llega. El artista verdadero es un aventurero, un caminante. No quiere repetir los mismos esquemas; sus obras anteriores, pasado el tiempo, le parecen ajenas; no se reconoce en ellas; es otro el que las hizo. Piet Mondrian pinta un árbol frondoso en 1908. En 1909, pinta otro árbol al que se le sale el color de las ramas. Un año después, el árbol se deforma hasta convertirse en un monocromo lío de elipses. De ahí salta a un lienzo ovoide con un montón de cuadritos flotantes algo indefinidos. Entre 1913 y 1914, Mondrian está pintando lienzos planos, esmaltados, con cuadros perfectamente definidos de colores brillantes. Por éste extraordinario territorio último, conquistado personalísimamente, Piet Mondrian es reconocido como un artista genial. ¿No es, sin embargo, el camino recorrido -la sucesión de puntos que conforman la línea- lo verdaderamente original? ¿No valen, en sí mismos, los anteriores árboles de Mondrian? Si el pintor holandés hubiera muerto en 1912, poco antes de llegar a su estética originalísima, ¿no hubiera sido igualmente un buscador infatigable?

Si Picasso no hubiera adquirido las estatuillas africanas que dieron lugar a una explosión incontrolada en su genial cabeza, ¿habría emborronado cientos de papeles, decenas de lienzos con los estudios preliminares de Las Señoritas de Avignon? No, por cierto; pero la presión creciente acaba por abrirse paso. No hay material en el mundo que haga detenerse a las fuerzas de la naturaleza desencadenadas. Picasso habría estallado por otro sitio. Tarde o temprano habría iniciado la deconstrucción de la imagen -hoy no parece tanto, pero es la revolución- y en sus obras se reflejaría, antes o después, la búsqueda. ¿Qué decir de los dos pequeños cuadritos de Velázquez -los Paisajes de la Villa Médici creo que se llaman-? ¡Son impresionismo puro y duro! ¿Qué hace Velázquez inventando el Impresionismo en 1650? ¡Huir! Pero ¿de qué huye? ¿Escapa del mundo oscuro y rígido de la Corte? No: no necesita escapar de su entorno, sino huir de su propio mundo interior, para él ya esclerotizado desde hacía tiempo. Ya en Las Meninas y en Las Hilanderas afloja el pincel y renuncia a definir los contornos –eso, que lo hagan los estudiantes: él tiene bastante con haber introducido el aire dentro del lienzo-; lo que Velázquez quiere es caminar.

Guillaume de Machaut, a mediados del siglo XIV, compone una Misa utilizando el mismo motivo temático tanto para el Kyrie como para el Sanctus, etc. ¿Qué es esto? ¡Esto es la Revolución! Machaut introduce la idea de unidad en la diversidad. Ha dotado de un esqueleto estructural a una obra conformada por diferentes partes. Ha articulado una misma mecida. Éste es el resultado formal de la búsqueda de Machaut, pero lo sustancial es siempre lo mismo: la evolución del artista. No son las rígidas conveniencias sociales de cada época -todas las épocas las tienen- las que constriñen la creación artística. Esto es absurdo, ya que el mundo expresivo del creador no se mueve en la realidad común, sino en las galerías internas de su caletre. Por descontado que el mundo y la época influyen decisivamente en la forma, pero no en la sustancia de la obra. Por ello me mueve a risa la afirmación tajante de aquéllos juramentados del siglo XX -Leo, cortando el pulpo, entre ellos-, supuestamente abanderados de la libertad creativa, afirmando tajantemente que "nunca antes, en la Historia de la Humanidad, ha habido más libertad para expresarse artísticamente que en el siglo XX". ¡Por favor! Esto es minimizar la capacidad de búsqueda del artista, hacerlo dependiente de lo que pase a su alrededor, de las normas de convivencia sociales del momento. No es así. El artista, en un hipotético ambiente de libertad total, tiene que crearse las condiciones idóneas para levantar el campo e irse. El entorno es importante, pero no decisivo. El siglo XX, entre otras novedades, ha traído la posibilidad de despreciar al público -como ya dije en otro artículo- sin que a uno lo encierren por ello; pero las condiciones internas del genio creador siguen siendo las mismas: la insatisfacción y la búsqueda.

Pero lo que me interesa es saber si el conjunto de la obra de un gran artista es producto de diferentes mecidas -sucedidas en el tiempo-, o se podría subir un escalón y considerarlo todo como el resultado de una gran mecida total, de la cual derivarían distintos movimientos separados en nuestra percepción del tiempo. ¿Por qué no? ¿No eran diferentes los movimientos resultantes del movimiento general del cuerpo de Cinta? Si a un artilugio, fabricado al efecto, se le dotaran de quince brazos de muy distinta longitud, y al extremo de cada brazo se le ataran quince cuerpos sólidos articulados, con sólo un primer vaivén del cuerpo motor los quince cuerpos de él dependientes adquirirían movimientos diferentes y en diferentes momentos, pues la energía motriz llegaría antes a los más cercanos, y más tarde a los más alejados espacialmente. Pero esta idea me parece demasiado determinista: sería como admitir que los genios nacen ya con un destino inexorable dispuesto en plazos concretos -quince brazos a diferentes distancias-; y eso no es así, porque la obra de los grandes artistas evolutivos no sólo se diferencia por etapas formalmente diferentes, sino -y sobre todo- por períodos estructuralmente distintos.

A partir de determinada ópera, Verdi compone un continuo musical, respetando la articulación dramática. Esto es un profundo cambio estructural. Beethoven, en sus últimos cuartetos, destroza la construcción en cuatro movimientos y llega a hacer hasta siete. Joyce dinamita la estructura novelística y crea un universo mental continuo con el Ulises. Cervantes rompe la estructura clásica de la narración al centrarse en el punto de vista del protagonista, sin necesidad de trufar la historia con cuentos orientales ejemplarizantes, en la Segunda Parte del Quijote.

Éstas son auténticas, profundas rupturas estructurales. Es evidente que, aunque el artilugio de quince brazos -de un solo movimiento- obtenga quince movimientos distintos en el espacio y en el tiempo, estructuralmente los quince cuerpos articulados responden idénticamente, pues es la misma mecida. Y aquellas rupturas que he traído como ejemplo, son cortes limpios en la producción artística; son producto del auténtico rechazo a la producción propia, el resultado de una búsqueda profunda. Y lo que es más importante: no sólo son rupturas del artista con su propia obra anterior, sino con toda la producción conocida hasta el momento; éstos son cataclismos en la Historia del Arte: agujeros enormes en la pared de una habitación opresiva, abiertos por los genios para salir, imprevisiblemente; y tras los que suelen ir los demás artistas, con mayor o menor fortuna.

Un curioso caso me ha llamado siempre la atención: Arnold Schönberg. Cuando este judío vienés -¡qué gran desgracia ser vienés!- escala el pedregoso camino de la disolución tonal, creando un nuevo universo dodecafónico, ¡empieza a componer pavanas, minuetos y valses! Quizás sea una exageración lo de los valses, pero el hecho es que Schönberg tiene en su mano la ruptura brutal no sólo con lo formal, sino con lo estructural y ¿qué hace?: empieza a componer respetando más que nunca las estructuras clásico-románticas. ¿Es una ruptura real la de Schönberg? Quizás sí con su propio mundo formal; la línea melódica –si es que alguien puede reconocer en el universo dodecafónico la melodía- va a ser definitivamente distinta de todo lo anterior. Pero ¿ha cambiado Schönberg su forma de estructurar las composiciones? Sinceramente, creo que no. Si hay algo que diferencia una mecida de otra, es la configuración de las estructuras. Anton Webern, discípulo de Schönberg, revienta realmente las estructuras con sus pequeñas Bagatelas, verdadero puntillismo musical. Incluso sin adoptar religiosamente el credo dodecafónico de su maestro, Webern hubiera pasado a la Historia por su música realmente nueva. Y ha pasado a la Historia, sí; pero a la sombra hipertrofiada de Schönberg, cuya aportación al lenguaje musical puede que haya sido crucial -estamos de acuerdo-, pero sólo en un plano formal, epidérmico. Mucho más profundo ha sido el cambio aportado por Webern, con su disposición sonora equiparable a un cuadro de Miró.

Las estructuras, las estructuras, ¡las estructuras! Ésta es la clave del asunto. ¿En qué obra de arte podemos comprender mejor la influencia decisiva del cambio estructural sobre el resultado formal? Se me vienen a la cabeza las catedrales góticas. ¿Cómo construir unas bóvedas más elevadas que representen el poder omnímodo de la Iglesia y dejen estupefacto a todo aquél que entre y mire hacia arriba? ¿Cómo sostener unos muros infinitos sin que los terremotos o las ventiscas los destruyan en miles de años? Pues añadiendo unos apuntalamientos exteriores en los que descarguen el peso la parte alta de dichos muros: los arbotantes. ¿Qué decir del aspecto inconfundible de las altísimas iglesias catedralicias con esos arbotantes que les infunden un aspecto de animal en tensión, de enorme monstruo pétreo agazapado, a punto de saltar? La altura permite abrir unos ventanales mágicos inmensos que llenen de luz multicolor el recinto sagrado. En definitiva: la estructura impone la forma. Esto es un avance extraordinario en la arquitectura y, además, deja en evidencia que son las estructuras las que deben cambiar para hablar de progreso en Arte (si es que realmente el Arte progresa; que ése es otro concepto, digno de un ensayo aparte). Pero me estoy metiendo en las mecidas generales de la Historia del Arte, y mi intención era reflexionar acerca de las mecidas individuales, de las rupturas del artista con su producción anterior.

¿No es llamativo que un individuo creativo abandone su forma de expresión y se adentre en las tinieblas de lo desconocido, renunciando al territorio conquistado? ¿Podríamos seguir llamando artesano a un alfarero que renunciase a seguir vendiendo botijos y comenzara a moldear extraños recipientes de dudosa utilidad salvo para la contemplación? Si sus clientes rechazaran la nueva producción y le abandonaran viendo que se niega a hacer botijos, ¿estaríamos ante un prototipo de artista romántico? Entrar de lleno en una mecida absolutamente novedosa y continuar en ella a pesar del desprecio general, ¿convierte la producción en artística? Y, por el contrario, mantener una línea estética exitosa y no querer cambiar la producción por temor a perder la clientela, ¿transforma la que empezó siendo producción artística en artesanal? Si los Rolling Stones hubieran crecido espiritualmente y hubieran comenzado a introducir formas disonantes en estructuras nuevas, dando paso -¡por fin! ¿lo veremos algún día?- a una nueva música pop completamente creativa y artística, ¿habrían vendido algún disco más? ¿Habrían conseguido llenar de público los estadios con sus conciertos? Desgraciada/afortunadamente, creo que no. Los Rolling Stones son, como tantos otros, un grupo clientelar; su líder no es un artista, sino una multinacional discográfica, una entidad megaartesanal, impersonal, diametralmente opuesta a la noción de progresión creativa. ¿Qué empresario renunciaría a los miles de millones de dólares generados por un producto que se vende bien tal como está? Los Rolling no sólo no son artistas, ni siquiera son artesanos: son, simplemente, botijos.

¿El hastío debe ser superior al reconocimiento general para que haya un cambio? Por ello mismo, ¿el reconocimiento general hace dudosa la propia producción a ojos del artista? Para Mozart, no. Ni tampoco para Beethoven, ni Velázquez, ni Shakespeare. El reconocimiento del público general reforzaba la sensación de buena línea. La evolución, la sucesión de mecidas en su propia obra, no estaba determinada ni por el aplauso ni por el desprecio.

Es una cuestión interna; una ansiedad por vivir más de una vida. Es más de una vida la que viven los verdaderos artistas. Parecen vivir en varios territorios, con distintas caras, distintas voces; no se reconocen en sus obras anteriores; abominan de su obra anterior; en muchos casos, abominan de sí mismos. Cuando mueren, paran de mecerse.

Los sismógrafos, entonces, hacen un balance del número de seísmos, comparan el terreno que había antes de nacer el artista con el que ha quedado después de morir éste; miran si las placas tectónicas han avanzado drásticamente, si ha habido auténticos cataclismos capaces de transformar los continentes del Arte. Dibujan los nuevos mapas y los dan a la imprenta. Los niños los estudian sin enterarse y los profesores los enseñan sin conmoverse, porque el Arte es una guerra que no se puede librar en las academias. Su campo de batalla no está en los colegios, ni en los conservatorios, ni en la Universidad. El Arte es un juego brutal, cuyas luchas son hacia dentro y siempre tienen un vencedor que se derrota a sí mismo. El Arte es escupir a la cara de los amigos.

Mientras tanto, un hombre solo, aparte del mundo por un instante, se mece al calor de una mano conocida. El tiempo pasa por su recalentada cabeza. El carrito del niño cruje rítmicamente entre las buscadas tinieblas del mediodía. Las resacas son cada vez más dolorosas de soportar. Pero la mecida es reconfortante. Mecerse es vivir. Mecerse es soñar... Soñar.



EDUARDO MAESTRE.
Mayo del 2001. Sevilla.

3 comentarios:

  1. Es alucinante que alguien haga tantas reflexiones a partir de la mecedura que le produce una mano. Se me ocurre que las historias de amor son también un ejemplo de distintas mecidas. La energía exterior, que produce el movimiento oscilatorio, puede originar mecidas constantes, sin evolución y las enriquecidas por la amplitud del movimiento.

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  2. Hola, B. Las historias de amor son susceptibles de entrar en una dinámica de mecidas distintas, efectivamente; pero eso sí: son distintas historias de amor, aunque sean entre las mismas personas. Es interesante. Qué quieres decir cuando dices "las enriquecidas por la amplitud del movimiento"?

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  3. Es una forma de decir que el resultado final depende de la energía productora. A mayor amplitud, mayor mecida.
    Hay personas que mantienen sus creaciones, sus pensamientos, su vida, su amor… oscilando de manera periódica. Hay otras que varían la dirección y el tiempo de ejecución del vaivén y esto es lo que les hace desarrollarse.

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