Literatura

Clica.

viernes, 17 de abril de 2009

ME REPATEA TCHAIKOVSKY


Desde que mi padre consiguió que yo, su primogénito, no saliera corriendo cuando me hacía escuchar "música clásica" –tendría yo unos nueve o diez años-, he sentido especial animadversión por Tchaikovsky. Era el único compositor al que no aguantaba. El Lago de los Cisnes me ponía –y me pone- enfermo. Con la primera pieza que soporté hasta el final (Mascarada, de Katchaturian), mi padre consiguió un triunfo. Luego, la Sinfonía Fantástica, de Berlioz, hizo que diera otro paso más hacia la música culta. Una tercera pieza, de Edouard Laló, cuyo título se pierde en la bruma de mi memoria, dio el aldabonazo definitivo para hacer que un niño de diez años se interesara tímidamente por esos sonidos grandilocuentes y brutales que conforman la música sinfónica.
Beethoven apareció más tarde. Y Monteverdi. Y Bach, cuya Pasión según san Mateo me enganchó definitivamente al mundo terrible de la gran música. Antes de su muerte anunciada, mi padre me inició por el camino de Stravinsky –contaba yo diecisiete años cuando mi padre murió de cáncer en una cama del hospital en el que él mismo trabajaba de A.T.S.-; a su muerte, comencé a pedir discos al Círculo de Lectores, del que éramos socios pero al que, hasta entonces, sólo habíamos pedido libros. La Historia del Soldado, de Stravinsky, fue mi L.P. de cabecera durante meses. Descubrí a Bartók, cuya Música para cuerda, percusión y celesta, añadida a su Concierto para Orquesta, abrieron ante mí una perspectiva musical que parecía ya para siempre.

El Jazz vino luego. Y los Cuartetos de Beethoven (los Últimos cuartetos de Beethoven los robé de El Corte Inglés. Jamás olvidaré los nervios, la tensión insoportable al cruzar las enormes puertas con aire acondicionado que daban a la calle lateral del cortinglés de Nervión. No me pillaron). Y, por fin, los Cuartetos de Bartók. Y siempre Bach y Stravinsky, cómo no. Desde los veinticinco años, más o menos, comencé a comprarme discos de Schönberg, de Ligeti, de Varèse, de Cage. A Webern y a Berg los descubrí, curiosamente, más tarde. Por tocar en un grupo de música renacentista, como violagambista, durante cinco años, me empapé de autores de la época. La década de los treinta años –recién concluida- me ha deparado mucha música New Age, o Nueva Música, o minimalismo, o como diablos se quiera llamar a Steve Reich, Philipp Glass, Meredith Monk, Wim Mertens y Michael Nyman.
Mozart ha sido un descubrimiento de esta misma pasada década. Increíble, pero cierto: Mozart no me ha gustado hasta los treinta años. Igual que Brahms, al que me daba fatiga oírlo hasta hace ocho o diez años. Ambos me parecen geniales, ahora.

Pero sigo sin aguantar a Tchaikovsky.

Me repatea Tchaikovsky.

A decir verdad, este artículo se titula así por otros motivos que el puro y simple rechazo hacia la estética del ruso. Lo he mencionado en el título porque representa y condensa toda una época y toda una concepción del consumo de Arte.
Si he de ser sincero, más me repatean Wagner o Bruckner. Pero hace unos días me di cuenta de que desde hace más de un año no soporto lo que el vulgo llama “música clásica”. Ese cajón de sastre que engloba tanto a Vivaldi como a Mahler, a Beethoven y a Richard Strauss, a Händel y a Debussy. Fue, curiosamente, una pieza de Tchaikovsky la que me obligó a apagar la radio de mi coche entre juramentos y blasfemias. ¡Me sorprendí gritando ordinarieces hacia la música “culta”! ¡Tuve que apagar la radio! Mi adorada emisora Radio Clásica, de RNE –antaño, Radio 2-, quedó proscrita desde hace varias semanas. Pensé que había sido por Tchaikovsky; pero no: tampoco soporto a Ravel, ni a Haydn, ¡ni al mismísimo Beethoven!

“¿Qué me está pasando?”, me preguntaba hace unos días, pálido ante el espejo del retrovisor. “¿Acaso ya no me gusta la Música?”…No puede ser. He llegado a asomarme a la oscuridad de mi inconsciente y, cara a cara, me he preguntado: “¿Será ésta una declaración de guerra a la Música, debida sin duda a tu estremecedora sensación de fracaso por no haber obtenido aún (a los 40 años) el título superior de violoncello? He llegado, incluso, a ser más duro: “¿Tu absoluta falta de importancia en el panorama actual de la composición ha hecho que reacciones visceralmente contra las figuras más destacadas de la Historia de la Música?”
Todas estas preguntas han quedado respondidas a medias. ¿Qué puedo hacer, sino aceptar mi cruda realidad? Soy un titulado medio de violoncello, lo cual en el mundo de la enseñanza es poco más que nada. Así que durante algunos días cargué con la losa del fracaso (una vez más) como explicación al rechazo repentino a la música histórica. Averiguada, pues, la causa de la fobia, debería volver a mis filias habituales.

Pero nada de eso. No soporto la flama estruendosa de la máquina sinfónica romántica. Sólo escuchar las primeras progresiones armónicas buscando la tonalidad requerida por el compositor para elaborar sus planes hipertonales (sus desarrollos, sus reexposiciones, sus malditas codas), me causa un vértigo arcano, un aburrimiento sideral comparable al que experimento cuando oigo a una actriz joven hablar de su personaje en la película de moda.
Nada. Ni el Romanticismo (especialmente), ni el Clasicismo. A Mozart, sin embargo, lo soporto un rato; descubro en él, todavía, lo Universal en el Arte. Sus estructuras, sus frases, sus colores son pura música intemporal. Aún así, me fatiga. Y el Barroco... ¡Puag! Dos por dos, cuatro; dos por tres, seis; dos por cuatro, ocho; y ocho: dieciséis. Ese racionalismo de la Ilustración, ese olor a pelucas; ese mundo prerrousseauniano y protestante (que tánto me ha atraído siempre, por otra parte), ahora me aburre cual molusco bivalvo.
Puedo aguantar un rato con organa de Pérotin, o canciones de Machaut; sobre todo por no haber abusado anteriormente de la escucha de estos sonidos primarios y descarnados. Pero en cuanto aparece el pleno Renacimiento, con su tonalidad total recién acuñada, ya empiezan las tiranteces. ¡Con lo que me gustaba Dowland!... Dios mío...

¿Que me queda? Stravinsky, claro. Y Bartók, ¡cómo no! Algunas piezas de cámara de Brahms -¡qué cabeza!-, parte de La Canción de la Tierra de Mahler y poco más: a esto se reduce lo que aún puedo tragar de la música culta. Y Mahler ya me está sobrando en la escuetísima lista.

Incluso lo que estoy componiendo me da problemas en algún sentido. No me refiero a la música, sino a la orquesta. La utilización de la orquesta, quiero decir. Me resulta pesado tener que usar una sección de maderas, otra de metales, otra de percusión y otra de cuerdas. La combinación es siempre parecida: maderas, trompas (como nexo) y metales; cuerdas y maderas; metales solos; metales, percusión y cuerdas; y en ese plan...

No es la orquesta lo que me fastidia, pues tampoco trago los cuartetos de cuerda o cualquier otra formación camerística. Se trata de las estructuras estéticas sobre las que se plantea toda la música culta, creo. Al escuchar un primer acorde de Bruckner, ya se adivina lo que va a pasar. No cómo va a pasar, sino qué: implantación de unos temas, trabajados profusamente; discurso colorista por parte de las secciones orquestales; pathos romántico, extremadamente discursivo y apelmazante; contraposición temática, etc. Todo ello, adobado con los ropajes sinfónicos centroeuropeos.
Es como si entrara en una habitación victoriana, con las paredes forradas de cretona bermellón, las lámparas de lágrimas brillantes y los muebles tapizados como burbujas de terciopelo a punto de estallar; los marcos dorados, rococó, de los espejos y la alfombra traída de la India, en la que se hunden los zapatos sin sonido. ¡Qué angustia! ¿A quién puede gustarle una sinfonía de Tchaikovsky, de Bruckner o de Brahms?

Creo que la apreciación estética tiene mucho de inducida; es educacional, claramente. A ningún niño sano le gusta, motu propio, Beethoven. Hay que ponerle, progresivamente, a Mozart, a Vivaldi, a Boccherini... Quizás con el tiempo trague con Bach, Händel y Falla. Finalmente, puede que Beethoven. Pero es un arduo esfuerzo el que los padres deben hacer para que esta música guste a los niños.
La estética está fundamentada en la época de la que surge y para la que surge. Estoy convencido de que los niños, en la época de Mozart, escucharían con más agrado la música de un organillo callejero que las complicadas tribulaciones de un compositor de la Corte, pero aún así, al oír la música de Haydn o Salieri, la sentirían más cercana que como la sienten los niños de hoy día.

He comprobado, con asombro, que a mis alumnos de Secundaria (adolescentes, básicamente) les gusta el minimalismo. No lo conocen, pero les atrae más que cualquier otra manifestación musical culta. Están saturados de música comercial; cualquier niña que enseñe el culo mientras emite sonidos guturales se convierte en una estrella de primera magnitud para ellos; si canta mejor o peor es una cuestión secundaria; si la música es pésima o mediocre, es un asunto que no es ni siquiera secundario: simplemente da igual.
Pero, al sacarlos del universo de la imagen, saben con certeza qué música no les gusta. No les gusta nada desde el gregoriano hasta Francisco Guerrero (el que murió hace unos años). Ni Bach, ni Mozart, ni Debussy, ni nada de nada, incluido el jazz. Sin embargo, Steve Reich sí les gusta. Sí les gusta Wim Mertens. También les gusta la música irlandesa y mucho de la africana. ¿Qué tenemos aquí? Nos hallamos ante una generación que digiere perfectamente la música repetitiva y tonal. No les causa impaciencia la constante y machacona música minimalista; al contrario, la encuentran agradable y me piden los discos para copiarlos en sus grabadoras de cedés.

¿Acaso esta música -que no conocen, pero sí hacen suya inmediatamente- está más cerca de ellos? Probablemente. Cronológicamente, sí. Al fin y al cabo, el minimalismo es de mediados de la década de los 70. En los 80 y 90 ha abierto sus alas y se ha metido, de rondón, en anuncios, series de televisión y películas modernas. Es más actual que el pop, que nació en los 50 ó 60 y que, seamos sinceros, no ha evolucionado casi nada (es más: ha sufrido una involución al retomar hasta boleros y canción ligera mediocre antigua para hacer versiones).
Les gusta la marcha que tienen los irlandeses, su dulzura y su ritmo trepidante. Les atrae la música africana por los sonidos rudos y el ritmo casi de trance. También les gusta la salsa y las canciones tipo vallenato, muy rápidas. ¿Qué tienen en común todas estas manifestaciones folclóricas? Miro por arriba y por abajo y siempre encuentro lo mismo: la ausencia de desarrollo. No hay exposición, desarrollo, reexposición en ninguna de estas músicas –incluido el minimalismo, por supuesto-; sólo hay, digamos, principio-fin. Nada de nudos gordianos con los que enfrentarse: cero antítesis. Como las películas de Bruce Willis, en las que sólo hay principio-fin.

Ello me hace exprimirme la sesera y preguntarme si hemos dado paso a una sociedad de adolescentes –y adultos jóvenes- que reniega de las grandes preguntas. La forma sonata está acabada, ya lo sabíamos, pero quizás no éramos conscientes de hasta qué punto está realmente fuera de la circulación. Hace años que no veo una película actual en la que haya un giro a mitad de camino. Son producciones continuas, sin nudo central.
Por supuesto -¡cómo no!-, se estrenan aún títulos cinematográficos de calidad cuyos guiones se estructuran A, B, C (planteamiento, nudo, desenlace). Pero son minoritarios. O, directamente, versiones de antiguos filmes clásicos –remakes, que les dicen- situados en el momento actual para acercar más la trama al espectador medio.

Quiero decir con ello que no veo la clásica estructura romántica –burguesa, entiéndase- en el cine actual (nuestro Primer Arte). No hallo el punto central de conflicto en las películas de los hermanos Cohen; ni en Spike Lee; ni siquiera Woody Allen (y ya es mucho decir) opone algo a lo que enfrentarse para ser resuelto al final. Nada de nada. El cine de calidad –el cine de autor (¡qué chorrada! Como si las películas de Swarzenegger no tuvieran autor)- es un continuum de acontecimientos encadenados, a los cuales no se les concede un valor desigual, sino que todos contribuyen a la historia en sí misma.
Incluso la Literatura –influida ya para siempre por el Cine- allana el camino del lector solapando las grandes dificultades (netamente románticas) interiores del protagonista (otro elemento puesto en solfa: el protagonista, que se diluye en un universo coral indomable). Nada de nudos insalvables; nada de actos heroicos; nada, por tanto, de resoluciones.

¿Qué me lleva a pensar todo ello? En primer lugar, que ha habido un cambio esencial en el gusto por las estructuras artísticas. No deja de ser llamativo que la forma sonata ABA, extraída del teatro clásico y potenciada por la novela romántica, sea un producto para y por la burguesía. Y que ahora, a principios del siglo XXI, vivamos en una hiperdilatación de la Gran Burguesía (multinacionales que gobiernan los gobiernos aparentemente elegidos por los ciudadanos en el primer y segundo mundos).
Y me pregunto: ¿estamos ante el gran boom final del Siglo XX? ¿Se va a ir al garete, definitivamente, todo este súper tinglado comercial, liberal, postromántico y burgués? Lo cierto es que los gustos por las estructuras están cambiando a pasos agigantados. Y el Arte siempre es un piloto indicador de lo que va a pasar. Y no me cabe duda de que algo va a pasar.

Es por eso por lo que me repatea Tchaikovsky –el pobre- y toda la parafernalia romántica: porque rechazo sus estructuras. Rechazo el inmenso aparato sinfónico puesto en marcha para expresar determinados anhelos; no me dicen nada las secuencias, las pesadas modulaciones. Se me hacen muy cuesta arriba esos tutti pesantes y pomposos. Nada saco en claro escuchando esta música. Es como estar esperando que acabe la frase de una maldita vez uno de estos tipos que todos hemos conocido en alguna ocasión: esta gente que remolonea con la sintaxis, que abruma con los puntos suspensivos; esta clase de personas cuyo discurso es un lodazal pegajoso, cuyas ideas son previsibles y que, para hacernos creer que poseen algún interés, retardan el núcleo central de su exposición hasta exasperarnos.
¡No y mil veces no!

Pero, ¡ojo! No estoy negando la calidad artística de Tchaikovsky; jamás se me ocurriría intentar descalificar la obra de un autor que manejaba maravillosamente la orquestación, la composición y, en suma, sus recursos internos al servicio de la Música de su tiempo. Tchaikovsky es un extraordinario compositor del siglo XIX. Responde a la lógica de su época. Es más, transgrede y se salta a la torera la estética de su momento; es un creador nato, un artista convulso y terrible que puso en marcha todas sus potencias para crear un universo propio de calidad indiscutible. Como Berlioz; como Bruckner; como todos los grandes.
Lo que me empuja a escribir estas líneas es mi incapacidad para digerir esta estética. Me resulta difícil –si no imposible- disfrutar, emocionarme, interesarme incluso con estos sonidos grandiosos. No estoy en la onda, como diría un clásico. Mi mundo es un mundo vertiginoso, un universo veloz y entrecortado; veo la televisión diariamente; estoy dentro de mi época. La información todavía no ha acabado de llegar cuando ya es desmentida. Los discursos políticos son un fanal de lugares comunes. La sintaxis de los locutores, periodistas y contertulios es, sencillamente, deficiente. La Cultura, en manos de cualquier ministerio, sufrió hace décadas un golpe de estado que pretende manejar los hilos difusos de la creación artística.
Las programaciones de los auditorios carecen por completo de espontaneidad y viveza. Se recurre machaconamente a los clásicos. Huele a muerto de lejos. Mis alumnos de secundaria –adolescentes puros- flotan en un mundo virtual de mandos a distancia y Play Station… Nadie les hablará del Arte mientras vivan.

Mi mujer trabaja; mi hijo pasa las mejores horas del día en una guardería. Vamos acelerados. Yo trabajo en tres ciudades distintas a aquélla en la que duermo. Los amigos son, la mayor parte del tiempo, una voz al otro lado del auricular. Hace siete años, nadie tenía internet a su disposición. Yo sí. Internet ha supuesto una revolución de tal calibre que nadie parece darse cuenta de sus consecuencias. Partituras recién salidas de mi pobre cerebro han sido enviadas a la velocidad de la luz (literalmente) a su destinatario, escuchadas, comentadas y, en algún caso, corregidas y vueltas a enviar.
Para visitar una biblioteca especializada ya no hay que levantarse temprano, marchar hacia el aeropuerto, embarcar, pasar quince horas de vuelo, tomar taxis carísimos, alojarse en hoteles, pelear con porteros y conserjes. Basta con abrir la web de la biblioteca norteamericana en cuestión y bajarse lo que a uno le interese. Uno se ahorra una semana de su vida, mucho dinero, incomodidades y molestias, el jet-lag y todo lo demás.

En las rarísimas conversaciones íntimas que uno puede mantener con algún amigo, rara vez se entra en un proceso antitético. Difícilmente hay tiempo para profundizar en algún aspecto con el objetivo de desentrañar el quid de la cuestión. Y para qué hablar de los debates televisivos o radiofónicos?: por cuestiones de tiempo, se quedan siempre en conversaciones epiteliales. Parece como si hubiera un vago sentimiento general de vergüenza por profundizar en las cuestiones que se tratan, cualesquiera que éstas sean. Los políticos ofrecen titulares, pero no contenidos. Quienes conforman el pensamiento de nuestros adolescentes no son ya ni siquiera héroes de ficción, sino cantantes y actrices de moda que hablan y hablan sin nada interesante que decir; modelos inanes que se erigen efímeramente como adalides de la actitud. Gente desposeída de sintaxis. Gentecilla pueril y difusa; futbolistas con latiguillos molestos; cantantes con una rosa tatuada en el coxis que parecen perritas sin voz; actores cuya declamación y maneras harían aparecer en escena a Hamlet no como un neurótico, sino como un imbécil.

Este es nuestro fin de siécle, por el momento. Y cala hondo, ¿eh? Que nadie piense que el común de la sociedad occidental no se inmuta tras varias décadas viviendo en este ambiente. Hay que hacer un verdadero esfuerzo personal para sobrevivir sin embrutecerse. Pero es imposible que un gris tan intenso no les pase factura a los artistas creativos. Los verdaderos creadores son gente de su tiempo, dolientes espíritus que proyectan aquello que viven para poder sobrevivir. Y la Música, más que ningún otro arte (pues es pura estructura), va a reflejar esta situación.

Se acabó el tiempo de la controversia estructurada? Adiós a la forma sonata? Adiós a los desarrollos contrastantes? Adiós a la antítesis (y por lo tanto a la síntesis)?.

No es, pues, por un cambio hormonal por lo que me fatigan las estructuras románticas. No es por no haber cumplido aún mis objetivos profesionales. No es por resentimiento. Es, sencillamente, porque en estas obras sinfónicas –o camerísticas-, de indudable calidad técnica y estética, no hallo un reflejo de mi vida, de mi época, de mis aficiones, de las conversaciones con mis amigos y conocidos.
Las estructuras (siempre, las estructuras) han cambiado. Los compositores de la segunda mitad del siglo XX, adoptando un radical viraje en las formas, no supieron plasmar el verdadero y profundo cambio de la sociedad occidental en la que vivieron, pues dejaron casi intactas las estructuras decimonónicas. Es por ello –entre otras muchas razones- por lo que el gran público (el verdadero público) no los ha asumido como portavoces de su época. A la espera de la voz que hable de ellos, que hable por ellos, los consumidores de arte han seguido masticando vivaldis y tchaikovskys (mejor el chocolate auténtico que el sucedáneo, ya que ambos engordan).

Pero está cercano el día en que este odre hinchado y edematoso reviente. Por sus costuras ya está comenzando a salir una música representativa del nuevo tiempo, un sonido estructurado linealmente, sin aspavientos decimonónicos; una música extraña, pues en su seno debe contener el afán integrador y el vendaval desintegrador que caracteriza nuestra nueva época. Y todo ello sin recurrir a la dialéctica.

El Arte está entchaikovskyzado; ¿quién lo destchaikovskyzará? El buen destchaikovskyzador que lo destchaikovskyce, buen destchaikovskyzador será.

Eduardo Maestre. 2002-2003.

3 comentarios:

  1. te he leido con una sonrisa en los labios y a ratos con carcajadas y aunque no me pasa con la música lo que a tí, te entiendo perfectamente porque es lo que me pasa con las ciencias sociales.

    Tengo un título que dice que soy licenciada en sociólogia y ciencias políticas, pero da lo mismo porque no lo soy. Aprendí a leer los textos más densos y a desentrañar el texto entre líneas, a entender discursos y analizarlos, a desmenuzarlo todo con esa manera que tienen los cientistas políticos tan cercana a los biólogos cuando hacen la disección de una lagartija y lo sé bien porque sin serlo, en la infancia las hice con el mismo detalle.

    Admiré y seguí no sólo a los grandes ideólogos sino a los de cafetín que dirigían el movimiento universitario y también los que marcaban el paso en la acción política. Finalmente me casé con uno y hasta me cambié de país a los 22 años porque había que combatir a la dictadura de este en el que todavía vivo.

    Y entonces los conocí de cerca a esos intelectuales porque caí en el foco mismo de los que hasta ahora marcan el paso de este país y sentada frente a algunos en la gran mesa de comedor de esa ex ONG los ví elaborar teorías, discursos y planificar el futuro. Entonces aprendí también a que no me gusten desde esa sensación de no querer ser parte de los dueños de la verdad y de no querer nunca más saber ni ser parte de los que te califican como persona no por cómo seas sino por lo que deberías ser en términos intelectuales.

    Y les leo, a algunos les respeto y hasta les entiendo. Responden al modelo, responden a la ambición por mantenerse en el poder no porque les dé poder sino porque eso adula su ego.

    Pero no soy parte de eso y entonces trabajo en algo que no tiene que ver y sin embargo es parte del sistema y entonces me divierto, antes dibujando con tinta (a veces todavía) y escribiendo pequeñas cosas que no responden a lo que debería ser la escritura o talvez en algo se acercan y lo mezclo con fotos que responden a lo que me conmueve únicamente. Así tan de básico todo y al mismo tiempo tan propio, intransferible y únicamente mío, porque a ratos siento que mientras más "low profile" sea mas tiempo tendré para hacer lo que quiero.

    Y de pronto caigo en este blog y alucino porque me haces reir y me haces imaginar a Sevilla, la que siempre quise conocer (mi hija estuvo allá en la Semana Santa, y me imagino tu acento sevillano y te escribo nada más para contarte que ya tu blog será una visita obligada y que tu música, una que escuché en youtube y que me hizo recordar a yo yo ma en la ruta de la seda, pero más cercana, será algo que ahora debo escuchar (es que, caramba! no se puede hacer todo en un instante y a la hora de irse a dormir porque ya llevo varios días de dormir muy poco y andar como zoombie al otro día).

    Ah y yo que todas las tardes, desde el sur del mundo, escucho la radio Clásica...

    saludos,

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  2. Los buenos artículos los hacen todavía más buenos los buenos comentarios. Todo esto de arriba es una caso claro.
    Reivindiquemos el silencio, tal vez la mejor de las músicas posibles.
    Y la iletralidad.

    Saludos.

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  3. Buenas noches.

    Me ha gustado mucho tu artículo. Cualquier cosa que escriba a partir de ahora es, seguramente innecesaria, salvo para mí, porque me apetece escribirlas.

    A mí me encanta Tchaikovsky. Era de lo que más ponía mi padre, en mi infancia, y ya sabes que los olores y los sonidos de la infancia....en fin.

    Y leyéndote me ha dado por pensar que a lo mejore me gusta precisamente por todo lo que a tí te disgusta: su estructura, tan alejada de nuestro mundo actual. Es como leer Madame Bovary. ¿Qué nos dicen esos novelones románticos, esas músicas sinfónicas, esas películas en blanco y negro con voces de hace 70 años, a las personas de internet de hoy? Pues nada...y todo.

    No sé, supongo que soy una romántica incorregible, o, como dice mi marido: "tú lo que eres es una niña antigua".

    Pues eso, que me ha gustado mucho tu artículo.

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